Regreso a Reims. Didier Eribon

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Regreso a Reims - Didier Eribon

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las notas en las que Barthes describió, día a día, la desesperación que se abatió sobre él tras la muerte de su madre y el sufrimiento insuperable que transformó su ser, puedo sopesar hasta qué punto los sentimientos que se apoderaron de mí por la muerte de mi padre se distinguen de esa desesperación y esa aflicción. “No estoy de duelo. Estoy triste”,3 escribió para expresar su rechazo a un enfoque psicoanalítico de lo que sucede tras la desaparición de un ser querido. ¿Qué me sucedió a mí? Al igual que él, podría decir que no estaba “de duelo” (en el sentido freudiano de un “trabajo” que se realiza en una temporalidad psíquica en la que el dolor inicial va borrándose de manera progresiva). Pero tampoco sentía esa tristeza imborrable sobre la que el tiempo no tiene influencia. ¿Entonces qué? Más bien un desarraigo, provocado por una interrogación indisociablemente personal y política acerca de los destinos sociales, la división de la sociedad en clases, el efecto de los determinismos sociales en la constitución de las subjetividades, las psicologías individuales y las relaciones entre los individuos.

      No asistí al sepelio de mi padre. No tenía ganas de volver a ver a mis hermanos, con quienes no hablaba desde hacía más de treinta años. Desde ese entonces, lo único que había visto de ellos eran los portarretratos esparcidos por aquí y por allá en la casa de Muizon. Sabía cómo se veían, a qué se parecían físicamente. Pero ¿cómo podía volver a verlos después de tanto tiempo, aunque fuera en esas circunstancias? “¡Cómo cambió!”, habríamos pensado unos y otros, buscando con desesperación descubrir en los rasgos de hoy lo que fuimos ayer; más aún, antes de ayer, cuando éramos hermanos, es decir, cuando éramos jóvenes. Al día siguiente de su funeral, fui a pasar la tarde con mi madre. Nos quedamos charlando durante varias horas, sentados en los sillones de la sala. Había sacado de un armario cajas llenas de fotos. Varias eran mías, por supuesto, de niño, de adolescente… De mis hermanos, también… Una vez más, tenía ante mis ojos —aunque ¿no me habían quedado grabados en la mente y el cuerpo?— el medio obrero en el que había vivido, la miseria obrera que se lee en la fisionomía de las viviendas en segundo plano, el interior, la ropa, los propios cuerpos. Siempre resulta vertiginoso ver hasta qué punto los cuerpos fotografiados en el pasado, quizá más aún que los que están en acción y en situación frente a nosotros, se presentan de inmediato ante nuestros ojos como cuerpos sociales, cuerpos de clase. También resulta vertiginoso constatar hasta qué punto la fotografía como “recuerdo”, al retrotraer a un individuo —a mí, en este caso— a su pasado familiar, lo sitúa en su pasado social. La manera en que la esfera de lo privado, e incluso de lo íntimo, resurge en viejos negativos nos reinscribe en el compartimiento del mundo social del que venimos, en sitios marcados por la pertenencia de clase, en una topografía donde lo que parece corresponder a las relaciones más profundamente personales nos sitúa en una historia y geografía colectivas (como si la genealogía individual fuese inseparable de una arqueología o topología sociales que cada uno lleva dentro de sí, como una de sus verdades más profundas, si no la más consciente).

      1 Claude Simon, Le Jardin des plantes, París, Minuit, 1997, pp. 196 y 197 [trad. esp.: El jardín botánico, Buenos Aires, Perfil, 1999].

      2 Designa la distancia entre, por un lado, las estructuras cognitivas incorporadas en el medio social de origen y, por otro, las actitudes, los gustos y los valores considerados legítimos en el mundo social en que el sujeto ha sido consagrado. [N. del E.]

      3 Roland Barthes, Journal de deuil, París, Seuil, 2009, p. 83 [trad. esp.: Diario de duelo, traducción de Adolfo Castañón, Barcelona, Paidós, 2009].

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