Regreso a Reims. Didier Eribon

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Regreso a Reims - Didier Eribon

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también hacía muebles en su casa, para los vecinos. Le hacían muchos pedidos en todo el barrio, e incluso más lejos; literalmente, se mataba trabajando para alimentar a su familia, nunca se tomaba ni un solo día de descanso. Murió a los cincuenta y cuatro años, cuando yo aún era niño, de cáncer de garganta (en esa época, era el flagelo que se llevaba a los obreros, quienes consumían un número inconcebible de cigarrillos por día. Tres de los hermanos de mi padre sucumbieron poco después, muy jóvenes, a la misma enfermedad; antes que ellos, otro había sido víctima del alcoholismo). Durante mi adolescencia, mi abuela se sorprendió de que yo no fumara: “Un hombre que fuma es un hombre más sano”, me dijo, inconsciente de los estragos que tales creencias habían causado a su alrededor. Tenía una salud frágil y murió unos diez años después que su marido, probablemente de agotamiento: tenía sesenta y dos años y limpiaba oficinas para ganarse la vida. Una noche de invierno, cuando volvía del trabajo a su casa —un minúsculo departamento de dos ambientes en un edificio de viviendas sociales donde finalmente se había instalado—, se resbaló con la escarcha y se golpeó la cabeza contra el suelo. Nunca se repuso y murió algunos días luego del accidente.

      Sin ninguna duda, la ciudad jardín en la que vivió mi padre antes de que yo naciera, y que constituyó uno de los escenarios de mi infancia, ya que con mi hermano pasábamos mucho tiempo allí, sobre todo durante las vacaciones escolares, era un lugar de relegación social. Una reserva de pobres, distanciada del centro y de los barrios buenos. Sin embargo, cuando pienso en ello, me doy cuenta de que no tenía nada que ver con lo que hoy se denomina “cité”. Se trataba de un hábitat horizontal y no vertical: no había edificios, torres, ni nada de lo que surgiría a fines de los años cincuenta y principalmente durante las décadas de 1960 y 1970, lo que hacía que ese territorio en los confines de la ciudad conservara un carácter humano. E incluso si el sector tenía mala reputación, incluso si se parecía mucho a un gueto desheredado, no era tan desagradable vivir allí. Las tradiciones obreras y, en particular, algunas formas de cultura y solidaridad seguían desarrollándose y perpetuándose. Fue por medio de una de esas formas culturales —el baile popular del sábado por la noche— que mis padres se conocieron. Mi madre vivía cerca de allí, en un barrio en las afueras de la ciudad, con su madre y la pareja de esta. A ella y a mi padre, como a toda la juventud popular de la época, les gustaban los momentos de diversión y alegría que representaban los bailes de barrio. Ya hace tiempo que han dejado de existir, hoy sólo se los ve la víspera o el día del 14 de julio. Pero en esa época constituían, para muchos, la única “salida” de la semana y la ocasión de reunirse entre amigos y de tener encuentros sexuales y amorosos. Las parejas se hacían y se deshacían. A veces duraban. Mi madre estaba enamorada de otro joven, pero él quería acostarse con ella y ella no quería; tenía miedo de quedar embarazada y de dar a luz a un niño sin padre, en caso de que este último prefiriera romper antes que aceptar una paternidad no deseada. Mi madre no quería traer al mundo un niño que tuviera que vivir lo que ella misma había vivido y que tanto la había hecho sufrir. El elegido de su corazón la abandonó por otra. Ella conoció a mi padre. Nunca estuvo enamorada de él. Pero se resignó: “Este u otro…”. Aspiraba a volverse finalmente independiente y sólo el matrimonio le permitiría serlo, pues en esa época se era mayor a los veintiún años. Por lo demás, debieron esperar a que mi padre alcanzara esa edad: mi abuela paterna no quería dejarlo ir, pues contaba con que siguiera “entregando su paga” durante el mayor tiempo posible. Apenas pudo, se casó con mi madre. Ella tenía veinte años.

      Ya en esa época, mi padre era obrero —en el peldaño más bajo del escalafón obrero— desde hacía tiempo. Todavía no tenía catorce años (las clases terminaban a fines de junio, él comenzó a trabajar inmediatamente y recién cumplió los catorce tres meses después) cuando entró en lo que sería el escenario de su vida y el único horizonte que se abriría para él. La fábrica lo estaba esperando; estaba ahí para él y él estaba ahí para ella. Al igual que, más adelante, estaría esperando a sus hermanos, que harían como él. Como esperaba y sigue esperando a los que nacían y nacen en familias socialmente idénticas a las suyas. El determinismo social ejerció su influencia sobre él desde el momento en que nació. No pudo escapar a lo que le prometían todas las leyes, todos los mecanismos de lo que sólo puede llamarse “reproducción”.

      Así fue como la educación de mi padre no se prolongó después de la escuela primaria. Nadie habría imaginado algo diferente, de todos modos. Ni sus padres ni él mismo. En su entorno, había que ir a la escuela hasta los catorce, porque era obligatorio, y a los catorce se la abandonaba, porque ya no lo era. Era así. Salir del sistema escolar no era un escándalo. ¡Por el contrario! Me acuerdo lo mucho que se indignó mi familia cuando la escolarización se volvió obligatoria hasta los dieciséis: “¿De qué sirve obligar a los chicos a que sigan yendo al colegio si no les gusta, si prefieren trabajar?”, repetían, sin nunca preguntarse acerca de la distribución diferencial de ese “gusto” o “ausencia de gusto” por los estudios. La eliminación escolar se relaciona frecuentemente con la autoeliminación y con la reivindicación de esta última como si se tratara de una elección: la escolarización larga es para los demás, para los que “se lo pueden permitir” y que resultan ser los mismos a los que “les gusta”. El campo de los posibles —incluso de los posibles contemplables, sin hablar de los posibles realizables— está estrechamente circunscrito a la posición de clase. Es como si la línea que divide ambos mundos sociales fuera impermeable casi por completo. Las fronteras que separan estos mundos definen, dentro de cada uno de ellos, percepciones radicalmente diferentes sobre lo que se puede imaginar que uno es o será, a lo que puede aspirar o no: uno sabe que en otro lado las cosas son diferentes, pero se trata de un universo inaccesible y lejano, por lo que uno no se siente ni excluido, ni privado de nada cuando no accede a lo que, en esas regiones sociales alejadas, resulta tan evidente. Es el orden de las cosas, punto. Y uno no puede ver cómo funciona ese orden, pues para ello haría falta mirarse desde el exterior, tener una vista panorámica de la propia vida y de la de los demás. Hay que pasar, como me sucedió a mí, del otro lado de la línea demarcatoria para escapar a la implacable lógica de lo que se da por sentado y para percibir la terrible injusticia de esta distribución desigual de oportunidades y posibles. Y eso casi no se ha modificado: se desplazó la edad de la exclusión escolar, pero la barrera entre las clases sigue siendo la misma. Es por eso que cualquier sociología o cualquier filosofía que pretenda ubicar en el centro de su razonamiento el “punto de vista de los actores” y el “sentido que estos dan a sus acciones” se expone a no ser más que una estenografía de la relación mistificada que los agentes sociales establecen con sus propias prácticas y, en consecuencia, a no hacer más que contribuir a perpetuar el mundo tal cual es: una ideología de la justificación (del orden establecido). Sólo una ruptura epistemológica con la manera en que los individuos se piensan espontáneamente a sí mismos permite describir, al reconstituir la totalidad del sistema, los mecanismos de reproducción del orden social y, en particular, la manera en que los dominados ratifican la dominación eligiendo la exclusión escolar a la que están predestinados. La fuerza y la riqueza de una teoría residen precisamente en el hecho de nunca contentarse con registrar lo que los “actores” dicen sobre sus “acciones”, sino que, por el contrario, tenga como objetivo permitir a los individuos y los grupos pensar de manera diferente quiénes son y lo que hacen, y quizás así cambiar lo que hacen y quienes son. Se trata de romper con las categorías incorporadas de la percepción y los marcos instituidos del significado y, en consecuencia, con la inercia social de la que dichas categorías y marcos son vectores, con el fin de generar una nueva mirada del mundo y, de esa manera, abrir nuevas perspectivas políticas.

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