Historia nacional de la infamia. Pablo Piccato

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Historia nacional de la infamia - Pablo Piccato

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viles recursos emocionales o intereses ocultos, o si eran los custodios de una institución verdaderamente democrática. La segunda parte del capítulo abordará un caso famoso que marcó el cénit de la influencia del juicio por jurado en la esfera pública, cuando en 1924 una muchacha fue absuelta tras asesinar a un político. La tercera parte estudiará la caída de la institución, tras el juicio en 1928 del asesino del presidente electo, en un veredicto que se alcanzó en el contexto de la presión política, el conflicto religioso y el interés obsesivo de los medios. Estos dos casos ejemplifican otro legado perdurable de los juicios por jurado: la justificación abierta, por parte de ciertos miembros de la sociedad civil, de la justicia informal y el castigo extrajudicial como las mejores maneras de lidiar con las limitaciones del Estado.

      Los juicios por jurado, establecidos tras el medio siglo que siguió a la Independencia, un periodo marcado por la guerra civil y la invasión extranjera, prometían una forma ilustrada de abordar los conflictos que todavía asolaban a la nación en todos los niveles de la vida pública y privada. El ministro de Justicia Ignacio Mariscal y otros liberales que propusieron esa institución la identificaban con la democracia y el progreso, y ofrecían una genealogía prestigiosa: el jurado era una invención de la Antigüedad clásica, perfeccionada por el pueblo inglés, codificada por la Revolución francesa y adoptada por Estados Unidos.3 En México, el Congreso Constituyente de 1856, convocado por una coalición liberal, debatió la idea de incluir jurados criminales en la nueva Constitución y faltaron sólo dos votos para lograr su aprobación. Tras la guerra civil con los conservadores (1857-1861) y la invasión francesa que impuso la última monarquía (1861-1867), el mismo grupo de liberales volvió a insistir en la idea. Esta vez establecieron juicios por jurado en el Distrito Federal por medio de una ley que propuso Mariscal, que el Congreso aprobó casi por unanimidad y que el presidente Benito Juárez firmó en abril de 1869. Como un espacio en el que los ciudadanos comunes podían, al menos en teoría, intervenir directamente en el proceso de la justicia, el “jurado popular” parecía ser una animada expresión de la soberanía popular.4 Había un antecedente mexicano que Mariscal evitó reconocer. Desde la década de 1820 y hasta 1882, con algunas interrupciones debido a la inestabilidad política, se había juzgado mediante jurados a los periodistas. En 1869, sin embargo, Mariscal trató de no dar la impresión de que los jurados criminales tendrían las mismas fallas que los jurados de prensa, que muchos consideraban caóticos y predispuestos a favor de los sospechosos.5

      Los partidarios del jurado creían que podía enseñarle a la población a afrontar complejas situaciones éticas y políticas y, al mismo tiempo, redimir un sistema de justicia que carecía de autoridad. Benjamin Constant, una fuerte influencia para los primeros liberales mexicanos, sostenía que el jurado era un pilar de la gobernanza porque canalizaba el interés de los particulares en la ley.6 El jurado era valioso porque le permitía a los ciudadanos ordinarios no sólo hacer cumplir la ley, sino también trascenderla, utilizando su sentido común para llevar a cabo una función básica de la opinión pública en su papel clásico de juzgar la reputación de las personas. A pesar de que sólo se les pedía decidir acerca de los hechos de un caso, los miembros del jurado llevaban más lejos su sentido común, apropiándose de las emociones del juicio y adoptando una perspectiva negativa de la ley cuando pensaban que era defectuosa. Los miembros del jurado en los casos criminales ponían su conciencia por encima de la letra de la ley y las instrucciones de los jueces. Para ese prócer liberal que fue Guillermo Prieto, el exceso de orientación de las autoridades alteraba la esencia del jurado y lo convertía en una mera rama del sistema judicial.7 Si la educación podía conducir a la injusticia, la ignorancia era una virtud.

      Y la ignorancia no era difícil de conseguir. Para 1869, la legislación penal era todavía un revoltijo de códigos coloniales, leyes nacionales y normas tradicionales. La turbulencia y la guerra civil habían vuelto a los magistrados vulnerables a la corrupción, a las presiones políticas o, en el caso de los jueces de los tribunales inferiores, a la inexperiencia. Los liberales argumentaban que sólo la participación directa de los ciudadanos podía remediar tal “podredumbre judicial”.8 La naturaleza democrática del jurado le ayudó a ganarse el amplio apoyo que consiguió desde el inicio, como testimonio de las dificultades de las que el país acababa de salir airoso. Escribiendo desde El Monitor Republicano, “Juvenal” sostenía que el pueblo tenía que reivindicar el poder de juzgar: “No deleguemos en manos del poder —exhortaba— […] facultades que con tanto trabajo, que merced a tantos esfuerzos, hemos podido quitarle.” Mariscal sostenía que el jurado era un nuevo derecho del pueblo mexicano: como una representación del pueblo, el jurado prevendría la politización de la justicia y otros abusos de poder.9

      Más que un derecho, el jurado era una expresión de la soberanía popular, una representación directa de la voluntad popular por medio de la conciencia de los particulares. El ideólogo liberal Ignacio Ramírez explicó que “el pueblo soberano” era el juez por antonomasia, del mismo modo en que lo había sido en la plaza pública de la Antigüedad y en ese momento lo era en Estados Unidos.10 Según la ley de 1869, no podía apelarse en contra de los veredictos del jurado si nueve de once de sus miembros estaban a favor de una condena. Una mayoría simple era suficiente para obtener un veredicto, aun si éste conducía a la pena de muerte. En los años siguientes, los críticos vieron en esta autoridad tan amplia una aberración provocada por el idealismo. Reformas posteriores le dieron a los jueces la autoridad para escuchar apelaciones en contra de la decisión del jurado en caso de un error de procedimiento, pero mantuvieron la excepción cuando el voto era casi unánime. La premisa era que sólo los ciudadanos particulares podían ser honestos y estar libres de la influencia del dinero y del poder que tan fácilmente corrompía a los funcionarios públicos. Cada miembro del jurado decidía desde el subjetivo ámbito de sus convicciones, donde no tenía que rendirle cuentas a nadie, con excepción, quizá, de dios.11 Así, por ejemplo, incluso si a un miembro del jurado se le pedía votar acerca de los hechos del caso, tenía la libertad de emitir su fallo con base más bien en su valoración de la moralidad de la acción del sospechoso. A diferencia del juez, al “aplicar la ley moral que cada hombre lleva en su conciencia”, el miembro del jurado estaba por encima de la letra de la ley y las intenciones del legislador.12

      La letra de la ley, sin embargo, era equívoca con respecto a las obligaciones del jurado. La preguntas que le hacía el juez se restringían a hechos concretos (“¿J. Jesús Rodríguez Soto, es culpable de haber privado de la vida a Marcos Tejeda Soto, infiriéndole la lesión descrita en el certificado médico respectivo?”, o “¿La muerte de N. fue debida a la peritonitis determinada por la herida?”).13 No obstante, cuando los miembros del jurado comenzaban a deliberar, debían jurar: “¿Protestáis desempeñar las funciones de jurado sin odio ni temor y decidir, según apreciéis en vuestra conciencia y en vuestra íntima convicción, los cargos y los medios de defensa, obrando en todo con imparcialidad y firmeza?”14 Más allá de esa demanda subjetiva, la ley no imponía regla alguna para el modo en que los miembros del jurado debían llegar a sus decisiones. Después de todo, la autoridad del jurado residía en la conciencia individual de cada uno de sus miembros: lo que importaba no era su inteligencia ni su conocimiento, sino su creencia sincera en el valor moral de las acciones del sospechoso.15

      Desde el inicio, el juicio por jurado provocó resistencia por parte de ciertos sectores de la profesión jurídica. Al principio, los abogados podían ver el beneficio de un sistema que aumentaba la imparcialidad de los jueces. Antes de que a los jurados se les asignara la tarea de decidir sobre hechos concretos, los jueces tenían que llevar a cabo el doble papel de fiscal y mediador, reuniendo pruebas y luego dictando la sentencia. El jurado popular, así como la oficina fiscal especial creada para complementar su tarea, le dejarían al juez el trabajo de coordinar el proceso y decidir sobre asuntos relacionados con la ley, lo cual le permitiría conservar su imparcialidad. Pero a medida que la profesión jurídica creció en tamaño y especialización, algunos comenzaron a hacer comentarios críticos de dicha “mejora democrática” en la administración

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