Un puñado de esperanzas 3. Irene Mendoza

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Un puñado de esperanzas 3 - Irene Mendoza HQÑ

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llamado así por una canción de Amy Winehouse, mantenía intacta su ilusión por las cosas de niños.

      —Sí que la necesitas —repliqué.

      —Ya soy mayor.

      —¡Mayorcísima! —dije con sarcasmo.

      —Mark… —me reprendió Frank con dulzura.

      Ella era consciente de que Charlotte y yo éramos muy parecidos, cabezotas y orgullosos y que enseguida saltaban chispas. Por eso, en cuanto podía frenaba nuestras disputas para que no acabásemos enzarzados en una discusión. Aunque no siempre lo lograba.

      Pero en aquel momento yo no tenía ganas de discutir, así que hice un esfuerzo y suavicé mi tono.

      —Anda, hija, llama a tu abuela y dile que te quedas aquí para que no se preocupe. Nosotros nos vamos ya —dije.

      —De acuerdo… —gruñó Charlotte, frunciendo el ceño de la misma forma que yo para acto seguido esbozar una sonrisa torcida marca Gallagher—. ¡Pasadlo bien!

      Negué con la cabeza mientras Frank posaba la mano sobre mi hombro.

      —Has estado muy comedido, chéri. Sé lo que te cuesta, así que… enhorabuena —dijo besando mi mejilla

      —¡Qué remedio me queda! —sonreí justo cuando salíamos por la puerta.

      Capítulo 2

      Never Tear Us Apart

      —Divorcio… —resopló Pocket compungido mientras terminábamos la noche en el pub de Sullivan—. Y para colmo el negocio no va bien. Esta enésima crisis mundial nos está jodiendo a todos y nadie quiere gastar en decorar sus casas.

      Su tienda de decoración, que tanto éxito tuvo al principio, llevaba meses casi sin clientela porque en Queens, la clase media, que era la que pagaba los platos rotos de todas las crisis, no levantaba cabeza.

      —Sí, lo sé, tío. Estuve hablando ayer con el hijo de Santino y dice que todo anda muy raro. Hasta el alquiler de coches —dije.

      —En la academia no nos libramos tampoco. Cada vez tenemos menos donaciones y más gastos. La luz y el gas están por las nubes. Y el agua —dijo Frank.

      Asentí y estreché su mano. Sabía de sobra por las dificultades que estábamos pasando. El país había llegado a tener varios colapsos energéticos. El clima era cada vez más extremado y afectaba a las economías de todos los países. Las inundaciones se alternaban con periodos de sequía y olas de calor intenso o frío polar. Los apagones eran numerosos en Nueva York, lo que me había llevado a invertir parte de mis acciones de los estudios Kaufmann, propiedad de mi madre, en la academia para abastecerla mediante paneles solares que evitasen tanto gasto energético.

      Nosotros podíamos aguantar los malos tiempos, éramos unos privilegiados. Aunque nuestros fondos hubiesen mermado bastante en la última década no nos faltaba dinero, esa era la verdad, pero si mi amigo de la infancia no recuperaba clientes iba a estar en problemas pronto. Le habíamos ofrecido nuestra ayuda en numerosas ocasiones, pero él se había negado.

      —Ya sé que te lo he dicho muchas veces y que no hace falta repetirlo, pero… —comencé.

      —Lo sé, lo sé, tío —asintió Pocket sin dejarme terminar.

      Conocía a mi viejo amigo lo suficiente como para saber que sería difícil que aceptase ningún auxilio monetario, aunque tanto Frank como yo estábamos dispuestos a ayudarle si llegaba el caso.

      Saqué un par de pintas más y mi insípida cerveza sin alcohol y los tres continuamos hablando de cosas menos alarmantes con lo que la velada terminó con algunas risas y unas cuantas canciones irlandesas.

      Nos despedimos de Pocket dejándole en su apartamento alquilado de Forest Hills, al que se había mudado al separarse de Jalissa, y nos encaminamos a nuestra casa en Astoria.

      Astoria había cambiado mucho en diez años y ahora era un barrio de clase media alta. Del antiguo y sencillo distrito multicultural de Queens con edificios de poca altura y pequeños negocios familiares quedaba poco. La zona seguía albergando a la mayor comunidad griega de Nueva York y aún resistían restaurantes griegos rodeados de iglesias ortodoxas, pero abundaban nuevos locales de moda que atraían turistas ávidos de lo «normal y corriente, sin artificio», decían los tours turísticos, y los precios, antes asequibles, se habían puesto por las nubes.

      Frank canturreaba bajito una canción antigua que sonaba en nuestra emisora favorita. Casi todo lo que nos gustaba a ambos ya era considerado antiguo por nuestros hijos, como aquel estupendo éxito de los INXS, Never Tear Us Apart.

      —¿Te lo has pasado bien? —pregunté aparcando el Audi en el garaje de nuestra casa.

      —Sí. ¿Y tú? —preguntó con una sonrisa somnolienta.

      —También. Hacía bastante que no salíamos de noche.

      Salimos del coche a la vez, yo canturreando: «Amo tu precioso corazón. Yo estaba de pie. Tú estabas allí. Dos mundos colisionaron…».

      La miré y dejé de cantar. Frank estaba espectacular, vestida con una blusa de seda amarilla atada con una lazada en el cuello, a juego con una falda muy vaporosa, que se ondulaba con cada uno de sus movimientos. No llevaba sujetador y sus pechos naturalmente turgentes se le marcaban bajo la etérea tela.

      —Estás preciosa —dije de pronto repasándola de arriba abajo con la mirada.

      Hacía varios meses que no salíamos solos y que no la veía vestida para cenar fuera de casa y me pareció que estaba radiante.

      Frank se quedó de pie, junto al coche, aguardándome en silencio, y yo me acerqué despacio, sin romper el contacto visual. Había algo muy dulce y a la vez muy sensual en su forma de mirarme. Sabía que se sentía deseada en ese preciso momento y a mí siempre me ha encantado demostrárselo mediante aquellos juegos de seducción tan nuestros.

      La alcancé agarrando su cintura y la atraje hacia mí despacio.

      —Esta tarde nos hemos quedado a medias y por culpa de eso he estado toda la noche pensando en ti, ¿sabes? —susurré colocándole un mechón de pelo tras la oreja.

      Al hacerlo le acaricié el borde del lóbulo y descendí por su cuello casi sin rozarla. Noté cómo se estremecía con mi tacto. Posé las yemas de los dedos sobre sus labios y sentí el temblor de su aliento en mis dedos. Inspiré con fuerza sin dejar de mirarla.

      —¿Por eso me tocabas por debajo de la mesa? —sonrió.

      Respondí con mi sonrisa canalla. Así había transcurrido toda la noche. Nos habíamos buscado con los ojos y con las manos, rozándonos de cuando en cuando. Durante la cena, una de mis manos se había adentrado en su falda deslizándose suavemente por su pantorrilla, subiendo por la cara posterior de la rodilla hasta alcanzar la redondez de su suave muslo donde, al rozarlo con las yemas de mis dedos, podía notar los casi invisibles pelillos rubios.

      No fuimos más allá para no incomodar a Pocket, pero mis manos no habían hecho otra cosa que acariciar su muslo bajo la mesa y las suyas posarse en mi brazo, mi pecho o mi espalda con premeditada

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