Historia nacional de la infamia. Pablo Piccato

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Historia nacional de la infamia - Pablo Piccato

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acusaciones y chismes, como en un caso que involucraba a dos esposas de una víctima de asesinato, en el que cada una cuestionaba la moralidad de la otra, u otro entre dos hombres implicados en un duelo que se resistían a admitir que la causa de la disputa era la esposa de alguien más. Los sospechosos podían, por lo demás, intervenir en las discusiones e, incluso durante el interrogatorio del fiscal, daban sus propias explicaciones y emitían sus críticas de las pruebas presentadas en su contra. Los miembros del jurado también podían hacer preguntas recurriendo al juez o, como sucedió en el caso contra Rush, hacer comentarios acerca de la precisión de la traducción de su declaración.64 Los testigos también tenían un papel activo en el proceso, más allá de sus declaraciones. Este rubro incluía todo tipo de personas intrigantes, desde un enfermo mental traído del psiquiátrico hasta un famoso detective; podían dormirse mientras esperaban su turno o permanecer involucrados activamente como parte del público.65

      La más disonante de estas voces era, por supuesto, la del sospechoso. Algunos de ellos tenían una presencia tan imponente que se volvieron una suerte de celebridad. Ciertas mujeres que fueron absueltas gracias al trabajo de Federico Sodi terminaron, como él mismo temía, siendo víctimas de su propia fama repentina, pero otras adquirieron reputaciones duraderas.66 El público venía a los juzgados a ver de cerca a estos personajes fascinantes. Un español acusado de asesinato, por ejemplo, atrajo la curiosidad de todo el mundo porque su apariencia no concordaba con ninguno de los estereotipos del criminal que ofrecía la ciencia. En el famoso caso del Desierto de los Leones, la imagen de una mujer de negro, cubierta por un velo, sentada junto al cráneo del hombre al que ayudó a matar y enterrar, superaba cualquier película en términos de la puesta en escena.67 Los sospechosos manipulaban al jurado, según Sodi: “Procuran hacerse simpáticos al tribunal; buscan la manera de hacer reír a sus jueces, o bien, los conmueven con relaciones sentimentales y con infortunios fingidos”; las sospechosas alquilaban niños “para poder conmover, por medio de una maternidad fingida, al sencillo y cándido jurado”. Algunos también escondían la supuesta prueba anatómica de su propensión criminal, como las orejas grandes, los brazos largos, la piel oscura o la barba rala —como buen positivista, Sodi consideraba que estos rasgos eran pruebas objetivas de tendencias criminales.68

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      FIGURA 1. Boletos para el jurado. Excélsior, 29 de abril de 1928, p. 6. “ELLA: Bueno, si no hay teatros, llévame esta tarde al jurado. / ÉL: No pude conseguir entradas, mujer… / ELLA: ¡Caramba!… ¿Pues dónde nos vamos a divertir?”

      La puesta en escena era muy apreciada por las multitudes que asistían a los juicios por jurado. El juzgado distribuía un número limitado de boletos gratuitos, los cuales, para los casos famosos, se vendían afuera del Palacio de Justicia. La presencia física de los espectadores en la sala era perceptible; a medida que la temperatura se elevaba, los olores a sudor, alimentos, humo de cigarro y flashes podía ser sofocante. La gente chiflaba, abucheaba, lloraba, aplaudía y, en algunos casos, según Sodi, coreaba: “‘¡Absolución!’ Como las ‘porras’ de un partido de futbol.”69 Al menos en uno de los casos, examinado a continuación, los miembros del público atacaron físicamente a los sospechosos. Los que no podían entrar a la sala tenían que ser retenidos afuera por soldados, pero estos espectadores potenciales aún podían expresar su opinión desde la calle. A los abogados y los periodistas les gustaba comparar estas multitudes con los públicos que se encontraban en los teatros, en los cines baratos, los mercados callejeros o los cabarets.

      En 1907, el escritor Federico Gamboa solía asistir por la mañana a los juicios por jurado para escuchar a los oradores más prometedores, antes de disfrutar de un almuerzo en el Country Club. La diversidad de públicos lo fascinaba. Gente de todos los ámbitos podía conseguir boletos y hacer sentir su presencia: desde mujeres de clase alta, burócratas de elevado rango, diplomáticos extranjeros y otra “gente decente” hasta “hampones” y todo tipo de chusma de los barrios que rodeaban la cárcel de Belem, donde estaban los juzgados de la Ciudad de México.70 Para la sensual y aburrida mujer de la caricatura de Cabral que se muestra en la figura 1, el jurado era una distracción necesaria cuando no había obras de teatro disponibles; estaba molesta porque su marido no había podido conseguirle boletos.

      Para los años veinte del siglo pasado, los juicios por jurado ya tenían sus propios reporteros especializados, quienes generaron una innovadora cobertura fotográfica y narrativa. Las crónicas exhibían la intensidad dramática del escenario, la personalidad de los actores y la secuencia de los hechos, desde la escena del crimen hasta los discursos finales en la sala.71 La figura 2 captura los elementos más llamativos del caso de María del Pilar Moreno: su pequeña aunque circunspecta silueta, el apoyo de su madre, las multitudes en la calle, los rostros de los miembros del jurado, una reconstrucción del momento del disparo y los escritorios del juez, los abogados y los periodistas en la sala.72

      El hecho de que los juicios por jurado fuesen un espectáculo no significa que fuesen frívolos. Las mujeres, como veremos en la próxima sección, exploraban los límites del ejercicio femenino de la violencia en defensa de la dignidad. Algunos casos se convirtieron en laboratorios vivos de la justicia y escuelas para construir el alfabetismo criminal. Los cronistas de un caso famoso en 1906 destacaron que ciertos miembros del público, entre ellos algunos estudiantes de derecho, opinaban sobre asuntos de jurisprudencia. Gamboa seguía yendo a los juicios para reunir material para sus novelas, aun si condenaba al jurado como una “imbecilidad democrática”.73 Los criminólogos observaban una variedad de personajes y situaciones criminales en un escenario que, como la cárcel, estaba inherentemente conectado con el “mundo del crimen”. Roumagnac recomendaba que aquellos que estudiasen la ciencia de la vigilancia policial asistieran a las sesiones del jurado; entre el “público que asiste a ellas […] será muy raro que no se hallen individuos del hampa y muy especialmente reincidentes”.74 El propio Roumagnac entrevistó a algunos presos, que le dijeron que asistían a los juicios no sólo para pasar el tiempo, sino también para aprender técnicas delictivas y estratagemas para evadir a los detectives. La radio, un medio que emergió a mediados de los años veinte, contribuyó a expandir el alcance de estas lecciones. Las ramificaciones políticas de los juicios por jurado, como veremos en la siguiente sección, también fueron multiplicadas por los medios y sus públicos.75

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      FIGURA 2. La exoneración de María del Pilar Moreno. Excelsior, 29 de abril de 1924, sec. 2, p. 1.

      El caso de María del Pilar Moreno resulta útil para entender cómo las prácticas y las discusiones relacionadas con el jurado criminal llegaron a producir narraciones perdurables. Su historia se volvió un poderoso foco de interés público en todo el país porque incorporaba varias tramas, tanto políticas como privadas. Como “tema de actualidad”, los detalles del caso circularon por todo el país de boca en boca durante varios meses. Lectores de periódicos, jueces, abogados, sospechosos, estudiantes, mujeres e incluso escritores (“todas las clases sociales”, según El Heraldo) conocían los detalles del caso y hablaban de él con emoción y conocimiento. La convergencia de un público tan diverso era consecuencia de que se trataba de una historia compleja con un significado muy rico. Las opiniones inspiradas por el asesinato y el juicio reflejaban que las concepciones en torno a la edad, el género, la privacidad y la justicia estaban cambiando de manera inesperada.76

      El 10 de julio de 1922, a los 14 años de edad, María del Pilar mató al senador Francisco Tejeda Llorca fuera de su casa, en el número 48 de la calle de Tonalá, en la Ciudad de México. Dos meses antes, Tejeda Llorca había matado al padre de la pequeña, el diputado Jesús Moreno, pero había eludido una acusación criminal porque era miembro del Congreso. La acción de María del Pilar provocó inmediatas manifestaciones

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