El padre de su hija. Sandra Field

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El padre de su hija - Sandra Field Bianca

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confusa, Marnie se percató de que hacía rato que alguien golpeaba en el cristal de la ventanilla del coche. Alzó la vista, tratando de mirar a través de las lágrimas. La lluvia había amainado, y caía suavemente sobre el parabrisas. Cal golpeaba el cristal con los nudillos. Estaba empapado. Debía haber estado allí todo el tiempo, viendo cómo ella se desahogaba, invadiendo su intimidad.

      Bajo un poco el cristal de la ventanilla y dijo:

      –No voy a plantarme en la puerta de tu casa, y una vez que llene el depósito de gasolina, volveré a mi ciudad. Adiós, señor Huntingdon.

      –Oh, no –dijo él suavemente–. No es tan fácil. Antes de que te vayas a ninguna parte quiero que jures que no tratarás de ponerte en contacto con Kit.

      –¡No se me ocurriría ser tan irresponsable!

      –Júralo, Marnie.

      Si las miradas mataran, él la habría fulminado en el asiento. Quitándose el pelo de la cara, Marnie afirmó.

      –No haré nada que pueda perjudicar a mi hija. Tendrás que contentarte con esto, porque es todo lo que vas a obtener de mí.

      Hizo girar la llave de contacto, y por una vez, su coche arrancó a la primera. Pero cuando trataba de alcanzar el cinturón de seguridad, Cal metió la mano por la ventana, levantó el seguro, abrió la puerta del coche, y le dijo:

      –Todavía no hemos terminado. Como padre de Kit, yo tengo la última palabra. Dices que vas a ir a echar gasolina al coche. ¿Crees que en la gasolinera no se van a dar cuenta de tu parecido con Kit Huntingdon? Eres una bomba de relojería, y quiero que prometas que vas a salir de Burnham ahora mismo y que no volverás, ¿me oyes?

      El tono de su voz había ido ascendiendo. Aunque no la asustaban los hombres grandes y enfadados, no quería que Cal Huntingdon se diera cuenta de que estaba temblando hasta la punta de sus pies empapados.

      –De acuerdo, echaré gasolina fuera del pueblo. Ahora por favor, ¿puedes cerrar la puerta y dejar que me vaya antes de que nadie me vea? Lo último que deberías hacer es retenerme. ¿Y si se acerca un amigo tuyo?

      Cal, con la mandíbula apretada, añadió:

      –La próxima vez que se me ocurra venir al supermercado a comprar leche en domingo, me lo pensaré dos veces. Recuerda lo que te he dicho, Marnie Carstairs: Vete de Burnham y no vuelvas. Y no se te ocurra tratar de ponerte en contacto con Kit.

      Dicho esto le cerró la puerta en las narices. Ella metió primera, puso en marcha los limpiaparabrisas y se alejó de allí sin volver la cabeza. A la salida del aparcamiento giró a la derecha. Ese camino la llevaba fuera del pueblo, lejos de la gasolinera local y de la calle Moseley. Lejos de su hija, Katrina Elizabeth Huntingdon, conocida como Kit, y lejos de Cal y Jennifer Huntingdon, la pareja que hacía casi trece años la habían adoptado.

      Sólo una mujer con un carácter extraordinariamente fuerte podría vivir con Cal. ¿Cómo sería Jennifer Huntingdon? ¿Sería una buena madre? ¿Sería guapa? Le extrañaría que Cal se hubiese casado con alguien que no lo fuera. Sin embargo, le había dicho a ella que era guapa… ¿por qué habría hecho eso?

      A una milla del pueblo, después de dejar atrás la iglesia baptista y las tiendas de souvenirs, Marnie se metió en un área de servicio. Era la una y media, no había almorzado, y su helado había terminado en el parabrisas del Cherokee de Cal en lugar de en su estómago. Se compraría un sándwich, y trataría de poner en orden sus ideas.

      Se fue con su sándwich a un lugar cerca de la autopista en el que había unas pequeñas mesas y bancos de piedra desde los que se veía el mar, escogiendo la mesa más alejada para poder estar sola. La lluvia había parado, pero el banco en el que se sentó estaba húmedo. Comenzó a comer. Cal no debería haber tratado de controlar su vida. Nunca le había gustado que le dijeran qué era lo que tenía que hacer. A su madre, Charlotte Carstairs, le gustaba mucho mandar y era poco cariñosa, y Marnie estaba segura de que su propia hija era en parte el resultado de un acto de rebeldía.

      De pronto, Marnie recordó que había una pregunta a la que Cal no había respondido. Una pregunta muy importante. La más importante de todas: ¿era Kit feliz?

      La había eludido diciéndole el nombre de Kit, lo que había hecho que Marnie estallara en lágrimas y se olvidara de volver a preguntarlo. ¿Había sido algo casual o premeditado? ¿Tendría algún oscuro motivo oculto e inconfesable?

      Marnie volvió a reconstruir la imagen de Cal en su mente. Inconscientemente, y en medio del torbellino de emociones que había sentido en el aparcamiento, se dio cuenta de que desde el principio había estado tratando de encontrar una palabra que lo definiera. Se le habían ocurrido: «arrogante, sexy y masculino», y sin duda todas ellas eran acertadas. «Peligroso» era otra palabra que podía describirle. Pero había algo más que no acababa de concretar y que la hacía sentirse incómoda. Representaba para ella una enorme amenaza. ¿Era por su fuerza de voluntad? Sin duda la tenía. Había odiado que ella lo desafiara. Pero dejando a un lado la voluntad, ¿qué quedaba?: Poder. Eso era. Un hombre que irradiaba poder. Su cuerpo, su voz, sus actos… todo ello estaba imbuido de la energía inconsciente de un hombre acostumbrado a ejercer poder.

      A Charlotte Carstairs le había fascinado toda su vida el poder. Marnie había tenido que hacer un enorme y continuado esfuerzo para evitar que ese poder arruinara su vida, convirtiéndola en una persona tan amargada y distante como su madre.

      Marnie terminó el sándwich, vació la botella de jugo de manzana que había comprado para acompañarlo y volvió a meterse en el coche. Revolvió en su mochila, buscó el pañuelo que tenía junto a su impermeable y se lo enrolló a modo de turbante en la cabeza, teniendo cuidado de cubrir todo su pelo. Sacó las gafas de sol y se puso una abundante capa de carmín en los labios. Se miró satisfecha en el espejo. No se parecía en nada a la mujer que había comprado un helado bajo la lluvia. Entonces, salió a la autopista y se encaminó de vuelta hacia Burnham. Aquella vez sí tenía un plan.

      Condujo lentamente a través del pueblo, atenta por si veía un Cherokee verde oscuro. En la gasolinera, se acercó al surtidor y pidió que le llenaran el depósito, mientras preguntaba con tono despreocupado.

      –Estoy buscando a Cal Huntingdon. ¿Me podría decir dónde vive?

      –Desde luego. Siga hasta la bifurcación de la carretera y tome a la izquierda, la calle Moseley. Su casa está aproximadamente a un kilómetro de la bifurcación. Es un gran bungalow de madera de cedro situado sobre una cala. Un sitio bonito. ¿Quiere que le revise el aceite, señorita?

      –No gracias, está bien –mientras miraba girar los números en el surtidor, dijo–. Lo conocí en la universidad, pero hace tiempo que no se nada de él.

      –Sí, una lástima lo de su esposa, ¿no es cierto?

      Los dedos de Marnie se cerraron sobre la tarjeta de crédito.

      –No sabía nada, ¿ha ocurrido algo malo?

      –Bueno, ella murió hace dos años. Cáncer. Fue muy rápido, lo que tal vez fue una suerte para ella.

      –Oh, cuánto lo siento, no lo sabía –dijo Marnie.

      –Fue muy duro para la niña, y para Cal, por supuesto. Son veinticinco dólares justos, señorita.

      Sintiéndose avergonzada por su comportamiento, Marnie firmó el ticket y dijo:

      –Creo

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