Vivir en paz; morir en paz. Suzanne Powell

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Vivir en paz; morir en paz - Suzanne Powell

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autoinmunes, y una movilidad reducida. Mi padre conserva la mente muy lúcida, pero tiene problemas de movilidad a causa del estado de sus piernas y su espalda; y se añade a sus dificultades el hecho de que su esposa no le reconoce como pareja.

      Me entristece no poder estar con ellos y acompañarlos. Durante esta cuarentena, los servicios sociales se acercan para darles su medicación y bañarlos; y mis hermanos hacen lo que pueden, según lo que está permitido por la ley en estos momentos de aislamiento. La distancia y el hecho de no poder desplazarme hasta ellos me ha hecho reflexionar: ¿y si se muere alguno de los dos y no puedo estar ahí? ¿Y si no puedo ir a su funeral? ¿Y si no puedo darles ese beso de adiós? Me emociono al pensar que quizá no los vuelva a ver.

      Entonces he llegado a la conclusión de que para escribir este libro quizá no hace falta que viva la experiencia de esa despedida, de ese último beso, de su muerte, de su funeral. Ahora que todavía los tengo con vida, tal vez sea el momento, aunque sea por videollamada, de seguir diciéndoles: gracias por haberme traído a este mundo. Gracias por ser mis ­padres. Gracias por haberme educado y criado como mejor habéis sabido. Gracias por perdonarme todos mis errores. Gracias por vuestra paciencia. Gracias por vuestra tolerancia. Gracias por todo vuestro amor incondicional. Gracias por tantos esfuerzos. Gracias por estar ahí para escucharme. Gracias por las horas que habéis pasado conmigo ayudándome con mis estudios y por haber soportado nuestras peleas entre hermanos. Gracias por darnos lo mejor que hemos tenido, que ha sido una familia unida, nutrida desde el amor. Gracias por tantos recuerdos; por esas poquitas vacaciones que hemos podido disfrutar juntos como familia, debido a una escasa economía.

      Gracias por toda la entrega de mi madre, que pasó años encerrada cuidando del hogar, como ama de casa y madre de cuatro hijos, en medio de muchas dificultades, y habiendo dejado su exitosa vida en Londres con un fantástico empleo en un banco, para casarse por amor con mi padre e irse a vivir a un pueblo irlandés de veinte mil habitantes. Mi padre era seminarista, porque quería ser cura y trabajaba temporalmente en una fábrica para ganar dinero y pagarse el seminario. Por una de esas causalidades de la vida, un amigo le presentó a mi madre y saltaron las chispas del amor.

      La economía era tan escasa que mi padre escribía a mi madre sobre papel higiénico; era un papel duro, mate por un lado y brillante por el otro. Era lo único de lo que disponía para escribirle cartas de amor y poemas desde la distancia, para mantener encendida la llama de su corazón.

      Me imagino esas circunstancias... Quizá yo sea una romántica de la vieja escuela. Me encanta dejar volar mi imaginación recreando la llegada de esas cartas al buzón de mi madre y ella leyendo con tanta ilusión las palabras románticas que transmitía mi padre sobre el papel higiénico.

      Mi madre era protestante y se introdujo en una familia de creencias católicas muy estrictas. Eran los tiempos de la Guerra Fría, muy conflictivos en el terreno político. Tuvo muchas dificultades para encajar en la sociedad irlandesa y para ser aceptada por la familia de su marido; con este fin, y también porque así lo sentía, adoptó la costumbre de ir a misa. Sin embargo, le incomodaba escuchar las homilías en las que se hablaba mal de Inglaterra. Finalmente, decidió dejar de asistir, y limitarse a cuidar de su familia como buena esposa y amorosa madre. Fue una mujer muy valiente y siento que aún lo es, a pesar de su demencia.

      Con el tiempo, por ser tan maravillosa como es, mi madre fue aceptada por toda la familia de mi padre y por los vecinos; se ganó el corazón de todo el mundo. Ha sido una mujer extraordinaria, siempre ­conciliadora, siempre apoyando, siempre a punto para echar una mano, siempre dispuesta a escuchar los problemas de los demás y ofrecer sus sabios consejos. Incluso se apuntó como voluntaria en el teléfono de la esperanza, donde iba a pasar una noche cada semana, sacrificando su propio sueño, para estar al otro lado del teléfono escuchando a personas que quizá tenían la intención de suicidarse. Hasta en eso la admiro. Y luego, al día siguiente, sin haber dormido, reanudaba las tareas del hogar. Siempre pienso en lo difícil que era la supervivencia en aquella época; por ejemplo, aún no había lavadoras en las casas. Además, en Irlanda las familias siempre han sido muy numerosas. Mi madre fue, y sigue siendo en el momento de escribir estas líneas, una luchadora y una gran superviviente. Realmente, la considero una mujer digna de admiración.

      En mi familia, siempre hemos dicho que mi madre ha sido como Mary Poppins: una mujer de ojos azules, rubia, sonriente y guapísima; alguien de una belleza extraordinaria; una conquistadora. Su única desventaja en el pueblo era su acento londinense correctísimo, asociado a una clase social alta. Y en un pueblo como Newry, en Irlanda del Norte, en aquellos tiempos tener ese acento no iba exactamente a tu favor. El Ejército inglés estaba por todas las esquinas, con sus furgonetas y sus tanques. En el pueblo vivimos siempre en medio de una gran tensión hasta que llegó el alto el fuego. Si tenías acento inglés, lo peor que podías hacer en los comercios era abrir la boca. Mi madre se había ganado el respeto, el cariño y la admiración de quienes atendían las tiendas que frecuentábamos, por lo que no tenía problemas en esos lugares; otra cosa era si entraba a comprar en sitios en los que no la conocían o si debía tratar con desconocidos.

      En cuanto a mi padre, se hizo profesor de secundaria y fue un profesional maravilloso, respetado y admirado por sus alumnos, algunos de los cuales, aún hoy, le escriben en Facebook. Es una persona muy conocida en el pueblo, y para mí ha sido siempre un icono; quería ser como él. Era profesor a todas horas, también en casa: nos inculcó, a los hijos, una disciplina fuerte y severa para hacer de nosotros buenas personas y buenos ciudadanos; y se esforzó por darnos lo mejor o, al menos, lo que él sentía que era lo mejor para nosotros. Las palabras suyas que más me marcaron fueron estas: «Sé lo que quieras en esta vida, pero no seas profesora». Él tenía muchas esperanzas de que yo pudiese hacer lo que él no hizo: quería que fuese médica, veterinaria, dentista...; en definitiva, que tuviese una profesión de las que se consideran, a su modo de ver, «importantes». Sus expectativas eran muy altas, pero cada uno ha venido a este mundo a hacer lo que tiene que hacer, y es el corazón el que lo dicta. Por lo tanto, si bien yo, por una parte, quería estar a la altura de esas expectativas, por otra, sabía que tenía que seguir mi propio camino y ser feliz. No podía limitarme a vivir para cumplir los deseos de mis padres y hacerles felices de esta manera. Quizá por eso, a los veinte años, yo ya tenía las miras puestas en otros horizontes, lejos del pueblo.

      En cualquier caso, mi padre amplió mucho mi visión del mundo con sus historias. ¡Cuánto hemos compartido en las caminatas por el bosque en las que paseábamos a todos los perros que hemos tenido en la familia! Siempre ha tenido un sentido del humor muy agudo, jugando con las palabras con gran agilidad mental. También le encantaba usar palabras sofisticadas, y hacernos pensar; nos desafiaba con este fin. Recuerdo a mi padre sentado con el periódico y los crucigramas; nos reunía a su alrededor y nos retaba para resolverlos. Había dos versiones de crucigramas, los simples y los complicados. Él nos incitaba a pensar.

      Me encantaba ir a ver las obras musicales que mi padre producía en la escuela de secundaria en la que fue profesor la mayor parte de su vida; tenía un gran ingenio y talento como productor. No tenía ningún reparo en elegir grandes títulos, como por ejemplo Oliver Twist o Sonrisas y lágrimas. Era admirable su talento y dedicación para poner en escena estas obras, sin escatimar esfuerzos e incluso aportando su tiempo libre. Recuerdo las caras felices de los padres, profesores y la gente del pueblo y alrededores que acudían a verlas. No tengo la menor duda de que las mejores obras de teatro y musicales que he visto en el pueblo han sido producidas por él. La impronta que me dejó mi padre como profesor y productor fue muy grande, y la evidencia de ello es que, ya en España, acabé trabajando como profesora de inglés, música y teatro. En aquel entonces, la enseñanza primaria era conocida como EGB, y la secundaria estaba constituida por el BUP y el COU; fui profesora en ambos ciclos y tuve la oportunidad de poner en práctica mucho de lo que había observado y admirado en mi padre.

      Ha dejado una gran huella, una huella que ahora yo sigo para hacer mi obra en este mundo, gracias a lo que he observado y vivido en mi niñez y juventud a través de la unidad familiar. Por

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