En Sicilia con amor. Catherine Spencer
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–Eso no es cierto. Yo te veo como un enlace vital entre el pasado y el futuro. Recuerda que esto no es sobre tú y yo, y desde luego que no sobre mi madre o mi tía. Nos casamos por Matthew y Elisabetta.
Como para recalcar lo que acababa de decir él, se oyeron unas risas de niños en el jardín.
–Quienes obviamente se han conocido y se llevan divinamente –añadió él.
Entonces tomó de la mano a Corinne y la guió hacia unas de las puertas francesas que había en el salón. Ambos salieron a la amplia galería que rodeaba toda la planta de arriba de la casa.
Vieron que justo debajo de ellos, sobre el hermoso césped que había en el jardín de la villa, los niños estaban jugando con unos cachorros de perro. El cielo estaba despejado, pero hacía frío, aunque los pequeños no parecían sentirlo.
–¿Ves, Corinne? Ya se han hecho amigos. Mira a tu hijo y dime otra vez que has cometido un error trayéndolo aquí.
Corinne observó cómo Matthew jugueteaba sobre el césped y parte de la tensión de su cara se disipó.
–No le había oído reírse así desde hacía mucho tiempo –admitió.
–Seguro que eso es suficiente para disipar tus dudas, ¿no es así? ¿O te resulto tan repulsivo como marido que nada puede hacer que te sientas contenta de haberte casado conmigo?
–No es por ti, Raffaello. Es por mí –contestó ella, mirándolo a los ojos–. Míralo como quieras, pero no hay ninguna duda de que, entre ambos, yo soy la que obtengo más beneficio.
–Estás hablando de ventajas materiales, pero…
–Bueno, sí –interrumpió ella, riéndose compungidamente–. ¡Por el amor de Dios, mira a tu alrededor! Los dos pisos de mi casa de Vancouver cabrían en sólo estas habitaciones y todavía quedaría sitio de sobra.
Entonces señaló las sillas, los sofás, las lámparas y los cuadros que había en aquel salón.
–Por no hablar de los suelos de mármol, los muebles exóticos y las invalorables obras de arte. Me has introducido en un nivel de lujo que va más allá de lo que yo sabía que existía.
–Jamás te oculté el hecho de que tenía dinero, Corinne.
–Pero tampoco me dejaste claro cuánto tenías.
–No me lo preguntaste.
–¡Nunca sería tan grosera como para preguntar algo así! –exclamó ella.
–Exactamente –dijo él–. Me aceptaste en confianza, tal y como hice yo contigo. A eso no le puedes poner precio, así que no sigamos hablando de riqueza ni de bienes ya que no tiene nada que ver con la razón por la que estamos aquí. Por favor, apártalo de tu mente y deja que te presente a tu nueva hijastra.
Tras un momento de vacilación, Corinne asintió con la cabeza.
–Está bien, pero tu madre tenía razón… tengo que arreglarme un poco primero. Y gracias.
–¿Por qué?
–Por tomarte tu tiempo para hacerme sentir mejor y por recordarme por qué nos casamos ayer –contestó ella, sonriendo–. Por ser tú.
Aquella sonrisa desestabilizó a Raffaello, que la acercó hacia su cuerpo.
–La ceremonia de ayer no fue muy tradicional. No hubo tarta de boda, ni baile, ni champán… ni te tomé en brazos para pasar por la puerta de tu nueva casa, pero esto último lo puedo hacer.
En ese momento la besó. No lo hizo de forma profunda, ni con urgencia, ni con pasión, sino simplemente como muestra de que sellaban su unión y de que ella podía contar con él.
Pero lo que no había previsto había sido el impacto que el cuerpo de Corinne tuvo en el suyo. La respuesta que sintió al sentirla presionando su piel le impresionó. Lo que había previsto que fuera algo sumiso se convirtió en algo salvaje… primitivo, caliente, hambriento y profundamente sexual.
Él no era un santo. Su apetito sexual no había muerto con Lindsay. Había sentido necesidades físicas y deseo durante los años posteriores a que ella les hubiera dejado y las había satisfecho con mujeres que no habían pedido nada más de él que no fuera una noche de mutuo placer. Pero aquellas mujeres jamás le habían llegado al corazón.
Besar a Corinne no debía haber sido tan diferente. Lo ideal habría sido que ambos hubieran disfrutado el momento y que tal vez lo hubieran utilizado como paso para lograr mayor intimidad. Eran un matrimonio y él no tenía ninguna intención de ir a la cama de otra mujer. Pero ella no debería haber ocupado su corazón con su fragilidad y vulnerabilidad. Incluso si su cuerpo respondía con un entusiasmo desenfrenado, su mente no debía haberse empañado con emoción…
Corinne le puso las manos en el pecho y lo separó de ella.
–¿Qué ha sido eso? –preguntó, gritando. Las lágrimas le caían por la cara.
–Ha sido un error… y asumo toda la culpa –contestó él–. No ha significado nada y no ha supuesto una traición a las personas con las que un día estuvimos casados. No tienes por qué sentirte culpable.
Ella se quedó mirándolo con el dolor y la impresión reflejados en sus azules ojos.
–Olvídalo, Corinne –rogó él, sacando un pañuelo del bolsillo de su camisa y secándole las lágrimas–. Actúa como si nunca hubiese ocurrido. Dijiste que te tenías que arreglar un poco antes de conocer a Elisabetta, ¿no es así?
–Sí –respondió Corinne, mirando a su alrededor con los ojos empañados–. ¿Dónde puedo lavarme la cara?
–Los cuartos de baño están por aquí –le indicó él, señalando la puerta que había al otro lado del pequeño vestíbulo–. El tuyo es el que está a la izquierda. ¿Por qué no te das un relajante baño y después duermes un poco? Tendrás mucho tiempo para vestirte para la cena. Normalmente tomamos un cóctel sobre las siete y media.
–¿Y qué pasa con Matthew?
–Ahora mismo Matthew está en buenas manos y pasándoselo demasiado bien como para echarte de menos –contestó Raffaello, guiándola hacia el dormitorio y abriendo la puerta para ella–. Has tenido unos días muy ajetreados, Corinne. Hazte un favor y permite que otra persona se encargue de tus responsabilidades durante un rato. Ya habrá tiempo para imponerles la rutina a los niños. Durante las próximas horas olvídate de todo y concéntrate en ti.
Corinne no pensaba que fuera a ser posible. ¿Cómo podría concentrarse cualquier mujer cuando su mundo había dado un giro de ciento ochenta grados en un segundo?
Quizá Raffaello había sido suficientemente galante como para culparse por lo que había ocurrido entre ambos, pero no había sido culpa suya en absoluto. Había sido culpa de ella… que jamás sería capaz de olvidar aquello.
Aparte de la noche en la que había firmado su acuerdo de matrimonio e inmediatamente después de la boda, él sólo la había besado en las mejillas, de la manera en la que lo hacían los europeos. Por