Rebeldes, románticos y profetas. Iván Garzón Vallejo

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Rebeldes, románticos y profetas - Iván Garzón Vallejo

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      De este modo, mientras los rebeldes y los románticos sacralizaron la violencia al considerarla una derivación sociopolítica de la fe cristiana, los profetas la criticaron haciendo énfasis en su carácter secularizado e inmanente. Es decir, mientras para aquellos la violencia política inspirada por razones religiosas era justificable en función del fin al que servía —la justicia social—; para estos, el contexto democrático vigente invalidaba el recurso a la violencia como medio político, toda vez que se podían realizar los fines —la justicia social, la igualdad, entre ellos— pacíficamente a través de las instituciones. Mientras aquellos pregonaron ruptura, estos, a su vez, predicaron reformismo, dos vías que aún tienen defensores intelectuales en la batalla que se libra actualmente por las narrativas del conflicto armado (Garzón Vallejo y Agudelo, 2019).

      Este debate sobre la legitimidad o ilegitimidad de la violencia como medio político anticipó un problema característico de las actuales sociedades postseculares: la tensión, acaso irresoluble, entre sacralización y secularización, esto es, entre formas políticas cuya legitimidad reside en fuentes o autoridades sagradas —los rebeldes y los románticos invocaron exégesis del Evangelio que validaban la violencia, aún cuando fuera excepcionalmente— y entre proyectos políticos cuya legitimidad reside en fuentes y autoridades seculares o laicas —los profetas, por su parte, insistieron en los mecanismos democráticos como vías hacia el reformismo social, en el carácter laico de la política y trascendente de la religión—.

      De cualquier forma, la tensión entre sacralización y secularización no resuelve la paradoja de que la violencia político-religiosa haya encontrado una legitimación pública en una sociedad mayoritariamente católica, regida a su vez por instituciones democráticas. Ello hace pertinente indagar por la peculiaridad —si la hubiera— de la violencia político-religiosa en un país sociológicamente católico en proceso de secularización, a fin de explicar lo que llamaré la paradoja colombiana.

      Así las cosas, ¿la sacralización de la violencia en un contexto mayoritariamente católico se explica como una coartada de la política, como una anomalía o perversión de las enseñanzas religiosas fundamentales, o como una simbiosis intrínseca entre religión y violencia, es decir, que está en su mismo núcleo? Más aún, cuando la religión actúa como factor de violencia, ¿es claramente distinguible de otros factores? (Juergensmeyer, Kitts & Jerryson, 2013). ¿Tienen aún vigencia las teorías de la guerra justa —ius ad bellum— en sociedades democráticas y en la prédica de una Iglesia que se declara sistemáticamente en favor de la paz?

      Aunque mi foco son las décadas del sesenta y setenta, la perspectiva del trabajo no es historiográfica. Propondré un diálogo entre la historia y la teoría política, esto es, entre los hechos y la interpretación crítica de los mismos, no —como advierte Walzer (1993)— con el ánimo de atribuir una suerte de castigo retributivo por los crímenes pasados, sino más bien como un ejercicio crítico que mira hacia el pasado con la intención de que la discusión acerca de ese pasado tenga una resonancia futura y que el problema de la responsabilidad moral, política e intelectual (Judt, 2014) haga parte de las narrativas sobre el conflicto armado que el país está elaborando. Para ello recurrí no solo a libros, artículos, documentos y archivos, sino también a la memoria de algunos protagonistas y estudiosos de aquella época con quienes conversé largamente.

      Parte de nuestra tragedia como nación se explica porque ante la innegable y dramática ausencia de Estado en tantos rincones del territorio que hemos padecido y, por consiguiente, la fragilidad del contrato social entre los ciudadanos y sus autoridades e instituciones, con mucha frecuencia sectores de derecha han invocado el “sagrado derecho a defenderse” mientras que sectores de izquierda han apelado al “derecho a la rebelión” para tomar las armas. Es decir, unos y otros han encontrado en tales fórmulas la justificación moral e intelectual para la violencia política. Y siguen haciéndolo, aunque quizás de modo menos explícito y organizado, pero, no por ello, menos inquietante.

      Por eso, al poner sobre la mesa el debate sobre la crítica y justificación de la violencia alrededor de uno de los actores institucionales más relevantes de la vida pública nacional como es la Iglesia católica, entendida esta funcionalmente como una empresa ideológica o una institución cuyas legitimidades carismática y tradicional coexisten con las formas de legitimidad racional propias de una sociedad moderna, y haciendo especial énfasis en las tribunas privilegiadas que suelen tener los sacerdotes, los políticos y los intelectuales, este libro pretende ayudar a fortalecer una cultura política cívica fundada en el rechazo incondicional de la violencia como medio de confrontación política y ofrecer razones para valorar nuestras instituciones democráticas como canales de reforma social y agenciamiento de los conflictos sociales.

      Hace más de dos décadas, en el marco de la Comisión de Sabios, Gabriel García Márquez hacía notar que “somos conscientes de nuestros males, pero nos hemos desgastado luchando contra los síntomas mientras las causas se eternizan” (García Márquez, 1996). Este libro es una modesta contribución para ayudar a identificar una de las principales causas de nuestros males: que la violencia política siempre ha creído tener buenas razones para justificarse.

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