A merced de la ira - Un acuerdo perfecto. Lori Foster
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–Ahora o nunca –dijo Trace en tono provocador, y comprendió que, fuera por lo que fuese, quería que reaccionara.
Cada matiz, cada movimiento de sus densas pestañas le fascinaban. Nunca había conocido a una mujer como ella. Tenía que ser retorcida como Murray si estaba metida en aquel mundo, pero aun así lo cautivaba.
Lentamente, sin apartar la mirada de la suya, ella levantó las manos, enganchó los dedos en el borde de la banda elástica y comenzó a bajarla. Trace siguió mirando su cara. Vio que sus labios se entreabrían y que respiraba hondo. Tenía que estar más cómoda ahora, pero ¿por qué había ocultado sus curvas?
Trace sacó su navaja del bolsillo de atrás y la abrió. Priscilla apartó la mirada de sus ojos y observó la hoja con curiosidad. Ladeó la cabeza y volvió a mirarlo.
–Una navaja automática con mango ergonómico y hoja de ocho centímetros.
–Sabe de navajas.
–Sé de armas –seguía sin parecer asustada. En realidad, tenía un aire desafiante–. ¿Qué piensa hacer con eso?
–No se mueva –Trace intentó no mirar sus pechos, enrojecidos y arrugados por la presión de la maldita banda elástica. Sus pezones eran de color rosa oscuro, suaves y apetitosos.
Agarró la parte de arriba de la faja, la separó de su cuerpo y metió dentro la punta de la navaja. La banda elástica se rasgó suavemente en cuanto bajó la navaja. Trace la arrojó al suelo y volvió a guardarse la navaja en el bolsillo mientras la miraba. Clavó la mirada en sus pechos.
–¡Qué manera de torturar a esas dos bellezas!
Ella no dijo nada.
–¿Le importa decirme por qué?
Levantó la barbilla.
–Las tetas llaman la atención.
–De eso se trata, normalmente, ¿no?
En lugar de contestar, ella levantó las manos:
–¿Le importa?
Trace sintió una tensión en el abdomen. Intentando aparentar calma, señaló con la barbilla.
–Adelante.
«Vamos, por favor», pensó. «Tócate».
Ella soltó un suave gemido, echó la cabeza hacia atrás, acercó las manos a sus pechos y comenzó a masajeárselos lentamente. Cerró los ojos y exhaló otro suspiro.
Cada vez más excitado, Trace notó que sus manos eran pequeñas y sus pechos… no. Era delicioso mirarla masajear la piel irritada mientras dejaba escapar aquellos gemidos de puro placer. Sus manos femeninas, sin ningún adorno, de uñas cortas y limpias, frotaban sus pechos pálidos y voluptuosos como si intentaran aliviar su dolor.
Trace la agarró de las manos y ella abrió los ojos de golpe.
–Ya basta –dijo él entre dientes.
Ella sacó la punta de la lengua para humedecerse los labios.
–¿Se está poniendo nervioso?
–Más vale que no lo averigüe, se lo aseguro –sus manos eran el doble de grandes que las de ella, de modo que sus pulgares y las yemas de sus dedos se habían hundido en la carne suave y mullida de sus pechos–. ¿Va a marcharse de una vez? –preguntó.
Las pequeñas aletas de su nariz se hincharon cuando respiró bruscamente.
–Ni lo sueñe.
Trace se apartó de ella, furioso, pero dijo con frialdad:
–Abróchese la blusa y vuelva a remetérsela.
Ella obedeció deprisa, lo cual demostraba que su desnudez le inquietaba más de lo que quería aparentar.
–Ahora me quedará estrecha.
Trace se puso a un lado y volvió a guardar sus pertenencias en el bolso. Se alegró de haberse quedado con el permiso de conducir. Cuando se descubriera el pastel, como sin duda ocurriría, quería saber cómo identificarla. Teniendo en cuenta sus conocimientos de informática y sus contactos en la administración y el Ejército, seguir su pista sería pan comido.
–¿Ha acabado?
Ella se alisó el pelo y asintió.
–¿Ahora puedo ver a mi padre?
Trace estaba tan enfadado que no contestó. Le devolvió el bolso, la agarró del brazo y tiró de ella hacia la puerta.
Su instinto le decía que las cosas acababan de complicársele a lo grande. Y todo por culpa de Priscilla Patterson.
2
Priss entró en el ascensor privado como si tuviera todo el derecho a estar allí, como si su corazón no latiera con fuerza contra sus costillas, como si no tuviera los nervios a flor de piel. Le había costado un enorme esfuerzo conservar la calma. Había imaginado y descartado muchas posibilidades, pero no se le había ocurrido pensar que al llegar fuera a manosearla un hombre como aquel, un hombre tan poco parecido a los demás miembros de la organización. Él guardó silencio mientras subían en el ascensor, pero Priss lo sorprendió dos veces mirando su blusa. Sintió como si su mirada la traspasara. Y sabía lo que estaba mirando. Sin la venda, sus pechos llamaban mucho la atención. Los dichosos botones se abrían y la tela se tensaba.
–¿Se divierte? –preguntó con sarcasmo.
Él la miró más intensamente. Se quedó allí, con las manos unidas detrás de la espalda, relajado e impasible como si aquello no fuera con él.
–Se le ve la silueta de los pezones.
Ella tuvo que hacer un esfuerzo por sofocar su furia.
–Váyase al infierno.
–¿Qué talla de copa usa? ¿La C? Puede que incluso la D.
Dios, no quería estar allí a solas con él, encerrada en un espacio tan pequeño con su olor invadiéndole los pulmones.
–Eso no es asunto suyo.
Él levantó una mano y, sin tocarla, hizo como que cubría su pecho derecho. Arrugó un poco el gesto mientras fingía sopesarlo.
–Yo diría que una C de las grandes.
Priss comenzó a notar un suave temblor que empezaba en su cuello y se extendía por su columna vertebral. Tenía que conservar la calma para enfrentarse a Murray Coburn, pero por alguna razón aquel hombre se había propuesto sacarla de sus casillas.
–He dicho que se vaya al infierno.
Él dibujó una sonrisa.
¡Y qué sonrisa! Priss no podía negar que era increíblemente