Secretos y pecados. Miranda Lee
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–Vasilii es muy protector y no me deja sola. O no me deja sola normalmente. Pero esta vez… esta vez ha tenido que hacerlo –contestó Alena.
Volvió a sentir la culpa que sentía siempre que pensaba en cómo había engañado a su hermano. Pero, por mucho que apreciara a la señorita Carlisle, era una mujer muy mayor y muy anticuada. Cuando vivían sus padres, todo había sido muy diferente. Su padre era un hombre enérgico, lleno de alegría de vivir, y su madre una mujer muy cariñosa y comprensiva. Alena los echaba terriblemente de menos a los dos, pero sobre todo a su madre.
Los agudos sentidos de Kiryl le indicaban que allí pasaba algo. Algo cuyo significado para sus planes todavía tenía que adivinar y definir.
Enarcó una ceja.
–Parece más un carcelero que un hermano –bromeó.
Alena inmediatamente volvió a sentirse culpable. Estaba siendo muy desleal con Vasilii, pero, al mismo tiempo, le producía alivio y liberación hablar de lo que sentía. Aquel desconocido tenía algo que le hacía contar cosas que nunca había contado a nadie. Aun así, su amor por su hermano exigía que lo defendiera y corrigiera los malentendidos de Kiryl.
–Vasilii es muy protector conmigo porque me quiere y porque… porque prometió a nuestro padre en su lecho de muerte que cuidaría siempre de mí –bajó la cabeza–. A veces me preocupa que no se haya casado nunca por esa promesa. Porque, entre los negocios y lo mucho que se preocupa por mí, nunca ha tenido tiempo de conocer a alguien y enamorarse.
¿Enamorarse? ¿En qué planeta vivía aquella chica si pensaba que el matrimonio de uno de los hombres más ricos de Rusia tendría algo que ver con el amor? Aunque no culpaba a Demidov por eso. Cuando a él le llegara el momento de casarse, elegiría cuidadosamente a su esposa, siguiendo un proceso lógico y no un deseo ardiente temporal en la entrepierna. Pero no tenía intención de decirle eso a Alena. Cuanto más le revelaba ella, más se convencía él de que aquella chica podía ser el talón de Aquiles de su rival.
Pero Kiryl no era alguien que cediera a sus emociones. Su mantra personal era apoyar siempre el instinto con datos concretos antes de actuar, y no iba a traicionar el mantra en aquel momento por mucho que una voz interior le exigiera que asegurara sin dilación aquel cebo que podría usar en una trampa preparada para su rival en el contrato.
La defensa emocional que había hecho Alena de su hermano había añadido calor al gris plateado de sus ojos. Estos eran como piscinas claras profundas en los que Kiryl podía ver todos y cada uno de sus pensamientos. Así lo reconoció cuando ella lo miró por encima del borde de su taza y a continuación se ruborizó y ocultó rápidamente su mirada con el abanico oscuro de sus pestañas.
Había hecho mal en hablar de Vasilii con aquel hombre, se dijo Alena. Después de todo, era un extraño y ella sabía lo que pensaba Vasilii de protegerla a ella y a su intimidad. Dejó la taza sobre la mesa.
–Debo irme.
Kiryl asintió con la cabeza y se puso en pie.
–Gracias por el té –le dijo Alena. Y llamó a la camarera.
–Ha sido un placer. Y espero que sea solo el primero de muchos placeres que disfrutemos juntos, Alena Demidov.
Antes de que ella pudiera adivinar su intención, él le tomó la mano y se la llevó a los labios. La sensación del calor de su aliento en sus dedos temblorosos bastó para hacer que le subieran escalofríos por el brazo y se sintiera débil y vulnerable. Con la promesa sensual implícita en sus palabras, él coqueteaba con ella y cumplía las fantasías en las que se había estado regodeando desde la primera vez que lo vio.
Al moverse, Alena vio su reloj. ¡Vasilii! Seguramente le había enviado varios mensajes electrónicos, y se preocuparía si ella no los contestaba con rapidez.
–Son las cuatro. Tengo que irme. Mi hermano…
–¡Ah! Te apresuras a dejarme como una Cenicienta que teme que el reloj dé las doce, y me dejas sin un zapato que me ayude a buscarte. Pero volveremos a vernos, no lo dudes. Y cuando eso ocurra, procuraré que la promesa que he visto en tus ojos cuando me miras se convierta en algo más que una mirada.
Capítulo 2
En la intimidad de su suite, Kiryl llamó a su agente por teléfono y le dijo sin preámbulos:
–Alena Demidov, hermana de Vasilii Demidov. Quiero saber todo lo que haya que saber sobre ella.
Desde la ventana de su suite, veía el jardín privado situado en la plaza de abajo, donde la luz de febrero empezaba ya a decaer. Una joven de Europa del Este caminaba por allí con dos niños que llevaban el uniforme de un colegio muy exclusivo. Pero a Kiryl no le interesaban ni el jardín ni sus ocupantes. Toda su atención estaba centrada en el plan que empezaba a forjarse en su cabeza.
–Todo, Iván. Quiénes son sus amigos, cómo pasa el tiempo o lo que desayuna. Quiero saberlo todo. Y sobre todo quiero saberlo todo de su relación con su hermano Vasilii. Quiero saber lo que él piensa de ella y cuáles son sus planes para ella. Y quiero saberlo mañana por la mañana.
Terminó la llamada antes de que el otro pudiera decir algo y empezó a pasear por la sala de estar de la suite.
Le cosquilleaba el cuerpo con una mezcla potente de excitación, desafío y del conocimiento de que se había embarcado en un juego que podía ganar. Alena era la clave para la caída de su hermano. Estaba seguro. Lo intuía, lo olía y lo sentía dentro, en los genes gitanos que le había dado su madre y que tanto odiaba y despreciaba su padre.
En su cabeza se formó inesperadamente la imagen de Alena como la había visto cuando tomaban el té juntos… como una frágil flor que un hombre podía arrancar y aplastar en la mano, tan evidentes resultaban sus emociones y deseos. Algo luchaba por cobrar vida dentro de él, algo que tenía sus raíces en el breve tiempo que había pasado con su madre antes de que ella muriera, el único periodo de su vida en el que lo habían querido de verdad. Vaciló un momento. Pero no podía permitirse ser débil. No podía tener la debilidad de su madre, que había amado a su padre y lo había concebido contra los deseos de él. Tenía que ser fuerte en todo por lo que había luchado tanto, empujado siempre por el recuerdo del hombre que había sido su padre burlándose de él mientras lo empujaba a la alcantarilla antes de alejarse.
Por fin estaba todo a su alcance. Y si tenía que sacrificar a esa joven para cumplir la promesa mental que había hecho a su madre muerta, lo haría.
«La promesa que he visto en tus ojos cuando me miras».
En la luz grisácea de aquella mañana de febrero, Alena yacía en la cama de su dormitorio diseñado y decorado con lujo, entre las mejores sábanas que se podían comprar, pero tan incómoda como si fuera la princesa del cuento a la que no dejaba dormir un guisante. Cuentos de hadas. ¿Acaso no se trataba de eso? Pero el cuento de hadas de una mujer joven, no el de una niña. El cuento de hadas de un príncipe que no solo era atractivo y bueno, sino también sensual y sexy, un príncipe que ofrecía la experiencia, no de un estilo de vida mimado y protegido, sino de una sensualidad potente… el tipo de sexo apasionado y emotivo que quizá era solo una fantasía.
¿Por eso se sentía tan nerviosa y temerosa? ¿Porque ahora que