Regreso a Reims. Didier Eribon

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Regreso a Reims - Didier Eribon страница 2

Автор:
Серия:
Издательство:
Regreso a Reims - Didier Eribon

Скачать книгу

ese viaje o, más bien, ese proceso de regreso que no me había resuelto a hacer antes. Encontrar esa “comarca de mí mismo”, como diría Genet, de la que tanto había buscado evadirme: un espacio social del que me había distanciado, un espacio mental contra el cual me había construido, pero que no por eso constituía una parte menos esencial de mi ser. Fui a ver a mi madre. Fue el comienzo de una reconciliación con ella. O, más exactamente, de una reconciliación conmigo mismo, con toda una parte de mí que había negado, rechazado, de la que había abjurado.

      Cuando, el 31 de diciembre de ese mismo año, llamé a mi madre poco después de medianoche para desearle un buen año, me dijo: “Me acaban de llamar de la clínica. Tu padre murió hace una hora”. Yo no lo amaba. Nunca lo había amado. Sabía que sus meses, y luego sus días, estaban contados y no había intentado verlo una última vez. Además, ¿para qué?, si no me hubiera reconocido. Ya hacía una eternidad desde que habíamos dejado de reconocernos. La fosa que se había abierto entre nosotros durante mi adolescencia se había ensanchado con los años y nos habíamos vuelto extraños el uno para el otro. Nada nos unía, nada nos reunía. Al menos es lo que yo creía, o lo que tanto había deseado creer, pues pensaba que uno podía vivir su vida al margen de su familia e inventarse a sí mismo dando la espalda al pasado y a quienes lo habían habitado.

      En ese momento, creí que era una liberación para mi madre. Mi padre se hundía cada vez más en un estado de deterioro físico y mental que no podía más que agravarse. Era una caída inexorable. Ciertamente, no iba a sanar. Las crisis de demencia, durante las cuales peleaba con las enfermeras, se alternaban con largos períodos de aletargamiento, probablemente provocados por los medicamentos que le administraban luego de esos episodios turbulentos, y durante los cuales dejaba de hablar, caminar, alimentarse. De todas maneras, no se acordaba de nada ni de nadie: ir a visitarlo había representado una dura prueba para sus hermanas (a dos de ellas les había dado miedo y no habían vuelto después de la primera vez) y para mis tres hermanos. Mi madre, que debía recorrer veinte kilómetros en auto para verlo, demostraba una abnegación que me asombraba, más aún porque yo sabía que lo único que él le inspiraba —y, tan atrás como recuerdo, siempre había sido el caso— eran sentimientos hostiles, una mezcla de asco y odio. Pero ella lo había convertido en su deber. Lo que estaba en juego era la imagen de sí misma: “No puedo abandonarlo en este estado”, me repetía cuando le preguntaba por qué insistía en ir todos los días a la clínica, dado que él ni siquiera la reconocía. En la puerta de la habitación, había colgado una foto donde aparecían los dos, que le mostraba con regularidad: “¿Sabes quién es?”. A lo que él respondía: “Es la mujer que me cuida”.

      Dos o tres años antes, el anuncio de la enfermedad de mi padre me había sumido en una profunda angustia. Oh, no tanto por él —era demasiado tarde y, de todas maneras, no me inspiraba ningún sentimiento, ni siquiera compasión—, sino por mí, egoístamente: ¿era hereditario? ¿Algún día me tocaría a mí? Me puse a recitar poemas o escenas de tragedias que había aprendido de memoria para verificar que todavía las sabía: “Sueña, sueña, Cefisa, con esa noche cruel que fue, para todo un pueblo, una noche eterna”; “he aquí frutas, flores, hojas y ramas. / Y he aquí mi corazón”; “el espacio a sí mismo parecido, se ensanche o se niegue, / hace rodar en este hastío”. En cuanto un verso huía de mi memoria, me decía: “Ya está, ya empezó”. Esa obsesión nunca me abandonó: si mi memoria tropieza con un nombre, una fecha, un número de teléfono… una inquietud se despierta enseguida dentro de mí. Veo signos anunciadores por todas partes; los persigo tanto como les temo. En cierta manera, el espectro del Alzheimer acecha mi vida cotidiana, desde ese momento. Un espectro que viene del pasado para aterrorizarme mostrándome mi porvenir. Así es como mi padre sigue presente en mi existencia. Extraña manera, para alguien que se ha ido, de sobrevivir dentro del cerebro —el lugar exacto donde se localiza la amenaza— de uno de sus hijos. En uno de sus Seminarios, Lacan describe muy bien esta apertura a la angustia que produce, al menos en el hijo varón, la desaparición del padre: pasa a encontrarse solo, en la primera línea, frente a la muerte. El Alzheimer añade un temor cotidiano a esa angustia ontológica: los indicios se espían, se interpretan.

Скачать книгу