E-Pack Novias de millonarios octubre 2020. Lynne Graham
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Por suerte, Emmie ya no cojeaba. En un intento desesperado de ayudar a su hermana pequeña a recuperar la autoestima y las ganas de vivir, Kat había pedido un préstamo para que la operasen en el extranjero. La operación había sido un éxito, pero esa deuda era la que la estaba ahogando en esos momentos y no podía hacer que su hermana se sintiese culpable por ello. A pesar de las dificultades económicas, Kat habría vuelto a hacerlo sin dudarlo.
–Ya lo tengo –dijo Emmie de repente–. Podrías vender el terreno para pagar las deudas. Me sorprende que no se te haya ocurrido a ti.
Pero Kat ya había vendido el terreno varios años antes para poder mantener a sus tres hermanas. Su madre había dejado de enviarles dinero y, además de los problemas de Emmie, Topsy, la pequeña de la familia, había sufrido acoso escolar porque era muy inteligente y había tenido que mandarla a un internado. Por suerte, Topsy había conseguido después una beca y Kat ya no tenía que preocuparse por su educación.
–Hace mucho tiempo que vendí el terreno –admitió a regañadientes–. Es posible que pierda también la casa...
–Dios mío, ¿en qué te has gastado el dinero? –preguntó Emmie sorprendida.
Kat no respondió. Para empezar, nunca había habido mucho dinero que gastar. Llamaron a la puerta y se levantó, contenta de poder escapar del interrogatorio de su hermana.
Roger Packham, su vecino, un hombre viudo de unos cuarenta años, la saludó con su característico movimiento de cabeza.
–Mañana te traeré algo de leña... ¿Quieres que la deje donde siempre?
–Esto... sí. Muchas gracias –respondió ella, incómoda con su generosidad–. Qué frío hace hoy.
–Sopla el viento del norte –le dijo él–. Va a nevar esta noche. Espero que estés bien abastecida de comida.
–Ojalá no nieve –comentó ella, temblando–. Permite que te pague la leña. No me parece bien que me la regales.
–Es normal que nos ayudemos entre vecinos –le dijo él–. Una mujer sola aquí... Me alegro de poder echarte una mano.
Kat le dio las gracias y volvió a entrar. Vio su reflejo en el espejo del pasillo. Era una mujer estresada, de mediana edad, que pronto tendría que pensar en cortarse la larga melena. ¿Qué haría entonces con su pelo? Lo tenía demasiado rizado e indomable para llevarlo corto. En cualquier caso, se sentía avergonzada. Tenía treinta y cinco años y la sensación de haber nacido siendo una solterona. Hacía mucho tiempo que ningún hombre la miraba con interés.
De hecho, había dejado de tener vida propia cuando se había hecho cargo de sus hermanas. El único novio serio que había tenido la había dejado entonces y lo cierto era que no lo había echado de menos.
Cuando volvió a la cocina, Emmie se estaba guardando el teléfono móvil.
–¿Me prestas tu coche? Beth me acaba de invitar a ir a su casa –le explicó, refiriéndose a una amiga del colegio que todavía vivía en el pueblo.
–De acuerdo, pero Roger me ha dicho que va a nevar esta noche, así que ten cuidado.
–Si la cosa se pone fea, me quedaré a dormir en casa de Beth –le aseguró Emmie, poniéndose en pie–. Voy a vestirme.
Al llegar a la puerta, se detuvo y la miró como si quisiese disculparse.
–Gracias por no criticarme por lo del bebé.
Kat le dio un abrazo.
–Aun así, quiero que pienses bien en tu futuro. No todo el mundo puede ser madre soltera.
–Ya no soy una niña –replicó Emmie–. ¡Sé lo que hago!
A Kat le dolió que le respondiese así, pero se limitó a suspirar. Llevaba once años haciendo el papel de madre soltera y sabía lo duro que era. Se preguntó adónde irían si perdía la casa. ¿De dónde sacaría dinero para vivir? En las zonas rurales había pocas casas disponibles y todavía menos trabajo.
Detuvo aquellos pensamientos negativos y la creciente sensación de pánico y vio cómo empezaba a nevar. Cuando el mundo se transformaba con un velo de hielo blanco todo parecía limpio y bonito, pero la nieve podía ser muy traicionera.
Emmie llamó un rato después para decirle que se iba a quedar a dormir en casa de Beth. Kat apiló varios troncos al lado de la chimenea del salón y después se puso a trabajar en su última colcha. Y pensó en que iba a llegar un bebé a la familia. Hacía tiempo que había aceptado que ella nunca sería madre y sonrió al pensar en su futuro sobrino o sobrina.
Eran las ocho cuando sonó el timbre, seguido de tres innecesarios golpes en la puerta. Kat salió al recibidor y vio tres figuras en el porche. Esperó que fuesen clientes. Abrió la puerta sin dudarlo y vio a dos hombres altos que sujetaban a un tercero de menor estatura.
–Esto es una posada, ¿verdad? –preguntó uno de los hombres, alto y desgarbado.
–¿Nos puede acoger esta noche? –preguntó el otro hombre alto, que era moreno y parecía impaciente–. Nuestro amigo se ha roto el tobillo.
–Oh, vaya... –dijo Kat, apartándose de la puerta para dejarlos pasar–. Entren. Deben de estar congelados. En estos momentos no tengo a nadie alojado, pero hay tres habitaciones con baño disponibles.
–La recompensaremos generosamente si nos cuida bien –añadió el más alto, que tenía un acento extraño.
–Cuido bien de todos mis huéspedes –respondió Kat sin dudarlo, mirándolo a los ojos.
Tenía la mirada oscura e intensa y las pestañas largas y negras. Era muy alto y fuerte. Kat tuvo que echar la cabeza hacia atrás para mirarlo, cosa a la que no estaba acostumbrada, ya que ella también era muy alta. Además, de repente se dio cuenta de que también era muy guapo. Tenía los pómulos marcados, las cejas definidas y la mandíbula fuerte. Era un macho alfa en todos los aspectos.
–Soy Mikhail Kusnirovich y estos son mi amigo Luka Volkov y el hermano de su prometida, Peter Gregory.
Era la primera vez que Mikhail se quedaba tan impactado con una mujer nada más verla. Una melena rojiza y larga, rebelde, le rodeaba el pequeño rostro, cuya piel parecía de porcelana y estaba salpicada de pecas a la altura de la nariz. Y los ojos eran de un verde tan intenso como el de las esmeraldas. Tenía los labios carnosos y rosados y Mikhail no pudo evitar pensar en lo que aquella mujer podría hacer con semejantes labios. Se excitó al instante y eso lo puso tenso porque estaba acostumbrado a controlar su libido y cualquier falta de control era, a su parecer, una señal de debilidad.
–Katherine Marshall... pero todo el mundo me llama Kat –murmuró ella, que de repente se había quedado sin aliento–. Traed a vuestro amigo al salón. Puede tumbarse en el sofá. No sé qué vamos a hacer si necesita que lo vea un médico, porque es probable que la carretera esté cortada...
–Solo me he torcido el tobillo –dijo Luka, que tenía el mismo acento que el otro hombre–. Solo necesito descansarlo.