En Sicilia con amor. Catherine Spencer
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–Quizá a tu madre y a tu tía no les vaya a hacer gracia que una extraña entre en la casa para hacerse cargo de todo.
–Tanto mi madre como mi tía accederán a mis deseos.
¡Raffaello tenía siempre una respuesta para todo!
–¡Deja de darme la lata! –gritó ella, desesperada. Si no detenía a aquel hombre, terminaría accediendo a su petición por pura fatiga.
–Ti prego, pardonami… perdóname. Estás impresionada, al igual que lo estuve yo cuando leí por primera vez las cartas de mi esposa. No puedo esperar que llegues a una conclusión en este momento… sería irrazonable.
–Exactamente –respondió Corinne–. Necesito un tiempo para asimilar las ventajas y desventajas de todo esto y no puedo hacerlo si tú estás encima de mí.
–Lo comprendo –concedió él, acercándose al escritorio y regresando con un sobre en el que había varias fotografías. Lo dejó sobre la mesa del café–. Quizá esto te ayude a comprender. ¿Quieres que te deje sola durante un tiempo para que veas las fotografías?
–No –contestó ella con firmeza–. Me gustaría irme a casa para tomarme mi tiempo y decidirme sin la presión de saber que tú estás rondando alrededor.
–¿Cuánto tiempo necesitas? Debo regresar a Sicilia cuanto antes mejor.
–Mañana te daré una respuesta –respondió Corinne, que en realidad ya tenía una en aquel mismo momento. Pero no era la que él quería oír, así que decidió callarse para poder escapar mientras podía. Cuanto antes pusiera distancia entre ambos menos posibilidades habría de que accediera a una petición que sabía debía apartar de su cabeza.
–Está bien –concedió Raffaello, agarrando de nuevo el sobre y metiéndoselo en el bolsillo de su chaqueta. Entonces le puso a ella su abrigo por encima de los hombros y tomó el teléfono–. Dame un momento para avisar al chofer de que ya estamos preparados.
–No tienes que venir conmigo –dijo Corinne una vez él hubo telefoneado–. Puedo regresar sola.
–Seguro que sí –contestó él–. Me pareces una mujer que siempre logra lo que se propone. Pero aun así te voy a acompañar.
Ella deseó que Raffaello no fuera a acompañarla hasta su casa ya que estar durante cuarenta minutos con él en la privacidad que ofrecía la parte trasera de una limusina no garantizaba cuál sería su respuesta ante la proposición que le había hecho.
Pero Raffaello sólo la acompañó hasta la entrada del hotel, donde esperaba la limusina. Esperó a que estuviera sentada en la parte trasera del vehículo y, en el último minuto, sacó de nuevo el sobre de su chaqueta y lo depositó en el regazo de ella.
–Buona notte, Corinne –murmuró–. Estoy deseando tener noticias tuyas mañana.
Capítulo 3
CORINNE le dirigió una funesta mirada y trató de devolverle el sobre, pero éste se abrió y su contenido cayó por el asiento. Cuando hubo tomado todas las fotografías la puerta de la limusina ya se había cerrado y el chófer ya había arrancado.
Metió el sobre con las fotografías en su bolso ya que solamente porque Raffaello le había dicho que debía aceptarlas no significaba que tenía que mirarlas. Pretendía devolvérselas por correo al día siguiente, junto con su negativa a la propuesta de él.
Cuando por fin el chófer aparcó la limusina frente al complejo residencial en el cual vivía, se sintió embargada por una sensación de alivio. Aquello era su hogar y lo que a ella más le importaba en el mundo estaba bajo el techo de su casa. Bajó del vehículo y se apresuró hacia la puerta de entrada de su casa. Pero cuando entró, se percató de que todo estaba demasiado silencioso. Normalmente la señora Lehman veía la televisión en el saloncito que había junto a la cocina. Pero aquella noche salió a su encuentro en el vestíbulo. Llevaba las llaves en la mano, como si no pudiera esperar para marcharse. Aquello en sí ya era extraño, pero lo que consternó a Corinne fue la sangre seca y el moretón que tenía la niñera en el pómulo, justo debajo del ojo izquierdo.
–¡Cielo santo, señora Lehman! –exclamó, dejando caer su bolso al suelo y acercándose a ella–. ¿Qué ha ocurrido? ¿Y dónde están sus gafas? ¿Se ha caído?
–No, querida –contestó la mujer sin mirar a Corinne a los ojos–. Mis gafas se han roto.
–¿Cómo? ¡Oh…! –exclamó Corinne, sintiendo una horrible premonición–. ¡Por favor, dígame que Matthew no es el responsable!
–Bueno, sí, me temo que sí que lo es. Discutimos un poco acerca de la hora en la que debía acostarse y… me tiró uno de sus camiones de juguete. No ha sido hasta después de las diez cuando por fin se ha calmado.
Corinne se sintió físicamente enferma. No podía creer el comportamiento de su hijo con aquella dulce mujer.
–No sé qué decir, señora Lehman. Una disculpa no es suficiente –dijo, acercándose a examinar el corte que tenía la niñera. No parecía profundo, pero le debía doler–. ¿Hay algo que pueda darle? ¿Hielo, quizá?
–No, querida, gracias. Simplemente me gustaría irme a la cama, si no te importa.
–Entonces vamos, la acompañaré a su casa –tomándola del brazo, Corinne la guió hacia la puerta.
–No te molestes, Corinne. Está aquí al lado, puedo ir yo sola.
Pero Corinne la acompañó igualmente. Había escarcha por el camino y no quería correr el riesgo de que la pobre mujer se cayera y se rompiera una cadera.
–Mañana Matthew y yo iremos a verla… después de que yo haya hablado con él –dijo.
Aquella noche apenas pudo dormir debido a la preocupación. No paró de preguntarse si la herida de la señora Lehman sería más seria de lo que parecía. La mujer tenía setenta y tantos años y a esa edad…
Entonces se centró en la causa subyacente de tanta angustia. Se preguntó qué le estaba ocurriendo a su hijo, por qué tenía tan mal comportamiento. Ella misma había tenido algunos altercados con el pequeño similares al que aquella noche había sufrido la señora Lehman.
Finalmente, más o menos a las cuatro de la madrugada, se quedó dormida. Pero no fue un sueño tranquilo, sino que tuvo muchas pesadillas.
Se despertó justo después de las ocho con el pulso acelerado. Vio que su hijo se había metido en la cama con ella y que estaba dormido y acurrucado a su lado. Era la imagen de la inocencia y sintió cómo el corazón le daba un vuelco.
Quería a su hijo más que a su propia vida. A veces pensaba que lo quería demasiado para poder mantener la disciplina. Cuando las cosas marchaban mal, como había ocurrido la noche anterior, la responsabilidad de ser madre y padre a la vez le pesaba en la conciencia. Pero sabía que, aunque hubiera vivido, Joe no habría compartido con ella esa responsabilidad.
Se levantó de la cama, se duchó y se vistió con unos cómodos pantalones de lana y una camiseta. Entonces bajó a la cocina para preparar el desayuno. Se preguntó si debía prepararle