El verano de Raymie Nightingale. Kate DiCamillo

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El verano de Raymie Nightingale - Kate  DiCamillo Novela juvenil

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de inmediato. Todo ha cambiado. Mi hija ahora es famosa. Ha sido coronada Pequeña Señorita Neumáticos de Florida.

      Lee Ann dejaría de pintarse las uñas. Resoplaría en voz alta sorprendida y consternada (y también, tal vez, con envidia y admiración).

      Así es como Raymie imaginaba que sucedería.

      Probablemente. Quizá. Con suerte.

      Pero primero necesitaba aprender a hacer malabarismo de bastón.

      O eso dijo la señora Sylvester.

      CUATRO

      La señora Sylvester era la secretaria en la Aseguradora Familiar Clarke.

      La voz de la señora Sylvester era muy aguda. Cuando hablaba sonaba como un pajarito de caricatura, y eso provocaba que todo lo que decía sonara ridículo pero también posible: las dos cosas al mismo tiempo.

      Cuando Raymie le dijo a la señora Sylvester que se inscribiría al concurso Pequeña Señorita Neumáticos de Florida, la señora Sylvester aplaudió y dijo:

      —Qué idea tan fantástica. Toma caramelos.

      La señora Sylvester tenía un enorme frasco con caramelos en su escritorio, siempre y en todas las estaciones, porque creía en alimentar a la gente.

      También creía en alimentar a los cisnes. Todos los días, a la hora del almuerzo, la señora Sylvester tomaba una bolsa de comida para cisnes y visitaba el estanque junto al hospital.

      La señora Sylvester era muy bajita, y los cisnes eran altos y de cuellos largos. Cuando se paraba en medio de ellos con la bufanda en su cabeza y la gran bolsa de comida para cisnes entre sus brazos, parecía como un ser salido de un cuento de hadas.

      Raymie no estaba segura de qué cuento.

      Tal vez era un cuento de hadas que aún no se contaba.

      Cuando Raymie le preguntó a la señora Sylvester qué pensaba de que Jim Clarke dejara el pueblo con una asistente de dentista, la señora Sylvester había respondido:

      —Bueno, querida, he descubierto que casi todo resulta bien al final.

      ¿Todas las cosas resultan bien al final?

      Raymie no estaba segura.

      La idea parecía ridícula (pero también posible) cuando la señora Sylvester la dijo con su voz de pajarito.

      —Si pretendes ganar el concurso Pequeña Señorita Neumáticos de Florida —dijo la señora Sylvester— debes aprender a hacer malabarismo de bastón. Y la mejor persona para enseñar a hacer malabarismo de bastón es Ida Nee. Es campeona mundial.

      CINCO

      Esto explicaba lo que Raymie hacía en el patio de Ida Nee, bajo los pinos de Ida Nee.

      Estaba aprendiendo a hacer malabarismo de bastón.

      O supuestamente eso era lo que hacía.

      Pero la chica del vestido rosa se había desmayado, y la clase de malabarismo se había detenido.

      Ida Nee dijo:

      —Esto es ridículo. Nadie se desmaya en mis clases. No creo en el desmayo.

      El desmayo no parecía ser una cosa en la que necesitaras creer (o no) para que sucediera, pero Ida Nee era campeona mundial en malabarismo de bastón y probablemente sabía de lo que hablaba.

      —Son tonterías —dijo Ida Nee—. No tengo tiempo para tonterías.

      Este pronunciamiento fue recibido con un breve silencio, y luego Beverly Tapinski abofeteó a la chica del vestido rosa.

      Abofeteó una mejilla y después la otra.

      —¿Pero qué te pasa? —dijo Ida Nee.

      —Esto es lo que se les hace a las personas que se desmayan —dijo Beverly—. Las abofetea —abofeteó de nuevo a la chica—. ¡Despierta! —gritó.

      La chica abrió los ojos.

      —Uh-oh —dijo—. ¿Llegó la gente de la casa hogar del condado? ¿Marsha Jean está aquí?

      —No conozco a ninguna Marsha Jean —dijo Beverly—. Te desmayaste.

      —¿De verdad? —parpadeó—. Tengo los pulmones muy congestionados.

      —Esta clase ha terminado —dijo Ida Nee—. No voy a perder mi tiempo con holgazanes y gente que finge enfermarse. O que se desmaya.

      —Bien —dijo Beverly—. De todas formas nadie quiere aprender a hacer malabarismo con un estúpido bastón.

      Lo cual no era verdad.

      Raymie quería aprender.

      De hecho, necesitaba aprender.

      Pero no parecía una buena idea llevarle la contra a Beverly.

      Ida Nee se alejó de ellas marchando hacia el lago. Iba levantando muy alto sus piernas con botas blancas. Uno podía darse cuenta de que era una campeona mundial al verla marchar.

      —Siéntate —le dijo Beverly a la chica desmayada.

      La chica se sentó. Miró a su alrededor con sorpresa, como si hubiera sido depositada en la casa de Ida por error. Parpadeó. Puso la mano sobre su cabeza.

      —Siento mi cabeza tan ligera como una pluma pequeña —dijo.

      —Daaa —dijo Beverly—. Es porque te desmayaste.

      —Me temo que no habría sido un muy buen Elefante Volador —dijo la chica.

      Hubo un largo silencio.

      —¿Elefante? —preguntó finalmente Raymie.

      La chica parpadeó. Su cabello rubio parecía blanco bajo el sol.

      —Yo soy una Elefante. Mi nombre es Louisiana Elefante. Mis papás eran los Elefantes Voladores. ¿No has escuchado sobre ellos?

      —No —dijo Beverly—. No hemos escuchado sobre ellos. Ahora deberías ponerte de pie.

      Louisiana posó la mano sobre su pecho. Inhaló profundo. Resopló.

      Beverly puso los ojos en blanco.

      —Toma —extendió la mano. Era una mano mugrosa. Los dedos estaban manchados, y las uñas sucias y mordidas. Pero a pesar de la suciedad, o quizá debido a ella, esa mano se veía muy confiable.

      Louisiana la tomó, y Beverly la jaló para ayudarla a incorporarse.

      —Ay, Dios mío —dijo Louisiana—. Estoy repleta de remordimientos. Y miedos. Tengo muchos miedos.

      Se quedó ahí, de

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