La noche del dragón. Julie Kagawa

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La noche del dragón - Julie Kagawa La sombra del zorro

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de vomitar. Incluso la doncella del santuario y el ronin parecían un poco enfermos mientras miraban el cuerpo aún retorciéndose. El silencio cayó, pero a través de la lluvia pude sentir el movimiento a nuestro alrededor, innumerables ojos girando en nuestra dirección.

      —No se queden aquí —espeté, volviéndome hacia el grupo—. ¡Necesitamos mantenernos en movimiento! Un mago de sangre no habrá levantado sólo a un cadáver. Quizá toda la ciudad es…

      Un ruido de la casa de té al otro lado de la calle me interrumpió. Figuras pálidas y sonrientes estaban emergiendo de su oscuro interior, se tambaleaban al cruzar por las puertas y se arrastraban a través de los agujeros en las paredes. Todavía más tropezaban al salir de los edificios que ya habíamos pasado, o se tambaleaban desde los callejones entre las estructuras, y daban tumbos en el camino. El olor a muerte y magia de sangre se elevó en el aire húmedo, cuando la horda de muertos sonrientes se volvió hacia nosotros, con ojos ciegos y huecos, y comenzó a deambular en la calle.

      Escapamos hacia lo más profundo de Umi Sabishi, mientras los gritos y lamentos de los muertos vivientes resonaban a nuestro alrededor. Sonriendo, los cadáveres enmascarados se arrastraban hacia el camino, se estiraban hacia nosotros con dedos codiciosos o intentando golpearnos con armas rudimentarias. El noble y yo abrimos el paso. El Taiyo atacaba a los muertos que se acercaban demasiado, cortando brazos y cabezas con precisión mortal. Chu, transformado en su enorme forma de guardián, arrasaba con todo alrededor de nosotros en un manchón rojo y dorado que aplastaba los cuerpos en su camino o los echaba a un lado. Las flechas del ronin no ayudaban mucho, dado que los no muertos ignoraban las heridas que deberían ser fatales y seguían detrás de nosotros, a menos que los decapitaran o les quitaran las piernas. Pero él se mantenía disparando y ya fuera que los derribara o los hiciera tambalearse, eso nos daba al Taiyo y a mí más tiempo para aniquilarlos.

      La magia de zorro de Yumeko llenó el aire a nuestro alrededor. Nunca atacó los cadáveres directamente, pero varias copias de los cuatro nos unimos a la refriega, lo que distrajo y desconcertó a los muertos vivientes, que no parecían distinguir la diferencia. Las ilusiones estallaban con pequeñas explosiones de humo cuando eran desgarradas, pero siempre aparecían más, y su presencia mantuvo a raya al enjambre, mientras nos abríamos paso a través de las calles.

      —¡Samurái! ¡Por aquí!

      A través del caos de la batalla y los gemidos de los muertos, creí escuchar una voz. Al levantar la mirada, vislumbré una casa de sake en la esquina de la calle, con paredes de madera y ventanas enrejadas que al parecer no habían sido tocadas por los muertos. Un sugidama, una gran esfera hecha de agujas de criptomeria, colgaba sobre la entrada, y su color marrón marchito indicaba que el sake preparado estaba listo para ser consumido. Una figura se asomó por la puerta y un brazo nos hizo señas frenéticamente. Si lográbamos llegar allí, podría ser un refugio de los cadáveres que deambulaban por la ciudad.

      —¡Todo el mundo! —el noble echó un vistazo rápido al resto de nuestro grupo—. ¡Por acá! —llamó—. ¡Diríjanse a la casa de sake!

      Más muertos se arrastraron desde puertas y ventanas vacías y, detrás de nosotros, un gran enjambre de cadáveres enmascarados y sonrientes se tambaleó hacia la calle.

      —¡Kuso! —maldijo el ronin, ajustando otra flecha a la cuerda—. No hay fin para estos bastardos —comenzó a levantar el arco, pero la doncella del santuario le arrebató la flecha, y él volvió a maldecir, sorprendido.

      —¿Qué…?

      —Yumeko —la miko señaló el camino por donde habíamos venido—. Bloquea nuestro camino. Okame… —sacó un ofuda de su manga, enrolló el talismán en el cuerpo de la flecha y devolvió el proyectil al ronin—. Toma. Apúntale a uno en el centro. Todos los demás, miren hacia otro lado.

      Yumeko dio media vuelta y levantó un muro de fuego fatuo azul y blanco para bloquear el final de la calle. Al mismo tiempo, el ronin levantó su arco, con el ofuda a lo largo de la flecha. Vi el kanji de “luz” escrito en el talismán de papel, justo cuando el ronin soltó la cuerda. Ésta voló infalible por el camino y golpeó el pecho de un cadáver que se arrastraba hacia nosotros, con una sombrilla rota aferrada a una mano pálida.

      Una luz brillante estalló donde la flecha golpeó el cuerpo y lo arrojó, junto con todos los que estaban alrededor.

      —¡Vamos! —gritó la doncella del santuario y salimos todos corriendo, esquivando a los muertos vivientes, hasta que llegamos a la casa de sake en la esquina.

      El humano que yo había visto, un hombre más pequeño con una cara suave y redondeada y el fino ropaje de un comerciante, nos miró boquiabierto cuando entramos por la puerta.

      —¡Samurái! —jadeó cuando cerré la pesada puerta de madera y el ronin empujó una viga a través de las manijas—. ¡Usted… usted no es de la familia Mizu! ¿Han venido de Yamasura? ¿Hay más de ustedes en el…?

      Su mirada cayó de pronto sobre mí, y dejó escapar un pequeño grito, mientras tropezaba hacia atrás.

      —¡Demonio!

      —¡Callado, tonto! —la voz de la doncella del santuario cortó como un látigo—. A menos que quieras que los muertos de afuera golpeen la puerta.

      De inmediato enmudeció, aunque su rostro estaba lívido cuando retrocedió, claramente dividido entre el miedo a los muertos de afuera y el demonio con quien compartía habitación. No tuve que mirarme para saber que la pelea había sacado a relucir las garras, los colmillos y los brillantes ojos rojos, y que las runas ardientes subían por mis brazos y mi cuello. Y si ese patético humano seguía mirándome, iba a mostrarle que tenía razones de sobra para sentir miedo.

      Me contuve con un escalofrío. El salvajismo aún bombeaba por mis venas, el deseo de destrozar todo lo que estuviera en mi contra. Tomé una furtiva respiración profunda e intenté calmar la rabia, forzándola de nuevo por debajo de la superficie. Sentí cómo desaparecían las garras y los colmillos, y los tatuajes brillantes se desvanecieron, pero la sed de sangre seguía allí. Y sólo se necesitaría un pequeño empujón para que estallara de nuevo en violencia.

      Yumeko dio un paso adelante, con las manos levantadas de una manera tranquilizadora mientras la asustada mirada del hombre se dirigía a ella.

      —Todo está bien —le dijo—. No vamos a lastimarlo. Queremos ayudar.

      —¿Quién… quiénes son? —preguntó en un susurro el comerciante. Su mirada se agitó sobre todos nosotros, en un recorrido amplio y aterrorizado. Chu se había vuelto a convertir en un perro normal, y las características kitsune de Yumeko eran invisibles para la mayoría, pero entre la explosión de luz del ofuda de la doncella del santuario, el fuego fatuo de Yumeko y un mítico guardián komainu gruñendo alrededor, no habíamos sido sutiles—. ¿Han venido a salvarnos? —continuó el hombre, y una mirada desconcertada cruzó su rostro por un momento—. Pensé que… ustedes serían más.

      Un gemido justo afuera de la puerta nos hizo callar a todos. El comerciante volvió su cara blanca hacia la entrada y luego nos hizo señas para que nos adentráramos. Rápido pero en silencio, nos dirigimos hacia el interior de la casa de sake, lejos de la puerta y de los muertos que se arrastraban más allá. Adentro, surgió más gente, que miraba desde las esquinas y detrás de paneles fusuma decorados. Varios hombres y algunas mujeres y niños nos miraron con ojos esperanzados y temerosos. Me quedé atrás, manteniéndome en las sombras, mientras la miko y los demás avanzaban al frente. Lo último que necesitábamos era que alguien entrara en pánico y alertara a los muertos que deambulaban afuera.

      Sentí

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