Un puñado de esperanzas 3. Irene Mendoza
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Sonreí de pura vanidad, he de reconocerlo, pero los viejos tiempos habían quedado atrás el mismo día en que conocí a Frank y ella lo sabía. La apreté con fuerza apoyando mi barbilla en el hueco entre su hombro y su cuello, inspirando y llenándome con el aroma que emanaba de su cálido cuello, allí donde podía sentir su pulso.
—Venecia es hermosa. Nunca habíamos estado antes. No sé por qué —dije pensando en voz alta—. Habíamos estado en Roma y en…
—En Capri y Amalfi. Y en Florencia —dijo Frank.
Suspiré admirando el panorama, con las luces reflejándose en el agua y de pronto recordé que, a mi abuelo, aquel emigrante irlandés, Venecia siempre le pareció algo extraordinario y que le hubiese encantado poder visitarla. Sonreí recordando al bueno de Seamus Gallagher.
Apreté un poco más fuerte a Frank y respiré el aroma de su pelo y su nuca. Al exhalar mi aliento su piel se erizó y su cuerpo experimentó una ligera convulsión.
Le subí el vestido sin prisa y le acaricié los muslos cálidos y suaves metiendo mis manos entre sus nalgas y sostuve su sexo tierno firmemente contra mi mano. La fina tela que lo tapaba estaba empapada y yo emití una exclamación de absoluto placer.
—Quítamelas —me pidió apoyando su cuerpo en el mío.
Lo hice y regresé a ese lugar entre sus muslos hasta alcanzar sus jugosos labios. Al sentir mis dedos ella emitió un gemido, casi un ronroneo. Le acaricié un hombro con mis labios y el tirante de su vestido de satén resbaló cayendo. Hice lo mismo con el otro y sus pechos quedaron desnudos, expuestos al aire húmedo de la laguna.
Pellizqué sus firmes pezones mientras la otra mano se dedicaba a deslizarse por sus labios, penetrándola con mis dedos. Los ruidos de placer que emitía Frank comenzaron a ser cada vez más afanosos mientras yo acariciaba toda su carne tibia y jugosa.
—Te va a oír toda Venecia, cariño —sonreí.
—No me importa —jadeó.
Frank comenzó a retorcerse de placer mientras yo metía y sacaba mis dedos de su interior. Agité la mano presionando a la vez, sin dejar de introducirlos, y ella gimió con fuerza. Cuando mi mano presionó contra su clítoris mojado su cuerpo se arqueó. Sus nalgas frotaban mi bragueta.
Aquel roce y sus jadeos me habían puesto completamente duro. Intensifiqué la fricción sobre su clítoris y con un par de dedos en su interior comencé a notar los espasmos de su carne. Sus lloriqueos de placer y su cuerpo agitándose mientras yo la sujetaba por el vientre me hicieron resoplar de deseo.
—¡Oh, nena…!
—Házmelo, Mark. Te quiero dentro, entero —jadeó.
—Aquí no —respondí ronco de ganas—. En la cama, amor. Te quiero en la cama.
Ella se giró para besarme con una pasión increíble y yo la tomé en brazos para llevarla hasta la cama y posarla con cuidado mientras me colocaba de rodillas, de frente, y me desnudaba rápidamente para tumbarme sobre su cuerpo.
Me moría por tenerla, por dejarme ir derramándome en su interior, y me introduje en ella deprisa. La postura del misionero está muy subestimada. Es cómoda y muy placentera para ambos si se hace bien. Frank se aferró a mí, atrayéndome con fuerza. Me acariciaba la espalda, las nalgas y, yo, apoyándome en las palmas de las manos, la monté de un modo implacable, gruñendo de gusto. Pero sabía que ella quería volver a correrse conmigo. Así que me concentré para no eyacular y reduje el ritmo para poder satisfacerla.
Me centré en sentir cómo mi pene grueso y resbaladizo la iba ensanchando y abriendo cada vez más. Porque eso era lo mejor del mundo, el darle placer, el verla abandonarse y gozar de mí. Metí mis manos bajo sus nalgas y apoyándome sobre su cuerpo suavemente le aupé el trasero para posarme sobre su vientre y sus muslos y penetrarla más profundamente. Resbalé hasta el fondo y Frank dio un respingo al sentirme entero dentro de ella. Después sofocó un grito de genuino y absoluto goce.
Comencé un baile lento y agotador. La sangre palpitaba en mi miembro y podía sentir la suya también, como si su corazón estuviese entre sus piernas, en sus mismísimas entrañas. Estaba totalmente entregada a mí, a mis esfuerzos. Yo ya estaba transpirando y ella tenía el escote y los pechos mojados de sudor. Sus caderas se elevaron hacia las mías y volví a penetrarla más fuerte. El golpeteo de mi sexo contra el suyo la hizo gritar.
—Vuelve a hacer ese gritito. Hazlo para mí, amor. ¡Me gusta muchísimo! —jadeé sofocado, frenando mis embestidas.
Frank rio y lo hizo, más fuerte, yo le sonreí y todo mi cuerpo tembló envuelto en aquel calor que manaba de ella. Ya se retorcía de placer y de pronto noté cómo convulsionaba sacudida por mis envites constantes. La alcé en el aire, resoplando por el esfuerzo y ella se aferró a mí para devorar mi boca entre urgentes gruñidos de placer. Entonces estalló, estremeciéndose sin control, lloriqueando de gusto. Le mordí suavemente el cuello, el hombro y ella aferró mis nalgas con todas sus fuerzas mientras yo rugía derramándome.
Mi pulso latía aún furioso en mis oídos y en mis testículos. Frank estaba como desmayada en mis brazos, intentando coger aire sin abrir los ojos, temblorosa y caliente. Acaricié su espalda muy despacio, apenas rozando su columna vertebral y ella se estremeció dejando caer su cabeza en el hueco de mi cuello. Yo la acuné aguardando a que regresase a mí, como siempre.
—Me encanta cuando gimes así —sonreí susurrándole al oído.
—En casa no puedo. Pero estoy algo… abochornada. Creo que he gritado mucho —sonrió avergonzada. Yo la besé con ternura en la frente.
—Sí, hacía mucho tiempo que no te escuchaba gemir así, tan fuerte. Me pone muchísimo escucharte.
—Y a mí escucharte a ti —murmuró somnolienta.
La recosté sobre la cama y me acomodé para tomarla en mis brazos. Ella apoyó su mejilla sobre el vello de mi pecho y suspiró haciéndome suspirar a mí también, de pura felicidad.
—Me encanta cuando me follas así, como un desesperado.
Reí por su comentario.
—Yo no te follo, amor, yo…
Frank no me dejó terminar porque besó mis labios para hacerme callar.
—Lo sé. Tú me haces el amor, chéri —dijo.
—Hace muchos años que no follo. Desde que te conozco, en realidad. Contigo solo hago el amor.
Frank me miró y vi una enorme ternura en sus ojos. Le devolví la sonrisa y al mirarla sentí casi dolor. Estaba saciada, desnuda, tenía el pelo despeinado, sus preciosos ojos del color del caramelo brillaban y no pude contener mis pensamientos.
—Estás guapísima después de correrte —le dije.
Ella me miró abriendo mucho los ojos, impactada por mi declaración y rio. Yo también lo hice e inmediatamente después la besé en la boca para volver a enredarme con ella entre las sábanas.
Regresábamos a Nueva York dispuestos a celebrar el cumpleaños de Frank. Hacíamos