Regreso a Reims. Didier Eribon

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Regreso a Reims - Didier Eribon

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algunos minutos para hacer coincidir la imagen de ese cuerpo debilitado con el hombre que había conocido, que vociferaba por cualquier cosa, que era estúpido y violento, y que tanto desprecio me había inspirado. En ese instante, me sentí un poco perturbado al comprender que, durante los meses, y quizás años, anteriores a su muerte, había dejado de ser la persona que yo odiaba para convertirse en ese patético ser: un extirano doméstico venido a menos, inofensivo y sin fuerzas, vencido por la edad y la enfermedad.

      Al releer el hermoso texto de James Baldwin sobre la muerte de su padre, me sorprendió una observación. Cuenta que había retrasado lo más posible la visita a su padre, aunque lo sabía muy enfermo. Y comenta: “Le había dicho a mi madre que era porque lo odiaba, pero no era cierto. La verdad es que lo había odiado y deseaba conservar ese odio. No quería ver la ruina en la que se había convertido: lo que yo había odiado no era una ruina”.

      El dolor o, en mi caso —pues la desaparición del odio no hizo que ningún dolor surgiera dentro de mí—, la imperiosa obligación de preguntarme sobre mí mismo, el irreprimible deseo de remontar en el tiempo para entender las razones por las que me resultó tan difícil tener el más mínimo intercambio con quien, en el fondo, apenas conocí. Cuando trato de reflexionar acerca de eso, me doy cuenta de que no sé gran cosa sobre mi padre. ¿En qué pensaba? Eso, ¿qué pensaba del mundo en el que vivía? ¿De sí mismo? ¿Y de los demás? ¿Cómo percibía las cosas de la vida? ¿Las cosas de su vida? ¿Nuestra relación, sobre todo, cada vez más tensa, cada vez más distante, y luego la ausencia de relación? Hace poco tiempo, quedé estupefacto al enterarme de que, un día, al verme en un programa de televisión, se había puesto a llorar de la emoción. Advertir que uno de sus hijos había alcanzado lo que, a sus ojos, representaba un logro social apenas imaginable lo había conmocionado. Estaba listo —él, que siempre había sido tan homofóbico conmigo— para salir al día siguiente a desafiar la mirada de los vecinos y los habitantes del pueblo e incluso, si fuera necesario, para defender lo que consideraba como su honor y el de su familia. Esa noche, había presentado mi libro Identidades. Reflexiones sobre la cuestión gay, y mi padre, temiendo los comentarios y el sarcasmo que eso podría provocar, le había anunciado a mi madre: “Si alguien me dice algo, le rompo la cara”.

      Como le sucedió a Baldwin con el suyo, terminé por pensar que todo lo que había sido mi padre, todo lo que tenía para reprocharle, todo aquello por lo que lo había odiado, estaba modelado por la violencia del mundo social. Él había estado orgulloso de pertenecer a la clase obrera. Más adelante, había estado orgulloso de elevarse de esa condición, aunque fuera un poco. Pero también había sido la causa de numerosas humillaciones y había establecido no pocas “siniestras limitaciones” en su vida. Y lo había marcado con un tipo de locura de la que nunca pudo escapar y que lo volvía poco apto para relacionarse con los demás.

      Como Baldwin, pero en un contexto extremadamente diferente, estoy seguro de que mi padre cargaba con el peso de una historia abrumadora que no podía más que producir un profundo daño psíquico en quienes la vivieron. La vida de mi padre, su personalidad, su subjetividad estuvieron determinadas por una doble inscripción en un tiempo y lugar cuya dureza y limitaciones se combinaron para multiplicarse. La clave de su ser: dónde y cuándo nació. Es decir, la época y la región del espacio social que se decidió que sería su lugar en el mundo, su aprendizaje del mundo, su relación con el mundo. En definitiva, la semilocura de mi padre y la incapacidad para relacionarse que resultaba de ella no eran, en última instancia, de orden psicológico, en el sentido de un rasgo de carácter individual: eran el efecto de este ser-en-el-mundo tan precisamente situado.

      En 1940, mi

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