A merced de la ira - Un acuerdo perfecto. Lori Foster
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–No –tenía que hacer algo para distraerlo–. No recuerdo cómo se llama.
–Nadie le ha dicho mi nombre.
–¿Es un secreto, entonces? –intentó hundir los hombros para que se le notaran menos los pechos–. Qué raro.
–Eso no va a servirle de nada –comentó él, refiriéndose a su postura–. Y si de verdad le interesa –le tendió la mano–, soy Trace Miller.
Ella no quiso volver a tocarlo.
–¿Es su verdadero nombre o un alias?
Trace apartó la mano con una sonrisa.
–¿Usted qué cree?
–Creo que me ha quitado el permiso de conducir.
Se quedó quieto un segundo y Priss experimentó un instante de satisfacción. Levantó las manos y canturreó:
–Yo lo sé todo, lo veo todo –luego esbozó una sonrisa desdeñosa–. Y, además, robar no es lo suyo.
El ascensor se detuvo y las puertas se abrieron con un suave siseo. Trace la agarró del codo para que no saliera aún. Se inclinó hacia ella y le susurró:
–La verdad es que robar se me da de maravilla, lo que significa que, si piensa lo contrario, es que tiene mucha experiencia en ese asunto. Así que me pregunto qué hace aquí una mujer tan hábil, haciéndose pasar por la hija de uno de los empresarios más temidos y poderosos de esta zona.
Mierda. No debería haberle provocado. Era bueno, y naturalmente él lo sabía, el muy egocéntrico. Cuando intentó desasirse, la sujetó fácilmente. En ese momento, oyó otra vez:
–Vaya, vaya, ¿qué coño es esto?
Priss levantó la vista y vio a una mujer. Luego tuvo que levantar más aún la vista. Santo cielo, una amazona. Una auténtica amazona al acecho, desdeñosa y feroz, vestida de diseño de la cabeza a los pies.
Priss puso una cara dulce e inocente y respondió:
–Hola, he venido a ver a Murray Coburn.
De pronto, Trace se puso delante de ella. Priss entendió por qué cuando la amazona intentó acercarse sin duda con intención de apabullarla físicamente. Caramba. Priss se parapetó tras él e intentó ver qué ocurría. Trace movió los hombros y se quedó quieto otra vez sin hacer ningún ruido. La amazona tuvo que dar varios pasos atrás. Respiraba agitadamente y parecía furiosa.
Sí, era bueno. Realmente bueno. Priss odiaba reconocerlo, pero estaba impresionada.
–Vamos, vamos, Hell –dijo él en tono encantador–, esconde tus garras. Murray quiere verla.
La amazona soltó una especie de siseo, como una serpiente venenosa.
–¿Ha dicho si quería verla de una pieza?
Priss se tensó. ¿Aquella mujer quería atacarla así, por las buenas?
–No, no lo ha dicho, pero hasta que me diga lo contrario así va a seguir ella.
–Maldito seas, Trace –siseó ella, furiosa.
Él no se inmutó, y Priss tuvo que reconocer que era un parapeto de primera clase.
¿De veras la había defendido solo porque ese era su trabajo? Priss no lo creía. Al ponerse de puntillas para mirar por encima de su hombro, notó que era duro como una roca. Uf. Apretó sus músculos un poco, fascinada a su pesar.
¿Cuándo había sido la última vez que se había interesado por un hombre? Sin contar a Murray, claro.
La amazona esbozó lentamente una sonrisa cargada de desprecio.
–Uno de estos días, Trace, antes de lo que piensas, tú y yo saldaremos cuentas. Cuenta con ello –giró sobre sus altísimos tacones y se alejó contoneándose.
–¿Una amiga suya? –preguntó Priss.
Trace se volvió tan bruscamente que tuvo que dar un salto para apartarse de él.
–No parece muy contento –comentó Priss. Y se quedaba muy corta–. Era solo una pregunta.
Él la miró conteniendo su cólera.
–No provoques a esa mujer bajo ninguna circunstancia. ¿Entendido? –le dijo tuteándola.
Intrigada por su advertencia, Priss intentó mirar más allá de él, hacia el lugar por el que había desaparecido la mujer. Trace no se lo permitió. La agarró bruscamente de la cara con su mano grande y dura.
–Te cortará el cuello sin dejar de sonreír. Y aquí nadie se lo impedirá. ¿Entendido?
–Eh… –le costó hablar mientras él le apretaba las mejillas, pero se sintió obligada a decir, tuteándolo también–: Se lo has impedido.
–Esta vez –se inclinó como si fuera a besarla, pero la miró con dureza–. Pero no siempre estaré cerca.
–Tomo nota. Ya puedes dejar de estrujarme la cara.
Trace la soltó y ella movió la mandíbula.
–Capullo. Me salen moretones enseguida.
Él la agarró del codo y tiró de ella hacia delante.
Estaban rodeados de lujo. Cuadros auténticos en las paredes. Techos de cuatro metros de alto. Suelos de mármol pulido. Y ventanas con cristales tintados por todas partes.
Al ver que se rezagaba intentando fijarse en todo, Trace la llevó a rastras.
–Por aquí.
–Así que mi querido papaíto es rico, ¿eh?
–Más te vale pensar en lo poderoso que es, no en su posición económica.
–Conque tiene influencias, ¿eh?
Trace no pareció sorprendido al ver que dejaba de fingirse cándida e inocente.
–Más de las que crees o no estarías aquí.
Pasaron por delante de una mesa en la que una joven mantenía la cabeza gacha y los hombros hundidos. Trace se dirigió a ella con voz suave, como si hablara con una niña:
–Nos está esperando, cielo. Dile que estamos aquí.
–Sí, señor –utilizando un interfono, anunció–: Señor Coburn, el señor Miller está aquí con una señorita.
–Dígale a esa señorita que pase. Y a Trace también. Quiero que esté presente.
Priss intentó echar a andar, pero él se quedó parado y ella tuvo que detenerse.
–¿Y bien? –le dio un empujón