El padre de su hija. Sandra Field

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El padre de su hija - Sandra Field Bianca

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Nadie, y usted menos que nadie, podrá convencerme nunca de lo contrario.

      –¿Y qué me dice del padre? ¿Dónde está él? ¿O es que lo está reservando para otro día?

      –Él a usted no le importa.

      –¿Está de broma? ¿Por qué se ha presentado usted en Burnham trece años después de los hechos? ¿Qué es lo que quiere? ¿Dinero? ¿Es eso lo que quiere?

      Sorprendiéndose a sí misma, Marnie comenzó a reírse, una risa amarga, pero risa al fin y al cabo.

      –Sí, claro, busco su dinero. Déme un millón de dólares o de lo contrario me plantaré frente a su casa y organizaré un escándalo –el tono de su voz se elevó–. ¿Cómo se atreve? No sabe nada de mí y se atreve a acusarme…

      –Sé que renunció a su hija hace casi trece años. Creo que sé bastante sobre usted, señora Carstairs.

      –Mi madre me engañó. Me hizo creer que iba a casarme con mi primo Randall y que los tres viviríamos juntos. Randall, el bebé y yo. Oh, Dios mío, es una historia tan larga, y yo fui tan estúpida al confiar en ella, pero…

      –Estoy segura de que es una larga historia, al fin y al cabo ha tenido mucho tiempo para inventarla, ¿no es cierto? Pero aunque parezca extraño, no quiero oírla. Simplemente conteste a una pregunta: ¿por qué ha venido hoy aquí?

      –¿Sabe una cosa? No me gusta usted, Calvin Huntingdon –dijo Marnie provocativa, con las mejillas encendidas y respirando con fuerza.

      –No tengo por qué gustarle, y prefiero que me llames Cal.

      –Oh, bien. Así que ahora nos tuteamos. ¿No es algo encantador?

      –Te diré una cosa, estoy empezando a comprender de dónde ha sacado mi hija su carácter, y su pelo pelirrojo.

      –Mi pelo no es pelirrojo –saltó Marnie de forma infantil–. Es color caoba, que es muy diferente.

      Sintiendo cómo la tormenta de sentimientos que la embargaban el pecho luchaba por salir, le dirigió una mirada inquisitiva.

      –Y usted se ha ido de la lengua, ¿no es cierto, señor Huntingdon? Porque no tenía usted intención de contarme nada en absoluto.

      –Es verdad, no pensaba decirte nada –dijo él–. Pero hay algo en ti… No hay duda de que sabes cómo sacarme de quicio. Y voy a decirte algo más que acabo de descubrir. Mi hija va a ser muy hermosa, extraordinariamente hermosa.

      No era fácil dejar a Marnie sin palabras. Al fin y a cabo, trabajaba como bibliotecaria en un instituto de enseñanza secundaria, y la dialéctica era parte de su estrategia para mantener a los estudiantes a raya. Pero en aquel momento no se le ocurrió nada que decir. Para su desesperación, sintió que enrojecía hasta la punta del pelo, y que el piropo, porque obviamente aquello era un piropo, le había gustado y había llegado a tocarle aquella fibra sensible a la que jamás permitía que llegaran los hombres.

      Cal golpeó el volante con el puño:

      –No puedo creer lo que acabo de decir.

      Recobrando el habla, Marnie dijo:

      –Tu esposa estaría impresionada –y trató de no pensar ni en su mujer ni en su perfil, que era tan atractivo como el resto de él. Su nariz tenía un pequeño caballete, y su barbilla podría calificarse de arrogante, muy masculina e incluso sexy.

      «¿Sexy?, ¿la mandíbula de un hombre? ¿Qué le estaba pasando? Un hombre casado, además, que para colmo resultaba ser el padre de su hija».

      La mandíbula que estaba admirando tembló ligeramente.

      –Dejemos a mi esposa fuera de esto, y volvamos a lo importante. ¿Por qué estás aquí? ¿Qué quieres de mí?

      –Oh, lo que yo quiero es algo que no voy a conseguir –dijo Marnie suavemente.

      –¿Qué es lo que quieres?

      –Compasión, Cal, simple compasión, eso es todo.

      Comprobó que le había pillado desprevenido. No conocía a Cal Huntingdon muy bien, pero estaba segura de que no era fácil que nadie le sorprendiera, y una mujer menos que nadie. Tan sólo respondió:

      –La compasión hay que ganarla.

      –Entonces te diré por qué estoy aquí. Quería ver la casa en la que vivía mi hija. Esperaba poder hacer algunas preguntas a los vecinos sobre ti y tu esposa, para saber cómo erais, para comprobar… –involuntariamente su voz tembló– si mi hija es feliz.

      –¿Y eso es todo?

      Marnie le odió por dudar abiertamente de ella.

      –¿De verdad crees que me iba a presentar en tu casa sin avisar? –dijo, y añadió con sorna–. Oh, hola, resulta que soy la madre biológica de vuestra hija, que pasaba por aquí, y se me ha ocurrido venir a saludar. Por Dios, ¡ni siquiera sé si sabe que es adoptada! ¿Qué clase de mujer te crees que soy?

      –Tendría que tener el cerebro de Einstein para poder contestar a esa pregunta.

      –¿Lo sabe ella? ¿Sabe que es adoptada? –susurró Marnie, retorciéndose las manos dolorosamente en el regazo.

      –Mírame –Marnie levantó la cabeza y pudo ver algo que tal vez podía calificarse de compasión. Había en su voz un tono nuevo para ella, y dijo suavemente–. Sí, sabe que es adoptada. En ese aspecto fuimos sinceros con ella desde el principio, pensamos que sería lo mejor.

      Marnie contuvo el llanto.

      –¿Te das cuenta de lo que eso significa? –dijo– Significa que al menos sabe que existo.

      –Tú y su padre biológico.

      Dos lágrimas cayeron sobre sus dedos, pero decidiendo ignorarlas Marnie dijo con serenidad:

      –Así es.

      –Hay algo que no me has preguntado –dijo él.

      –¿Es feliz?

      –No me refería a eso. No me has preguntado su nombre. El nombre que dimos a nuestra hija.

      Las lágrimas inundaron sus párpados. No se había atrevido a preguntarlo.

      –¿Cuál es su nombre, Cal?

      –Katrina. Katrina Elizabeth. Pero la llamamos Kit.

      Aquello fue demasiado para Marnie. De pronto, sintió la irreprimible necesidad de estar sola. Con los ojos cuajados de lágrimas, y la respiración entrecortada buscó el cierre de la puerta. Cal la sujetó por el hombro, pero ella se zafó enérgicamente:

      –Suéltame. Ya no aguanto más.

      Entonces, la puerta se abrió y se encontró en la acera. Cerró bruscamente la puerta del Cherokee, se precipitó en busca de su vehículo, se introdujo en el asiento del conductor y bloqueó instintivamente las dos únicas puertas. Al fin, se sentía a salvo, y sólo entonces

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