Vivir en paz; morir en paz. Suzanne Powell
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Estamos todos y cada uno buscando su paz. Los adolescentes, alborotados, tienen más energía que nadie y necesitan estar en contacto con los suyos, con la gente de su edad. Necesitan su vida social, su espacio, su libertad; no pueden estar encerrados en casa veinticuatro horas al día detrás de las pantallas, que constituyen su única forma de comunicarse con la vida exterior. Es antinatural, es antivida.
Por otra parte, están todos esos ancianos encerrados en su casa, tal vez solos y necesitados del contacto físico y el cariño de sus familiares, que ahora no pueden recibir. ¿Cuántas de estas personas lamentablemente terminan muriendo en soledad?
En estos días de confinamiento, creo que estamos valorando las cosas sencillas de la vida que antes dábamos por sentadas. Valoramos realmente las cosas cuando dejamos de tenerlas. Quizá, al menos esta es mi esperanza, cuando se termine el confinamiento seremos diferentes: sabremos valorar más que nunca una sonrisa, un apretón de manos, un abrazo eterno, una mirada eterna; sabremos decir mejor «te quiero», pero un «te quiero» de verdad, habiendo sido privados del derecho y el privilegio de estar en contacto con nuestros familiares y amigos queridos. Ahora es cuando quizás lo vamos a valorar más que nunca. Yo, al menos, sé que en cuanto pueda estrujar a mi familia lo haré con toda el alma; por muchas diferencias que pueda haber entre mis hermanos, por mucho tiempo que hayamos estado sin vernos, sé que les podré decir: «Te he echado de menos; eres mi hermana, eres mi hermano, eres mi padre, eres mi madre».
Hemos venido a este mundo habiendo pactado, antes de nacer, dar lo mejor de nosotros, buscar lo que más nos une y no lo que más nos separa. Hemos venido a cumplir el propósito de vivir la experiencia de ser una familia terrenal aun sabiendo que nuestros lazos vienen del más allá, que arrastramos karmas de otras vidas, que debemos saldar cuentas pendientes. Sé y comprendo que todo pasa por algo.
Tengo unas ganas locas de ver a mis amigas del alma, de mirarlas a los ojos, abrazarlas y oír esas risas tontas que compartíamos en las comidas, las cenas, los paseos, los viajes. Y también tengo ganas de ver a esos amigos queridos, esos compañeros de la enseñanza voluntarios que han estado siempre ahí dando su cariño, ayudándome y apoyándome en todo el trabajo que implica sacar adelante una misión que siento que es lo que más feliz me hace en esta vida: la misión de dar esperanza y felicidad a los demás. Sé que no puedo hacer esto yo sola, y por eso los amigos del alma, que comprenden mi trabajo, se brindan de forma incondicional para que pueda llevarlo a cabo. Mi trabajo no es ni más ni menos importante que el de todos; cada uno tiene una parte del puzle, y es cuando se juntan todas las piezas cuando se ve el resultado final: el despertar de la conciencia, ser uno todos juntos, ser una gran familia aquí en la Tierra, que se ame y respete desde el amor incondicional, disfrutando de la diversidad.
Somos casi ocho mil millones de personalidades diferentes, compartiendo como una sola familia, llamada humanidad. ¡Cuántas lecciones hemos recibido a lo largo de las eras buscándonos los unos a los otros, perdiéndonos en el camino y reencontrándonos de nuevo! En esos reencuentros le decimos a la otra persona, cuando la tenemos delante: «Tu cara me suena, y no sé de qué». Y cuando perdemos a alguien querido, porque ha muerto o porque se ha ido a vivir a otro lugar, lo echamos de menos.
Actualmente, a cada uno le toca buscar su paz; tenemos que aprender a vivir con estas nuevas circunstancias.
Vivir en paz y morir en paz... Yo me pregunto: ¿cuántas personas en este mundo, en estos momentos, en estas circunstancias, tienen realmente paz? ¿U ocurre que sienten más incertidumbre que paz? Siempre he dicho que las circunstancias no tienen importancia, sino lo que tú eres en ellas. Y a mí, como a todo el mundo, me toca reinventarme. Llevo cuarenta días rechazando entrevistas, participar en congresos online, hacer declaraciones. Muchas personas, en la búsqueda de su paz, me han estado pidiendo que diga unas palabras, que manifieste mi opinión sobre lo que está ocurriendo. Pero si yo misma he estado y estoy buscando mi propia paz y el sentido que tiene todo esto, ¿quién soy yo para decirles a los demás qué es lo que es correcto hacer en estos momentos? Cuando cada uno está viviendo sus propias inseguridades y batallas, ¿quién soy yo para decir qué es lo que hay que hacer?
Yo en mi propia casa estoy buscando mi paz. Esta situación también es nueva para mí, como lo es para mi hija. No estamos acostumbradas a pasar tantos días juntas, sin perdernos de vista ni un solo segundo. Ella, con sus dieciocho años, está experimentando sus frustraciones; y yo, que estoy acostumbrada a viajar por el mundo libre como un pajarito, haciendo lo que me encanta, también me encuentro encerrada en casa. Entonces, yo estoy aprendiendo como una más. Durante este tiempo he elegido estar conmigo misma; incluso he optado por encerrarme bajo llave en mi propia habitación, durante muchas horas al día, para meditar, para recitar mantras, para reflexionar, para pensar... buscando incluso la inspiración para escribir un libro, que no ha llegado hasta este momento. Hoy he decidido salir de mi cueva y hablar conmigo misma, dado que en estos últimos días también mi hija ha experimentado un gran cambio.
Creo que ha tocado fondo; creo que ha llegado un momento en que ha pensado «basta ya de peleas, basta ya de gritos, basta ya de portazos, basta ya de frustración», y ha empezado a abrazarme, a decirme cuánto me quiere, a colmarme de besos y abrazos, a jugar, a buscar conversación, a pedirme que le cuente cosas de mí y de mi vida, a decirme que le recuerde cosas de su vida. Conservamos microcasetes de aquellos tiempos en que filmábamos las cosas con una Handycam, y hemos repasado juntas muchas escenas de cuando ella era pequeñita; de cuando tenía un año, dos, tres... Ha podido ver cuánto tiempo he invertido en darle todo mi cariño; cuántas horas dediqué a llevarla a parques, al zoo, al acuario, a parques de atracciones; cuánto tiempo jugué con ella en el exterior, y también en casa con juguetes, solas o invitando a amigos; y ha visto lo bien que lo pasábamos cantando, canturreando... Incluso se ha emocionado al ver lo mucho que la ha amado su madre en esos dieciocho años.
Todos sabemos que cuando llega la adolescencia los hijos se vuelven muy egoístas, exigentes y desafiantes; en esa época parece que todo lo que les has dado durante todos los años de su infancia y primera adolescencia se ha esfumado sin más. Es un período de gran aprendizaje y frustración. Pero como bien sabemos, todo pasa, todo pasa. Entonces, quizá todo cambie a partir del final de este confinamiento y podamos vivir una nueva etapa.
Muchas veces le he contado a Joanna cómo eran las cosas cuando yo era pequeña y cómo era mi vida en familia. Por supuesto, los adolescentes actuales tienen unas vivencias muy diferentes de las que tuvimos sus padres; los contextos no se pueden comparar. El caso es que los zillennials tienen una visión de las cosas diferente de la que tenemos los mayores. Ellos son los que tienen que cambiar este mundo; han venido con mucha resistencia al sistema actual y van a utilizar su gran fuerza para cambiarlo.
En estos tiempos el viejo mundo está muriendo (el que hemos conocido hasta ahora) y lo tenemos que soltar; tenemos que permitir que se vaya, por nuestro beneficio y el de toda la humanidad. Tenemos que eliminar la resistencia al cambio y practicar el desapego.
Si alguien que forma parte de nuestra vida decide que se tiene que ir, hay que dejar que se vaya; vendrán los que tienen que unirse a nosotros. Y así como tenemos que estar dispuestos a soltar a los demás, cuando sea nuestro momento de irnos, también tenemos que saber hacerlo en paz. Por lo tanto, el desapego es una lección muy importante para estos tiempos. En muchos casos, las circunstancias mismas imponen el desapego, también en el aspecto económico, pues hay una gran cantidad de personas que han perdido su empleo, de forma temporal o permanente, y no reciben ingresos.
¿Cuántos cambios vamos a ver y vivir a partir de ahora? Hoy, 23 de abril de 2020, significa para mí el inicio de una nueva etapa en mi vida. Lo sé y así lo siento en mi alma, porque yo voy a ser diferente, yo elijo ese cambio, yo elijo ser yo a pesar de las circunstancias,