Historia nacional de la infamia. Pablo Piccato

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Historia nacional de la infamia - Pablo Piccato

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para ser seleccionados en los jurados con el fin de recibir el pequeño estipendio que correspondía a la tarea. Su truco era adivinar el resultado que el juez deseaba, de modo que los “seleccionaran” de nuevo.36 Veinte años después, los periódicos seguían ridiculizando a los miembros del jurado que se vendían al mejor postor, que no representaban “la ingenuidad limpia y espontánea del ciudadano humilde”, sino más bien la astucia de personajes urbanos superficialmente educados que buscaban aprovecharse de los intersticios de un sistema defectuoso. Al convertir el servicio en el jurado en un oficio, pervertían los objetivos de la institución y hacían posible una “sentina amenazadora donde la corrupción hierve y burbujea”.37 La corrupción podía jugar a favor o en contra de cualquiera de las partes. En 1929, los miembros de un jurado en un caso de asesinato vinieron juntos desde Iztapalapa; eran, según El Universal, “indios” enviados por un cacique. Durante un receso de las sesiones en el juzgado, almorzaron con un empleado de la defensa que les dijo cómo votar.38

      Un vistazo al resto de los participantes en los juicios sugiere que en efecto había otros actores que podían socavar esa expresión de la soberanía popular que era el jurado. Los jueces controlaban el proceso de los juicios antes de la audiencia pública final. Estaban a cargo de la fase de investigación inicial del proceso, que consistía en reunir todas las pruebas en un archivo escrito. Las audiencias públicas ante el jurado comenzaban con la lectura por parte del secretario del juzgado de la acusación del fiscal y del contraargumento de la defensa, con una monotonía tal, que dormía tanto a los miembros del jurado como al público. Luego los sospechosos respondían preguntas y se le presentaban pruebas adicionales al jurado. Durante esta fase, según la ley, el juez “puede hacer cuanto estime oportuno para el esclarecimiento de los hechos: la ley deja a su honor y conciencia el empleo de los medios que puedan servir para favorecer la manifestación de la verdad”.39 El juez era el actor más activo y poderoso en el proceso judicial, el que interrogaba y reñía a los sospechosos si sus declaraciones contradecían cualquiera de las pruebas existentes o si decían no recordar los hechos. Según Carlos Roumagnac, un observador avezado del mundo del crimen y las prisiones, los jueces actuaban bajo el supuesto de que el sospechoso era culpable y dejaban de lado “la calma, la imparcialidad, y en muchos casos hasta la piedad, que […] deben ser las principales características del verdadero juez”.40 Los jueces perdían parte de su poder en la siguiente fase del juicio, cuando el fiscal y el abogado defensor resumían el caso utilizando todas sus herramientas retóricas. Ése era el momento en el que todos ponían atención y en el que la retórica adquiría un papel central, porque los abogados defensores hábiles podían voltear a los miembros del jurado y al público en contra del fiscal.41

      Los abogados desplegaban las herramientas de la retórica y la emoción personal, socavando la estructura del proceso establecido por la ley. El código le indicaba a los fiscales que debían limitar sus conclusiones a “una exposición clara y metódica de los hechos imputados al acusado”, sin citar autores ni leyes, y le permitía al abogado defensor hablar “con toda libertad sin más prohibición que la de atacar a la ley, a la moral o a las autoridades, o injuriar a cualquiera persona”.42 En la práctica, sin embargo, había un margen de libertad considerable. Si bien el juez podía detener los discursos si éstos transgredían estos límites, los abogados utilizaban una variedad de recursos para influir en los miembros del jurado. Algunos comenzaban con bromas. Los fiscales citaban a criminólogos para poner énfasis en las características evidentemente criminales del sospechoso. Ambas partes desplegaban “las figuras retóricas de relumbrón y los golpes escénicos” en los que la inspiración literaria cobraba mayor prioridad que los hechos.43 Pero la defensa era la que realmente podía recurrir al arte para suscitar emociones y motivar la empatía de los miembros del jurado hacia los sospechosos. Provocar los mismos sentimientos hacia las víctimas era más difícil, pues resultaba más sencillo imaginar la venganza que el sufrimiento.

      La habilidad para movilizar la sentimentalidad por encima de la ley volvió muy populares a ciertos abogados defensores. Eran oradores talentosos a quienes se veía como artistas cuyo trabajo tenía relevancia política. El más conocido de ellos era Querido Moheno. Abogado y miembro del congreso durante el porfiriato, Moheno abogó por un régimen parlamentario y fuertes restricciones a los derechos al voto con el fin de garantizar una transición pacífica tras el fin de la benévola dictadura del envejecido Díaz. Esto significó, en los escritos de Moheno, un papel dominante para la opinión pública, a la que definió como la voz de los sectores más educados de la sociedad. Durante la guerra civil que comenzó con el golpe en contra del presidente Francisco I. Madero en 1913, Moheno se unió al gabinete del general Victoriano Huerta y tuvo que salir del país con el triunfo de la Revolución. Volvió en 1920, aparentemente renunciando a la política, para trabajar como periodista y abogado defensor en la Ciudad de México. Durante esa década, sus discursos, algunos de los cuales duraban varias horas, se elogiaban como obras de arte, mientras que sus columnas en el periódico arremetían en contra del régimen posrevolucionario. Era tan popular, que el público le aplaudía desde antes de que comenzara a hablar y los oyentes celebraban la conclusión de sus discursos con “Gritos, aplausos, llanto, manos que se extremecían [sic], todo confundido en el homenaje al gran tribuno”; incluso lo llevaban en hombros, a pesar de su peso considerable.44 Sus éxitos en el juzgado a menudo se interpretaban como victorias políticas. Los diputados oficialistas en el congreso se referían a él como “el cínico de Querido Moheno, que no conforme con haberse manchado con el crimen del huertismo, todavía así quiere mancharse con su complicidad en todos los crímenes de las mujeres prostitutas de la Ciudad de México”.45 Moheno utilizaba todos los recursos de la oratoria para persuadir a los miembros del jurado de votar a favor de la exoneración, al combinar los preceptos básicos de la retórica clásica con una astuta manipulación de las emociones del público.

      Moheno compartía las ideas del sociólogo político Gustave Le Bon acerca de las masas. Por ello, hacía del juicio por jurado la pieza angular de una teoría política más amplia acerca del papel de las emociones y la violencia en la vida pública. Le Bon, admirado tanto por los porfirianos como por los revolucionarios, sostenía que las multitudes podían ser estudiadas y manipuladas como organismos vivos. Las describía como impulsivas, simplistas, autoritarias y conservadoras. Los jurados eran sólo una variedad particular de esas masas y, como tales, los influía más la imaginación que el razonamiento o las pruebas. Le Bon ofrecía unas cuantas reglas para influir en los jurados: explotar su tendencia a ser indulgentes con los delitos que por lo regular no los afectan, modificar el discurso según las reacciones del jurado y dirigirse a aquellos que aparenten ser los líderes del grupo.46 El Universal tradujo esto al contexto mexicano: “Un jurado es una colectividad. Y una colectividad no obra por razones, sino por sentimientos. A una colectividad nada ni nadie la convence; pero antójase hasta cierto punto fácil conmoverla. Y conmoverla es vencerla, anonadarla, aun con riesgo de la justicia.”47 Desde esta perspectiva, las emociones podían ser un fundamento legítimo para los veredictos; se asumía que los miembros del jurado simplemente canalizaban el juicio de la opinión pública. Esto obviamente contradecía el modelo de la verdad racional, lógica, que se suponía caracterizaba las investigaciones judiciales. Pero funcionaba como parte de las estrategias retóricas de Moheno. A menudo se rehusaba a fundar su defensa en detalles factuales; argumentaba que el destino de sus clientes “no ha de resolverse por esas minucias sino por los grandes hechos y las grandes generalizaciones”.48

      Para Le Bon, “conocer el arte de impresionar la imaginación de las masas es conocer el arte de gobernarlas”.49 Las implicaciones políticas de estas ideas fueron particularmente relevantes en el México de los años veinte. En manos de Moheno, hicieron de la oratoria un arma en contra del abuso del poder por parte del régimen posrevolucionario. En sus discursos ante jurados y en sus columnas periodísticas, defendía el uso de la violencia como resistencia heroica en contra de la tiranía. Como abogado en esa década, Moheno sostenía que el jurado era la representación más alta de la opinión pública —prácticamente lo mismo que había sostenido acerca del Congreso antes de 1913—. Junto con otros abogados defensores famosos, insistía

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