El padre de su hija. Sandra Field
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–Ni en broma.
–No me está usted entendiendo –dijo él, haciendo un claro esfuerzo por hablar con normalidad–. No estoy tratando de raptarla ni hacerle ningún daño, nada más lejos de mi imaginación. Pero tengo que hablarle y estamos empapándonos los dos. Tome, le doy las llaves de mi coche, y así puede estar segura de que no iremos a ninguna parte
Buscó en el bolsillo de sus pantalones de pana y sacó un llavero que le dio. Marnie lo agarró automáticamente, aunque puso especial cuidado en no tocarlo. Las llaves desprendían el calor de su cuerpo.
–Prefiero mojarme, muchas gracias –dijo ella–. No pienso meterme en el vehículo de un extraño. ¿Quién demonios cree usted que soy?
Por primera vez, algo parecido a una sonrisa relajó las facciones de él.
–Si no fuera porque me siento como si hubiesen hecho desaparecer el suelo en el que piso, pensaría que esto es divertido –dijo–. Soy un ciudadano respetable de Burnham que no ha sido considerado como peligroso ni una sola vez en los últimos quince años. Ni siquiera por los administradores de la universidad, que son capaces de hacer que un santo se sienta asesino. Aunque, ahora que lo pienso, es posible que haya ciertos grupos guerrilleros armados de algún país del Tercer Mundo que estén de acuerdo con usted.
¿Guerrillas? ¿Con armas? ¿Y así era como trataba de ganarse su confianza?
–¿Ciudadano respetable? Hum… –echó una rápida ojeada a la impresionante anchura de sus hombros y al contorno de su pecho–. No desentonaría entre una banda de matones.
–Le aseguro que llevo una vida irreprochable –dijo, mientras sus ojos azules lanzaban un destello de ironía que esta vez fue más intenso.
Marnie, que tenía los pantalones de peto empapados y pegados a sus piernas, añadió:
–Podría tener otro juego de llaves en el otro bolsillo del pantalón.
La sonrisa del hombre se hizo más convincente.
–Por favor –dijo él. Una gota de lluvia descendió por su barbilla. No se había afeitado, detalle que contribuía a acentuar la desconfianza de Marnie.
Dudando de si estaría haciendo una estupidez, Marnie abrió la puerta del copiloto del Cherokee y apretó el botón que abría todas las otras puertas. Un trueno retumbó a lo largo del aparcamiento. Mientras ella le echaba un último vistazo dubitativo, él le gritó:
–¿No le dan miedo las tormentas?
–No, los que me dan miedo son los hombres grandes y enfadados –respondió mientras se introducía en el Cherokee. Después, se metió las llaves en el bolsillo y esperó a que él subiera.
–Pensé que a todas las mujeres les daban miedo las tormentas –dijo él mientras abría la puerta.
–Esa no es más que una vulgar generalización. A mí me encantan las tormentas, los huracanes y los tornados. Cierre la puerta, que está entrando la lluvia.
Él subió al coche, cerró la puerta y se volvió hacia ella, escudriñando sus facciones como si nunca antes hubiese visto una mujer. La sonrisa se había desvanecido, y con voz cargada de emoción dijo:
–¿Cuál es su nombre, de dónde es y qué está haciendo aquí?
–¿Por qué quiere saber todo eso?
Él dudó antes de responder:
–Me recuerda a alguien.
Solo podía haber una razón para que le recordara a alguien. Sintiendo más miedo del que nunca había sentido en toda su vida, se lanzó al vacío y preguntó:
–¿Le recuerdo a una niña de doce años que vive en este pueblo?
El hombre apretó los labios
–Se supone que soy yo el que hace las preguntas. Por Dios bendito, ¡dígame ya quién es usted!
–Mi nombre es Marnie Carstairs. Vivo en Faulkner Beach ochenta y cinco kilómetros al sur por la costa.
Aunque la mirada de él era tan dura como la roca, y era imposible intuir nada de lo que pensaba, Marnie se obligó a aprovechar la situación por segunda vez y preguntó:
–¿Se llama usted Calvin Huntingdon?
–¿Cómo sabe mi nombre? –preguntó con un gruñido.
Marnie se recostó contra el asiento. Aquel hombre había vivido con su hija durante cerca de trece años. Ése era el hombre al que su hija llamaba «padre». Su hija existía y vivía allí en Burnham.
Las lágrimas inundaron sus ojos y Marnie trató de reprimirlas.
–¿Adoptó usted a una niña hace casi trece años? ¿Una niña nacida el veintidós de junio?
Mientras miraba cómo se le endurecían las facciones, Marnie pensó una vez más que aquel hombre tenía un aspecto peligroso.
–¿Cómo ha sabido mi nombre? Los niños son los únicos que tienen acceso a los papeles de adopción, y sólo cuando son adultos.
–¿Qué importa? Fue por casualidad, pura casualidad –respondió ella con voz opaca.
–¿Espera que me crea eso? Venga ya, dígame de qué juego se trata.
A través del dolor y la confusión que la embargaban, Marnie sintió cómo se iba abriendo paso en ella la furia. Se secó las mejillas con la servilleta que había estado estrujando, se enderezó en el asiento y mirándole fijamente le dijo:
–No he venido aquí para que me traten como si estuviera en un juicio.
–Entonces, ¿a qué ha venido usted aquí? –dijo él.
¿Cómo podía responder a esa pregunta si ni ella misma tenía una respuesta? Sus planes no iban más allá de conducir alrededor de la casa de los Huntingdon, y de hacer algunas preguntas inocentes a personas que nunca pudieran relacionarla con una niña que había sido adoptada mucho años antes.
Por fin, Marnie logró dar con la clave que había hecho posible aquel encuentro:
–Se… se parece a mí –tartamudeó–. Mi hija se parece a mí.
Aquel descubrimiento la relajó un poco, y lentamente fue apareciendo una sonrisa en su rostro, una sonrisa reflejo de tal dicha y felicidad, que sus pupilas se hicieron tan transparentes como el mar, y sus suaves y frágiles labios adquirieron la forma de la luna nueva.
–Muy conmovedor –dijo él ásperamente–. ¿Es usted actriz, Marnie Carstairs? ¿O es sólo que ve muchas telenovelas?
Marnie se quedó boquiabierta, y en un arrebato de ira le espetó:
–¿Es así como la trata a ella? ¿A mi hija? ¿Dudando de todo lo que dice? ¿Riéndose de sus emociones?