Historia nacional de la infamia. Pablo Piccato

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Historia nacional de la infamia - Pablo Piccato

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eliminarlos, el código de procedimientos penales de 1881 para el Distrito Federal redujo el alcance del jurado a crímenes con una sanción de más de dos años de prisión. Un nuevo código de procedimientos de 1894 limitó aún más los delitos sobre los cuales los jurados podían decidir y expandió el papel de los jueces. Más delitos, como la bigamia, se excluyeron en 1902, y en 1907 el trabajo de los jurados quedó restringido a delitos con sanciones de más de seis años de prisión; también se exceptuaron casos que involucraran duelos, adulterio y ataques a funcionarios públicos. Durante esos años, otros estados que también habían tenido jurados criminales los abolieron.17 Poco antes de la Revolución, los juristas auguraban que el jurado popular tenía los días contados. Sin embargo, el Primer Jefe Venustiano Carranza incluyó el jurado popular en su proyecto para una nueva Constitución a fines de 1916 y en esa oportunidad los diputados constituyentes lo aprobaron.18 Las regulaciones para el Distrito Federal se mantuvieron vigentes hasta 1929, cuando se aprobó un nuevo código penal. La posibilidad de recurrir a jurados en lugar de jueces permaneció en la Constitución hasta 2008, pero únicamente para unos cuantos delitos, como la traición y la difamación.

      Los críticos del sistema de jurados se mostraban pesimistas acerca del ciudadano promedio y su capacidad para expresar la voluntad popular. Para Santiago Sierra, la ilusión de “nuestra experiencia democrática” había consagrado una institución que era un reflejo mediocre y efímero de la justicia.19 Cuarenta años después, otro porfirista, Francisco Bulnes, sostenía que la autoridad del jurado debía restringirse porque “no merecemos justicia, porque no la merece el que no sabe hacerla”.20 Bulnes describía el jurado en México como una mala parodia de modelos augustos: “Los veintiséis hombres justos de la pudibunda Inglaterra, primitivos representantes solemnes del pueblo en sus actos de justicia, se transformaron en México en doce léperos que felicitaban a los violadores por los buenos cueros que habían disfrutado, se mofaban de los maridos víctimas de escandalosos adulterios, admiraban el honor exquisito de los matadores de sus concubinas o de mujeres públicas, ardían de entusiasmo con el heroísmo de los rijosos, la astucia de los asesinos madrugadores, las estratagemas de los ladrones”.21 Sin embargo, la acusación más coherente en contra del jurado vino del prominente abogado Demetrio Sodi, un jurista que adquirió considerable influencia y riqueza durante el porfiriato. Sodi publicó El jurado en México en 1909, en el que promovía la eliminación del juicio por jurado, cuyo fin creía inminente: la mayor parte de los estados ya lo habían abolido, estableciendo “procedimientos más acordes con el progreso científico del derecho criminal”.22 El libro se hacía eco de la crítica positivista en contra del liberalismo, pero enfatizaba la perspectiva de que la profesión jurídica ya había adquirido un mayor prestigio para ese momento. Sodi sostenía que el jurado no era una institución democrática —¿cómo podía serlo, si las listas las producían los funcionarios de gobierno de manera arbitraria?— y descartaba la idea de que los jurados fueran necesarios debido a las fallas de la institución judicial. Incluso si la mayoría de los jueces carecían de una educación de calidad, los defectos del jurado eran de tal magnitud que abolirlo era una mejor opción. Con base en su larga experiencia judicial, Sodi combinaba las citas habituales de autoridades legales con anécdotas insólitas de juicios por jurado reales. Al enumerar las muchas maneras en las que la justicia podía ser socavada, señalaba que uno de los peligros más grandes eran las argucias y la retórica de los abogados, “porque los jurados deciden por impresión y no por íntima convicción”.23

      Los informes de frecuentes irregularidades en el juzgado respaldaban las peticiones de abolir los jurados populares. Los espectadores en la sala trataban de influir en el jurado con sus escandalosas reacciones a los discursos y los testimonios. En algunos casos se descubrieron sobornos y amenazas. Los miembros del jurado a menudo apresuraban sus conclusiones, sin darse tiempo de sopesar las pruebas con seriedad. Los abogados recurrían a la sofistería o se tomaban atribuciones que no les correspondían. Las acusaciones más fuertes a los juicios por jurado surgieron a partir de unos cuantos casos particularmente escandalosos en los que los jurados exoneraron a sospechosos de crímenes graves como el homicidio. A pesar de que los periódicos cubrían la mayor parte de estos acontecimientos como algo rutinario, algunos ejemplos parecían particularmente indignantes y dieron pie a las primeras solicitudes de abolir la institución o suspender temporalmente las garantías constitucionales. Se escribieron obras inspiradas en esas injusticias y hubo una amplia cobertura de exoneraciones particularmente lamentables porque eran resultado de votos del jurado que contradecían las pruebas. Incluso ante las múltiples confesiones de un sospechoso, como sucedió en el caso de Felipe Guerrero, acusado de asesinato en 1895, los jurados no siempre emitían un veredicto de culpabilidad. Para los críticos, la conclusión era simple: el tipo de gente que servía en los jurados era egoísta y por lo tanto simpatizaba con el criminal, o bien era tan crasa y vulgar que no lograba ver la aberración del crimen.24

      Estos argumentos pasaban por alto el hecho de que, en muchos casos, la exoneración se apoyaba en contundentes pruebas y de que, en otros, los veredictos de culpabilidad conducían a la pena de muerte.25 De acuerdo con una cuenta realizada en 1929 por unos jueces que presidían juicios por jurado, de 260 casos, 70 por ciento resultó en sentencia de culpabilidad, 5 por ciento había sido de “veredictos absurdos, principalmente por defectos de acusación” (en los que los fiscales solicitaban severos castigos por delitos menores) y, el resto, exoneraciones por “delitos de orden pasional”.26 Las cifras, a pesar de ser parciales, contrastaban favorablemente con los datos reunidos en 1880, cuando los jurados en una pequeña muestra de casos absolvieron a más de 70 por ciento de los acusados.27 La mejoría, sostenían los periódicos, era resultado de su cobertura, que había vuelto más transparente la operación del juicio. Hasta la selección del jurado podía volverse un evento público, al punto de que los periódicos mostraban nombre y retrato de los elegidos.28

      El perfil social de los miembros del jurado era la razón principal por la cual los abogados profesionales se oponían a este sistema. Según la ley de 1869, los jurados se componían de once miembros. No había requisitos de ingresos, pero se exigía de sus miembros “No ser empleado, ni funcionario público, ni médico en ejercicio, ni tener otra ocupación que impida disponer con alguna libertad del tiempo sin privarse del jornal o sueldo necesario para su subsistencia.”29 Sólo tenían que ser, explicaban los legisladores, hombres de “buenas costumbres y buen sentido común”.30 Así pues, las exclusiones se basaban en el estatus social, no en la ideología. Los analfabetas quedaban excluidos, al igual que los artesanos y, más tarde, aquellos que estuviesen por debajo de cierto nivel de ingresos. Lucio Duarte, dueño de una pulquería, logró que lo excusaran de su obligación de ser jurado “por carecer de los conocimientos que deve [sic] tener la persona que desempeñe tal comisión”.31 Los extranjeros con tres años de residencia y los antiguos partidarios del Segundo Imperio, a quienes en otras instancias se consideraba traidores, podían ser incluidos —después de todo, solían ser hombres educados, de clase alta—. En 1880, el liberal moderado Santiago Sierra abogó por un jurado más pequeño “pero bien elegido entre ciudadanos que reunieran ese conjunto de cualidades que constituyen la honorabilidad”.32 Una reforma de 1891 a la ley redujo a nueve el número de miembros del jurado y estableció que debían ganar cien pesos al año o tener una profesión.33

      Antes de cada juicio, los nombres de los miembros del jurado se extraían al azar de una lista de “personas caracterizadas” en cada barrio, recopilada por las autoridades municipales.34 En la práctica, el perfil social de los miembros del jurado estaba determinado por el proceso de selección de los nombres en la lista. Muchos ciudadanos pedían que se les excluyera por motivo de enfermedad, ignorancia, sordera, vejez u otras razones. Los que tenían amigos en el gobierno podían ser borrados fácilmente. El resultado eran listas arbitrarias, incompletas y no actualizadas, que a menudo incluían a personas inexistentes. Según un juez, esto causó “graves inconvenientes, que poco a poco, destruye[ro]n y enerva[ro]n la institución de Jurados”.35 Los jurados, decían sus críticos, incluían a gente con poca educación, comerciantes, inmigrantes españoles de baja calaña y motivados por el interés,

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