Un puñado de esperanzas 3. Irene Mendoza

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Un puñado de esperanzas 3 - Irene Mendoza HQÑ

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de la noche a la mañana tres años atrás para convertirse en una iracunda jovencita que llevaba cinturones anchos en vez de faldas, camisetas ceñidas y rotas, que escuchaba una música espantosa heredera de algo que llamaban Trap y que siempre parecía molesta conmigo y de mal humor con el planeta en general. A su favor, he de decir que tocaba el piano maravillosamente, la guitarra, la flauta irlandesa y había conservado un gusto familiar por las canciones que ella denominaba «viejunas».

      Al contrario que su hermana, Korey y Valerie no opusieron resistencia a nuestros planes. Ellos terminaban las clases dos semanas antes que Charlotte y se iban a las montañas de campamento, con otros compañeros de clase, ese mismo viernes. Además, ambos tenían un carácter mucho menos contestatario que su hermana mayor.

      Así que preparé una pequeña maleta con cuatro cosas mientras Frank llenaba dos de las suyas con todo tipo de «por si acasos» y viajamos a la vieja ciudad de los canales.

      La fiesta tuvo lugar el día de nuestra llegada a Venecia. Nos alojábamos en un palazzo de estilo gótico veneciano del siglo XV reconvertido en hotel. La elegante suite con vistas al Gran Canal era de apariencia antigua, pero todo lo moderna que debía ser al tratarse de un lujoso hotel de cinco estrellas.

      Deshicimos la maleta, llamamos a Jalissa, para comprobar cómo estaba Charlotte, porque nuestra hija no nos cogía el teléfono y tras una breve charla con ella rezongando, que logramos gracias a la propia Jalissa, salimos a comer porque lo mejor de una ciudad tan antigua y bella como Venecia, como dice Frank, es callejear.

      Acabamos entrando a una pequeña librería de viejo donde compré un libro sobre Venecia y Casanova y terminamos el paseo comiendo pizza en una placita perdida entre los canales. Allí ojeé el libro que me pareció sumamente interesante.

      —¿Sabías que el tal Casanova era un tipo muy alto?

      —No, chéri, no tenía ni idea —me dijo Frank distraída, sentada en aquella coqueta terraza con sus gafas de sol de estrella de cine.

      —Pues verás —dije acercándome más a ella y leyendo del libro—. Al parecer medía un metro noventa, que era algo raro en aquella época. Era rubio, de torso corpulento, mirada cristalina de ojos claros y nariz aguileña. Aunque su vida sexual fue muy animada, no le gustaba participar en las orgías, que eran populares entre la alta sociedad. Y le encantaba la gastronomía, en especial las ostras. Al parecer le gustaban con locura. Aquí dice que la gastronomía, o mejor la comida, le permitía ciertos juegos eróticos, como por ejemplo el pase de ostras de su boca a la de la dama o dejarlas resbalar por entre sus senos.

      —Vaya… —dijo Frank cada vez más interesada—. Un hombre grande y apuesto, el reservado de un restaurante, una dama dispuesta y ostras francesas. Adivina el desenlace.

      —A ti te encantan —susurré. Frank asintió con una espléndida sonrisa y yo continué leyendo, alejando un poco el libro para poder apreciar bien las letras con mi vista cansada—. Fue conocido mundialmente por colarse entre las faldas de un gran número de mujeres. Alrededor de unas ciento veinte señoras, para ser más exactos. Gozaba de un feroz apetito y era un perfecto cronista gastronómico.

      —Comer, luego amar. O amar comiendo —dijo Frank apoyando su hombro en mi brazo—. Siempre he pensado que los hombres a los que les gusta comer y cocinar son buenos amantes.

      —¿Y las mujeres? —sonreí porque sabía que se estaba refiriendo a mí. Yo soy de esos a los que es mejor comprarles un traje que invitarles a comer.

      —Igual —me sonrió con picardía.

      Era cierto, Frank era golosa por naturaleza y siempre le ha encantado comer, tiene un paladar exquisito y bien entrenado en la gastronomía. Me ha enseñado cocinas exóticas que no conocía y con ella he probado platos deliciosos. A ambos nos gusta comer y hacer el amor sin medida.

      —¿Tú has seducido a tantas como Casanova?

      —No, que va —negué con la cabeza riéndome.

      —¿A cuántas, chéri? Nunca me lo has dicho —dijo acariciando mi hombro.

      —No lo sé. Nunca me paré a contar. Ni a la mitad, supongo, y no es algo que me guste recordar, lo sabes —dije besando sus labios—. Pero ahora… tengo una duda y creo que tú me la vas a aclarar.

      —Dime.

      —¿Qué crees que tendría el tal Casanova de especial para seducir a tantas mujeres?

      —¿A parte de la buena planta? Pues… seguramente era un hombre que sabía escuchar, buen conversador y que las hacía reír. Ah, y se tomaría su tiempo, sería un buen amante, nada egoísta, de ahí su fama entre las señoras. Porque fueron ellas las que se la dieron. Me imagino que aquellas damas de la nobleza hablarían entre ellas de su amante, el de las ostras que no las dejaba a medias, y así se fue creando la leyenda. Y seguramente…

      Yo asentí escuchándola, divertido con sus conclusiones. Para mí, gran parte del atractivo de Frank radicaba en que era muy ingeniosa y me hacía reír.

      Desde el interior del bar sonaba una canción italiana de la que no entendía nada pero que nos gustó. Ella preguntó a alguien y le dijeron que era una canción de Eros Ramazzotti, Più Bella Cosa. Yo continué insistiendo con el tema de Casanova y las conclusiones de Frank.

      —Qué, qué más opinas, cuenta —le insistí curioso.

      —Seguramente tenía un lado femenino que no escondía. Estaría cómodo entre mujeres. Las trataría como iguales y ellas confiarían en él. Eso es lo más erótico del mundo. Tú tienes esa virtud.

      —¿Ah, sí? —pregunté asombrado.

      —Sí, eres todas esas cosas. Por eso tenías tanto éxito con las mujeres. Seguro que te contaban sus penas.

      —Supongo —dije algo avergonzado.

      Existió una época en mi vida, antes de conocer a Frank, en que había conseguido trabajo y prebendas acostándome con mujeres de la alta sociedad bellas y aburridas. Fue por mera supervivencia y no me sentía orgulloso de mi pasado, pero sí en paz. Se podía decir que, tanto Frank como yo, nos habíamos encontrado poseyendo ya un buen bagaje sexual, aunque no sentimental.

      Frank me miró y besó mi mejilla con ternura justo antes de levantarse y tenderme la mano.

      —Vamos, mon cher, tengo que arreglarme para la fiesta y cada vez tardo más.

      —Ya sabes que a mí me gustas así, sin adornos. No te hacen falta, nena. Eres preciosa —dije tomando su mano y levantándome de la silla de aquella terraza veneciana.

      —Seguro que eso también lo hacía Casanova.

      —¿El qué, amor? —dije aferrándola por la cintura.

      —Adularlas —rio haciéndome reír a mí también.

      Capítulo 4

      Invincibile

      El baño era todo de mármol, con una inmensa bañera que invitaba a ser usada, pero no teníamos mucho tiempo, debíamos prepararnos para el evento en otro palazzo cercano, el Cavalli-Franchetti, no muy lejos del Ponte dell’Accademia, también en el Gran Canal. El palacio era la sede

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