Historia nacional de la infamia. Pablo Piccato

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Historia nacional de la infamia - Pablo Piccato

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opinión pública enfrentaban la ley escrita para promulgar su interpretación moral de la violencia, estaban protegiendo el mismo orden masculino que excluía a las mujeres de cualquier rol prominente en el sistema penal. Los casos de mujeres acusadas ante el jurado podían ser fascinantes, pero no eran un capítulo en una tendencia inequívoca hacia la igualdad de género.

      Las mujeres eran primordiales en el público creado por los jurados. Excélsior mencionó que el público del juicio de María del Pilar y la multitud afuera de Belem se parecía muy poco al típico grupo de espectadores de los jurados: esta vez, las mujeres superaban en número a los hombres en la sala, donde había un gran número de personas de clase media y muchas “bellas y elegantes mujeres”.92 Estas “señoras y señoritas de la mejor sociedad” le traían flores a María del Pilar, escuchaban cada una de sus palabras, lloraban con ella, la visitaban y la abrazaban en la escuela correccional, e incluso ofrecían sus casas como cárceles sustitutas.93 El Heraldo justificó su minuciosa cobertura del caso argumentando que “La mujer mexicana nos interesa, ya sea madre, hija, esposa o hermana.”94 Esta presencia femenina en los juicios por jurado también se dio en otros casos famosos. Al escribir para El Universal acerca del público del juicio de Luis Romero Carrasco en 1929, José Pérez Moreno describió una masa ansiosa cuya “curiosidad había llegado a ser paroxística”. Mujeres mayores apuntaban sus binoculares hacia los abogados, un hombre elegante batallaba para conseguir un buen lugar y “muchas mujeres” aportaban color, ya que sus prendas creaban “manchas lila o rosa o rojas escarlata” en la sala. Pérez Moreno comparaba la escena en la sala del juzgado con la de un “salón de espectáculos”.95 Incluso los casos en los que a los hombres se les acusaba de matar a sus esposas ofrecían una oportunidad para expresar sentimientos normativamente femeninos: en 1928, el oficial del ejército Alfonso Francisco Nagore le disparó a su bella esposa y su lascivo jefe y fotógrafo. Durante el juicio, y contraviniendo el consejo de su abogado defensor, Nagore lloró abierta y largamente, como lo hacían muchas mujeres en el público.96 Es posible que a las espectadoras les hayan atraído estos juicios por algo más que las historias sórdidas, la oratoria artística o el melodrama. En las salas de los juzgados también reivindicaban su alfabetismo criminal y participaban en debates acerca del lugar y los derechos de las mujeres en la sociedad posrevolucionaria.

      A los críticos les preocupaba la capacidad de estos juicios para socavar las jerarquías de género: además de los casos de Moheno, veían otros juicios famosos de los años veinte que involucraban a mujeres como un síntoma de la decadencia de la institución. Algo acerca de las presencia de las mujeres en los juzgados parecía estar cambiando de manera amenazante, empezando por la presentación de las sospechosas ante los jurados. El pasado reciente ofrecía un ejemplo opuesto del orden. En varios casos famosos durante el porfiriato, los abogados describieron a algunas de las asesinas como simples “harapos de las sociedades” que merecían piedad debido a su ignorancia, aun si también representaban los peores atributos de su sexo. Era el caso de María Villa, una prostituta que fue declarada culpable de matar a otra mujer por celos; su propio abogado la llamó “pantera terrible, que no cuentas con los recursos del claustro craneano”. Estas percepciones de las mujeres infractoras, basadas en la criminología positivista, estaban perdiendo vigencia ante nuevas actitudes.97 Para los años veinte, las mujeres que mataban parecían más complicadas e interesantes, incluso cuando los jurados las declaraban culpables. Los periódicos publicaban retratos de las sospechosas y la gente quería verlas en persona en sus juicios. Los abogados defensores le pedían a los jueces que los soldados que las custodiaban se apartaran para evitar bloquear la vista del público. Con su uso de la violencia, María del Pilar ofreció un ejemplo a seguir. Eso sugirió El Universal cuando en Torreón una niña de 13 años le disparó a un soldado que estaba acosando a su madre. Ahora los hombres se sentían en peligro por las reacciones populares instigadas por las mujeres: los amigos de Tejeda Llorca recibían amenazas anónimas y se rehusaban a asistir a las audiencias del juicio debido a que temían por su propia seguridad. Las historias personales de otras sospechosas, no sólo el hecho de que fueran mujeres, se volvió relevante para entender su necesidad de utilizar la violencia en contra de los hombres. Fue el caso de María Teresa de Landa, la primera “Miss Mexico”, quien en 1929 mató a su esposo bígamo, el general Moisés Vidal, y quien fue absuelta gracias a la defensa que de ella hizo Federico Sodi. Otro caso similar fue el de María Teresa Morfín, de 16 años, quien mató a su esposo cuando le anunció que la iba a dejar y fue absuelta en 1927. Para los críticos, su caso ilustraba perfectamente las consecuencias negativas de la laxitud de los jurados: tras su liberación, Morfín se volvió bailarina de cabaret y fue asesinada después en Ciudad Juárez.98

      La experiencia de María del Pilar demostró que las mujeres, incluso las mujeres muy jóvenes como ella, ahora podían ser admiradas cuando hacían uso de la violencia. Ella, sostenía Moheno, había cometido un crimen pasional. Su comportamiento se comparaba con el de “fuertes varones dignos de reverencia”.99 Se solía aceptar que los autores de crímenes pasionales, por lo regular varones, no eran auténticos criminales —al menos no en términos de las clasificaciones somáticas y la causalidad hereditaria de la criminología positivista—, porque cometían crímenes inspirados en emociones exaltadas y ponían el honor por encima de la ley. Moheno apeló a la identificación “íntima” de los varones del jurado con la sospechosa. Les pidió que imaginaran el cadáver de su propio padre y los invitó a empatizar con el “desorden tempestuoso de todos sus sentimientos de ternura, de desesperanza y de indignada cólera”. En esas circunstancias, hacer justicia por propia mano merecía el elogio de todos.100 Las mujeres también tenían derecho a matar en casos de explotación o deshonra. Las respuestas de los varones del público al predicamento de María del Pilar se hacían eco de estos sentimientos: Federico Díaz González, por ejemplo, declaró su “respeto y veneración” por ella, que no tenía otra opción más que “hacerse justicia por sus propias manos” y cumplir con el “deber de hija amorosa”.101 Otros hombres enfatizaban la importancia de su edad y de su deber filial, y la valentía de poner su amor de “hija modelo” por encima de la ley. Algunos ofrecieron su ayuda para completar la tan viril acción: Adolfo Issasi estaba dispuesto a aportar 40 mil pesos para cubrir la fianza de la muchacha y otros ofrecieron sus propios cuerpos para tomar su lugar en la escuela correccional o en la colonia penal de las islas Marías en caso de ser necesario. Para estos hombres, María del Pilar había adquirido atributos masculinos que resultaban aún más admirables debido a su sexo: una “recia personalidad” y una “viril actitud”. Después de todo, argumentaba con cierta ironía un grupo de “obreros honrados”, había conseguido lo que ni los hombres ni las instituciones revolucionarias podían hacer: había castigado a un político.102

      Este entusiasmo por las mujeres que realizaban acciones masculinas coexistía con los puntos de vista que enfatizaban roles más convencionales. María del Pilar era la encarnación de la feminidad: otras mujeres habían matado a hombres que vivían con ellas, pero ella venía de “las alturas de su lecho virginal de niña mimada” como “una virgen fuerte y justiciera” en un cuerpo pequeño.103 Tejeda Llorca ofrecía un contraste adecuado: era musculoso, adinerado e intocable, y amenazaba la pureza de la acusada. Incluso los abogados defensores de la acusada desempeñaron el papel de protectores caballerescos de mujeres indefensas. La reputación de Moheno, después de todo, se basaba en un récord perfecto en la defensa de mujeres asesinas.104 La lección moral del melodrama era tan fuerte como el grado en el que sus personajes resultaban emblemáticos de los roles de género.

      Por lo tanto, no debe sorprender encontrarse con respuestas negativas a la acción criminal de las mujeres en los mismos lugares y a veces por parte de los mismos actores que habían elogiado la actuación de María del Pilar. En múltiples casos en los que los hombres asesinaban a mujeres por cuestiones de celos, los abogados justificaban el homicidio como una reacción natural en contra de la libertad que las mujeres estaban obteniendo. En un discurso de 1925 en defensa de un diputado que había matado a otro miembro del Congreso que lo había acusado de ser de “sexo dudoso”, el también diputado agrarista Antonio Díaz Soto y Gama sostuvo que el asesinato era una obligación en

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