Secretos y pecados. Miranda Lee
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–Usted no es el primero que busca en Demidov una debilidad que pueda explotar, pero no la hay. Está bien blindado. No tiene debilidades ni pecados pasados que puedan acosarlo. Ni tampoco vicios que usar contra él. Es inexpugnable.
Kiryl apretó los labios.
–Estoy de acuerdo en que es impresionante, pero ningún hombre es inexpugnable. Habrá un modo, una vulnerabilidad… y le prometo una cosa. Yo la encontraré y la explotaré.
El agente guardó silencio. Sabía que no debía discutir con el hombre que tenía enfrente. Kiryl había llegado a su posición de autoridad y de poder a través de circunstancias muy duras y desafiantes. Y eso se notaba.
No obstante, cuando se separaban, se sintió obligado a recordarle:
–Como ya he dicho, lo que necesita para ganarle a Demidov es un milagro. Siga mi consejo y retroceda ahora. Déjele el contrato y así no tendrá que sufrir la humillación de perder públicamente ante él.
¿Retroceder cuando estaba tan cerca de cumplir el juramento que se había hecho tantos años antes? ¡Jamás!
¿Podía arriesgarse a levantar la taza de té sin que le temblara tanto la mano que derramara el líquido? Alena no estaba segura. El corazón le brincaba todavía en el pecho y le ardía la cara por el efecto que aquella mirada verde brillante había tenido en ella. Aquel hombre la había mirado directamente. Se llevó las manos a las mejillas, todavía calientes, en un esfuerzo por enfriarlas un poco. No debía mirarlo más, porque simplemente no tendría fuerzas para soportar la desnuda virilidad de aquella mirada. Una mirada que le derretía las entrañas, convirtiéndolas en un líquido suave de anhelo que se estremecía dentro de ella. Y, sin embargo, tenía que mirar, tenía que dejar que sus sentidos y su cuerpo se saciaran de la peligrosa excitación de toda aquella masculinidad ferozmente sexual.
El pulso se le había acelerado y tenía la garganta tan seca que tragó saliva con fuerza cuando se permitió volver la cabeza en dirección a él, con el anhelo y la excitación golpeando con más fuerza que nunca en su interior y llenándola de anticipación… anticipación que dio paso al desaliento al darse cuenta de que él no estaba allí. Se había ido y, gracias a su estúpida inmadurez, había perdido la oportunidad de… ¿de qué? ¿De prolongar la intensidad de aquella embaucadora mirada hasta que sus huesos se derritieran y el corazón le estallara de excitación? Él podía haberse acercado y haberse presentado, podía haber…
Había algo en el suelo… un bolígrafo de oro. Debía de ser suyo. Seguramente se le había caído. Alena se levantó rápidamente y fue a recogerlo. El contacto son sus dedos fue frío y duro. Temblaba tanto que no pudo volver a incorporarse sin que le diera vueltas la cabeza. Lo vio de pie cerca de la salida del hotel. El hombre con el que había estado se marchaba. ¿Se iría también él? Alena cruzó el vestíbulo sin permitirse pensar en lo que hacía.
El sonido de sus tacones alertó a Kiryl de su presencia. Ella, al caminar, oscilaba tan delicadamente como los abedules plateados de los bosques norteños de Rusia.
–Se le ha caído esto.
Su voz era tan suave como el suspiro de una brisa primaveral. Le tendía un bolígrafo. No era de él, pero lo tomó de todos modos. La mano de la joven era de huesos delicados, dedos largos y finos, con las uñas pintadas de un brillo natural. Tenía un aspecto que no se compraba solo con dinero: una belleza traslúcida natural combinada con el tipo de buena educación que hablaba de privilegios y protección. Aquella mujer había dormido en lecho de plumas desde que naciera.
Enfadado consigo mismo por fijarse tanto en ella, la castigó por ello diciéndole con sorna:
–Y por supuesto, usted ha aprovechado esta oportunidad de oro para devolvérmelo, ¿verdad? Es notablemente obvio su interés por mí. ¿Nadie le ha dicho que le toca al hombre perseguir a la presa y revelar su deseo y no a la mujer?
Alena se puso muy roja. Se merecía la burla de aquel hombre… y su crueldad. Vasilii así lo habría dicho. Pero no estaba preparada para ellas y le dolían. En su cabeza se había hecho una imagen de aquel hombre en la que su peligro se veía atemperado por un deseo hacia ella similar al que sentía ella por él. Y ahora estaba pagando esa fantasía.
Kiryl la observó luchar por superar la vergüenza, con el orgullo luchando contra el dolor. La joven se mordió con tal fuerza el labio inferior, que se hinchó enseguida. ¿Se hincharía igual bajo la fiera exigencia de un beso de hombre? Contra su voluntad, Kiryl sintió una molestia en la entrepierna, donde se había excitado antes al verla.
–Mis disculpas. Ha sido de mala educación por mi parte.
Su disculpa fue intencionadamente falsa. No tenía ni tiempo ni ganas de lidiar con el frágil ego de una joven sensiblera, por muy deseable que resultara. Se conocía demasiado bien y sabía del humor que estaba en aquel momento, gracias a Vasilii Demidov; sabía que la oscuridad que llevaba dentro y que nunca había podido controlar del todo buscaría una víctima. Con los años, Kiryl se había enseñado a pensar en aquella oscuridad como una especie de vampiro mental, un eco de sí mismo que, cuando se despertaba, solo se podía calmar alimentándose del dolor emocional de otros. Sin duda habría personas que dirían que aquella oscuridad procedía de su niñez, pero Kiryl no tenía intención de regodearse en una época en la que había sido vulnerable. En vez de ello, prefería vivir el presente, y vivir el presente significaba asegurar el contrato. La chica era solo un peón prescindible en ese juego, y como tal, no tenía otro uso para ella que el de recipiente momentáneo de su frustración por el contrato en el que se hallaba metido.
Para Alena, sin embargo, su actitud resultaba insoportable. Se apartó de él, sintiéndose demasiado alterada y humillada para defenderse. Se limitó a mover la cabeza y girarse para regresar rápidamente a su mesa.
Una vez allí, pidió la cuenta y recogió el abrigo y el bolso. Se había puesto en evidencia de un modo terrible. Merecía el castigo que aquel hombre le había propinado. Se alegraba de que su medio hermano no hubiera presenciado aquello. Las lágrimas nublaron su visión.
Kiryl siguió los movimientos descoordinados de ella con la vista. Se dijo que era solo porque quería distanciarse de ella, nada más. Y sin embargo, su mirada y sus sentidos se mostraban renuentes a dejarla ir. Incluso en aquel momento, que estaba claramente alterada, mostraba todavía una gracia especial, una sensualidad natural increíble, una suavidad flexible, desde la parte superior de su pelo rubio oscuro brillante hasta la delicadeza de sus tobillos, tan finos que Kiryl sospechaba que cabrían fácilmente en su mano; lo que indicaba que toda ella podía inclinarse ante la voluntad del hombre que la poseyera.
¿Y quería él ser ese hombre? No era tanto cuestión de querer como de aprovechar lo que le ofrecía tan claramente. Después de todo, era un hombre con necesidades de hombre. Y era obvio lo que ella quería. Prácticamente se lo había suplicado, y para él sería un buen modo de librarse de la furia que sentía por ver sus planes amenazados por Vasilii Demidov. Había empezado a hacerlo burlándose de ella, pero eso podía arreglarlo fácilmente. Conocía el esquema. Ella empezaría fingiendo que rehusaba permitírselo, él la halagaría y ella cedería. Era un juego tan antiguo como la propia vida, y una hora con ella en su suite bastaría para calmar la molestia de su entrepierna.
Llamó a una camarera con un breve movimiento de la mano. Le dio instrucciones y se acercó a la mesa.
Alena se disponía a marcharse; estaba de espaldas a él esperando que otra camarera le llevara la cuenta.
–Antes no se ha tomado el té, y