La noche del dragón. Julie Kagawa
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—Qué divertido —dijo la miko mientras avanzábamos por el camino hacia el grupo de formas oscuras a lo lejos—. Yo creo eso todo el tiempo.
—No sé por qué, Reika-chan —respondió el ronin, sonriendo—. Tú hueles bastante bien la mayor parte del tiempo.
Ella le arrojó un guijarro que él esquivó.
El camino continuó, pero se volvió más ancho y fangoso a medida que nos acercábamos a Umi Sabishi. Algunas granjas aisladas salpicaban las llanuras que rodeaban la villa, pero no se podía ver a nadie afuera o trabajando en los campos. Esto podría deberse a la lluvia, pero una sensación de inquietud comenzó a arrastrarse por mi espalda a medida que nos aproximábamos a la villa.
—Es curioso que no haya luces —reflexionó el noble Taiyo, sus agudos ojos se estrecharon mientras escudriñaba más allá del camino—. Incluso bajo la lluvia, deberíamos poder distinguir algunos destellos aquí y allá. Sé que Umi Sabishi está rodeada por un muro. Al menos habría esperado ver las luces de la caseta de vigilancia.
Una puerta de madera flanqueada por un par de torres de vigilancia marcaba la entrada del pueblo. La puerta estaba abierta y crujía suavemente bajo la lluvia. Ambas torres se encontraban vacías y oscuras.
El ronin silbó con suavidad mientras levantaba la vista para observarlas.
—Ésta no es una buena señal.
Mientras hablaba, el viento cambió y un nuevo aroma me detuvo en el medio del camino. Yumeko se volvió ante mi repentino alto, con los ojos inquisitivos mientras miraba hacia atrás.
—¿Tatsumi? ¿Hay algo mal?
—Sangre —murmuré, haciendo que el resto del grupo se detuviera también—. Puedo olerla más adelante —el aire estaba empapado de sangre, cargado con el aroma de la muerte y la descomposición—. Algo pasó. El pueblo no es seguro.
—Manténgase alerta, todos —advirtió la doncella del santuario, sacando un ofuda de su manga. A sus pies, su perro se erizó y mostró los dientes hacia la puerta, con los pelos del lomo completamente en punta—. No sabemos qué hay del otro lado, pero podemos suponer que no será placentero.
Miré a Yumeko.
—Mantente cerca —le dije en voz baja, y ella asintió. Al desenvainar a Kamigoroshi, la caseta del portero se bañó con una luz púrpura, y empujé la puerta de madera con la punta de la espada. La puerta gimió mientras se abría, hasta revelar la ciudad oscura y vacía más allá.
Atravesamos la puerta hacia Umi Sabishi. Los edificios de madera se alineaban en la calle. La mayoría eran estructuras simples, levantadas sobre gruesos postes a poca altura del suelo, erosionadas por décadas de aire marino y sal. Las piedras sobre los techos evitaban que éstos salieran volando en las tormentas, y había varios edificios inclinados ligeramente hacia la izquierda, como si estuvieran cansados del viento constante.
No había gente, ni viva ni muerta. No había cuerpos, miembros segmentados, ni siquiera manchas de sangre, aunque la ciudad mostraba signos de una terrible batalla: las puertas corredizas habían sido rasgadas, las paredes habían sido derribadas y muchos objetos yacían abandonados en sus calles. Un carro volcado, que había derramado su carga de cestas de pescado en el fango, se encontraba en el medio del camino, con las moscas zumbando alrededor. Una muñeca de paja yacía boca abajo en un charco, como si la dueña la hubiera dejado caer y no hubiera podido regresar por ella. Las calles, aunque saturadas de agua y convertidas en barro, habían sido destrozadas por el paso de docenas de pies presas del pánico.
—¿Qué pasó aquí? —murmuró el ronin, mirando alrededor con una flecha lista en su arco—. ¿Dónde está todo el mundo? No todos pueden estar muertos, habríamos visto al menos algunos cuerpos.
—Tal vez hubo algún tipo de catástrofe y todos huyeron del pueblo —reflexionó el noble, con la mano sobre la empuñadura de su espada mientras observaba las calles vacías.
—Eso no explica el estado de los edificios —dije, señalando con la cabeza un par de puertas de restaurante que habían sido partidas por la mitad: los marcos de bambú estaban rotos y el papel de arroz hecho trizas—. Este lugar fue atacado hace poco. Y algunos de esos atacantes no eran humanos.
—Entonces, ¿dónde están todos? —preguntó el ronin de nuevo—. ¿Este lugar fue atacado por un ejército de oni que se comieron a toda la gente del pueblo? No hay sangre, no hay cuerpos, nada. Uno pensaría que veríamos alguna señal de lo que pasó.
El noble miró a su alrededor. Aunque su voz era tranquila, la mano apoyada en la empuñadura de su espada delataba su inquietud:
—¿Deberíamos seguir adelante o dar marcha atrás?
Miré a los demás.
—Adelante —dijo la doncella del santuario después de un momento—. Todavía necesitaremos un transporte si queremos llegar a las islas del Clan de la Luna. Ciertamente, no podemos nadar hasta allá. Vayamos a los muelles. Tal vez encontremos a alguien que esté dispuesto a llevarnos.
—Mmm, ¿Reika ojou-san? —la voz de Yumeko, cautelosa y de pronto tensa, llamó nuestra atención—. Chu está… creo que él está intentando decirnos algo.
Miramos al guardián de la doncella del santuario y mis instintos se erizaron. El perro se había puesto rígido mientras miraba detrás de nosotros, con los ojos férreos y la cola levantada. Sus pelos estaban en punta, sus labios se curvaron hacia atrás para revelar los dientes, y un gruñido áspero emergió de su garganta.
Miré a la calle. Un cuerpo, borroso e indistinto, se arrastraba hacia nosotros a través de la lluvia. Se movía con paso torpe y tambaleante, vacilante e inestable, como si estuviera borracho. A medida que se acercaba y el gruñido de Chu se hacía más fuerte, se convirtió en una mujer vestida con una harapienta túnica de comerciante y un par de tijeras aferradas en una mano. Una máscara blanca y sonriente cubría su rostro, del tipo que se usa en las representaciones del teatro nou, y tropezaba descalza a través del barro, balanceándose de manera errática, pero firme detrás de nosotros.
Fue entonces cuando me percaté del extremo roto de una lanza clavada por completo en su cintura, que había manchado un extremo de su túnica de rojo oscuro. Una herida absolutamente fatal, pero que no parecía dolerle o retrasarla en lo absoluto.
Porque no está viva, pensé, justo cuando la mujer muerta levantó su rostro enmascarado… y de pronto aceleró el paso y se apresuró hacia nosotros como una marioneta poseída, tijeras en alto.
Los gruñidos de Chu estallaron en rugidos. El ronin soltó una maldición y disparó su flecha, que voló de manera infalible hacia el frente y golpeó a la mujer en el pecho. Ella se tambaleó un poco, resbaló en el barro y siguió moviéndose, dejando escapar un grito sobrenatural mientras avanzaba.
La espada del noble chirrió al ser liberada, pero yo ya me estaba moviendo con Kamigoroshi en mano cuando el cadáver se abalanzó sobre mí con un gemido. Arremetí, esquivando las tijeras que intentaban apuñalarme, y corté el pálido cuello blanco de la mujer. Su cabeza rodó hacia atrás mientras su cuerpo siguió avanzando algunos pasos, llevado por el impulso, y luego se derrumbó en el barro.
Un hedor que quemaba la nariz surgió del cuerpo retorcido, el olor a magia de sangre, podredumbre y descomposición, pero ningún