La noche del dragón. Julie Kagawa
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Si descubrían mi presencia, o si creían que Hakaimono había cruzado sus fronteras y que representaba una amenaza para su gente, tener a toda la familia Mizu detrás de nosotros haría que nuestra búsqueda se volviera casi imposible.
Así que viajamos a pie y dormimos a la intemperie, o en cuevas o edificios abandonados. La mayoría de las veces nuestro campamento era una hoguera bajo las ramas de los árboles en el bosque, o en un área al lado de un riachuelo o arroyo. Avanzamos lento, evitando las principales ciudades y senderos, y nadie dormía mucho, ya que la promesa de shinobi acechando entre los árboles y las sombras hacían difícil que nos relajáramos. En algún momento, el ronin sugirió que tal vez podríamos “tomar prestados” algunos caballos de cualquiera de las aldeas circundantes —después de todo, “era para el bien del Imperio”—, pero ni el noble Taiyo ni la doncella del santuario respaldarían el hurto de algo que no fuese estrictamente necesario. Además, los animales ahora tenían una reacción violenta ante mi presencia. Lo descubrimos cuando tratamos de obtener peaje con un comerciante de sake en el camino: sus bueyes casi nos pisotearon cuando percibieron mi olor.
Entonces, ir a Umi Sabishi, ya fuera a caballo o en carreta, estaba fuera de discusión.
Por fin, después de días de viaje, las llanuras cubiertas de hierba terminaron en el borde de una costa rocosa, con acantilados irregulares que se sumergían en un mar gris hierro. Las gaviotas y las aves marinas giraban sobre nuestras cabezas, y sus gritos distantes resonaban en el viento. Las olas chocaban y formaban espuma contra las rocas, y el aire olía a sal y a algas.
—Sugoi —susurró Yumeko, con la voz maravillada por completo. Parada al borde del acantilado, con el viento sacudiendo su largo cabello y sus mangas, miró con ojos brillantes la interminable superficie de agua que se extendía ante ella—. ¿Éste es el océano? Nunca imaginé que sería tan grande —sus orejas de zorro, giradas hacia delante, revolotearon en el viento cuando echó un vistazo a sus espaldas—. ¿Hasta dónde llega?
—Más lejos de lo que puedas imaginar, Yumeko-san —contestó el noble, con una débil sonrisa—. Hay historias sobre una tierra en el otro lado, pero el viaje requiere muchos meses, y la mayoría de los que lo emprenden no regresan.
—¿Otra tierra? —los ojos de Yumeko brillaron—. ¿Cómo es?
—Nadie lo sabe, en realidad. Hace trescientos años, el emperador Taiyo no Yukimura prohibió viajar a esa orilla y cerró el Imperio a cualquier extraño. Temía que si los reinos extranjeros descubrieran nuestras tierras, invadirían nuestras costas y el Imperio se vería obligado a defenderse. Así que nos hemos mantenido ocultos, aislados y desconocidos para el resto del mundo.
—No entiendo —Yumeko ladeó la cabeza y su ceño se frunció levemente—. ¿Por qué el emperador teme tanto a los extraños?
—Porque, al parecer, el país lejano está lleno de bárbaros que se gruñen el uno al otro y usan el pelaje de las bestias para cubrirse —irrumpió el ronin, sonriendo a la doncella del santuario, que arrugó la nariz—. Algunos de ellos incluso tienen pezuñas y colas porque no sólo usan el pelaje de sus bestias, sino que también…
—No es necesario compartir esa información con ciertas personas presentes —dijo la miko en voz alta y firme—. Y ya nos hemos alejado bastante de nuestro objetivo original. Umi Sabishi no debería estar lejos de aquí, ¿cierto, Taiyo-san?
El noble, con el rostro cuidadosamente inexpresivo, asintió.
—Es correcto, Reika-san. Si continuamos hacia el sur por este camino, deberíamos llegar antes del anochecer.
—Bueno —la doncella del santuario le dirigió al ronin una mirada oscura antes de alejarse—. Entonces, vayamos allá cuanto antes… —murmuró, y su perro trotó detrás de ella—. Antes de que ciertos individuos groseros tengan un trágico accidente a la orilla del acantilado y se vean arrastrados al mar.
Continuamos por el camino mientras serpenteaba hacia el sur a lo largo de escarpados acantilados y extensos descensos hacia el océano. Por encima de nosotros, el cielo se tornó lentamente gris moteado, con truenos resonando lejanos sobre el mar. Después de un rato, los acantilados se fueron aplanando hasta convertirse en una costa rocosa con algunos árboles dispersos, retorcidos y doblados por el viento.
—Toma, Tatsumi —anunció Yumeko cuando una brisa repentina sacudió nuestro cabello y nuestras ropas. El aire se había vuelto pesado y cálido, mezclado con el olor a salmuera y la lluvia que se acercaba. La chica sostenía un sombrero de paja de ala ancha, del tipo que usan los granjeros en los campos, y me dedicó una sonrisa mientras me lo ofrecía—. Tal vez necesites esto.
Sacudí mi cabeza.
—Quédatelo. La lluvia no me molesta.
—No es real, Tatsumi —la sonrisa de Yumeko pareció levemente avergonzada cuando fruncí el ceño—. Es una ilusión, así que no evitará que la lluvia te golpee. Pero dado que pronto llegaremos a una aldea, pensé que sería mejor esconder tus… —su mirada se dirigió a mi frente y los cuernos que se enroscaban en medio de mi cabello—. Sólo para que la gente no se haga una idea equivocada. Okame-san dijo algo sobre antorchas y turbas enojadas, y eso suena desagradable.
Una esquina de mi boca se curvó.
—Supongo que deberíamos tratar de evitar algo semejante.
Me estiré para tomar el sombrero. Me sorprendió poder enrollar mis dedos alrededor del borde y sentir el áspero contorno de la paja en mi mano. No se sentía como una ilusión, aunque sabía que la magia kitsune manipularía a la persona para ver, escuchar e incluso sentir lo que en realidad no estaba. Si me concentraba en el sombrero, pensando que no era real, de pronto podía sentir el delgado borde de una caña en mi mano, el conducto al que Yumeko había anclado su magia.
Con una leve sonrisa, me puse el sombrero, que ocultó mis marcas demoniacas del resto del mundo, y asentí a la kitsune.
—Gracias.
Ella me devolvió la sonrisa, lo que causó una extraña sensación de torsión en la boca de mi estómago, y continuamos.
Al caer la noche, también lo hicieron las primeras gotas de lluvia, que aumentaron su incidencia hasta convertirse en un aguacero constante que empapó nuestra ropa y pintó de gris todo a nuestro alrededor. Como Yumeko había predicho, el sombrero no mantuvo mi cabeza seca. El agua de lluvia fría mojó mi cabello y corrió por mi espalda. Ver el borde del sombrero mientras la lluvia golpeaba mi rostro dejaba una sensación extraña.
—Creo que veo el pueblo —anunció el ronin. Se paró sobre una gran roca al costado del camino y miró hacia la tormenta con el océano detrás de él—. O al menos, veo