"El amor no procede con bajeza" (1 Co 13, 5). Claudio Rizzo
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3ª Predicación: “La histeria III”
“Por qué te quedas lejos, Señor,
y te ocultas en los momentos de peligro?”.
Salmo 10, 1
En el retiro anterior, tuvimos la oportunidad de evidenciar dos puntos destacados sobre la histeria: a) el aspecto de conjunto de la enfermedad; b) los síntomas que con mayor frecuencia se presentan.
Revisemos el primero brevemente. “La histeria es un modo anormal de reacción ante las exigencias de la vida”. Nos referimos a la autoexigencia como madre de las frustraciones. Y concluimos que lo que enviste a la enfermedad en forma delineal, es la sintomatología bajo la forma de agresión, un sentimiento peyorativo hacia los demás y hacia uno mismo. Esto nos da la pauta del carácter de anormalidad. Nunca está demás recordar que una patología es entendida como tal debido a la insistente perdurabilidad del síntoma. Tampoco dejamos de lado la influencia del estado de angustia que asecha a la enfermedad, razón por la cual les propuse seguir un proceso que podemos sintetizar en ver, evaluar y actuar.
Muchos han sido los autores que optan por distinguir entre el histerismo y la simulación. Como sostuvo Bleuler: “El simulador quiere aparentar enfermo: el histérico, serlo”. Puede ser que el histérico simule conscientemente algo de su enfermedad, pero lo que le hace histérico es su simulación inconsciente. Si intentamos ver el aspecto contradictorio que se da en el histérico, podría afirmarse que solamente lo inconsciente del histérico es consciente de la simulación. Su “Yo consciente” está convencido –en muchos casos al menos– de la realidad de su enfermedad y de la gravedad de sus sufrimientos y disgustos.
Al preguntarnos ¿Qué síntomas orgánicos presentan ordinariamente los histéricos? Podríamos sintetizar de la siguiente manera:
a. Lesiones nerviosas: parálisis, convulsiones, contracturas musculares, etc.
b. Aumento de manifestaciones orgánicas, hipertrofiándolas, esto es: el componente neurótico sirve a manera de caja de resonancia que amplifica los dolores o dificultades que el síntoma –un ligero golpe, por ejemplo– crearía en condiciones normales.
c. Los síntomas de excitación nerviosa llevan en ocasiones a provocar el “ataque histérico” (por ejemplo, muecas, estado de rigidez, el arco de círculo apoyándose en la cabeza y los talones es frecuente; son movimientos descoordinados; a veces se suman los “estados crepusculares” (se llaman así a los estados de seminconsciencia).
Evidentemente, hay factores o causas que predisponen a la histeria. Algunos, universal y científicamente demostrados, son la pereza (psicológica y espiritual), la miseria (que no es pobreza), los desórdenes de nuestra histeria (personal o comunitaria) no asimilados, el exceso en todo lo que hace a la valoración del hombre. El factor detonante esencial está especificado por una emoción moral violenta. La intensidad de la vivencia es muy subjetiva.
La emoción-shock es aquella que proviene de una educación tergiversada o expresado de otro modo, es una exaltación sentimental en los psicológico, misticista –en lo espiritual (provocarse visiones, autocastigos o inculpaciones con la cuota de exageración evidente, etc.).
También se da en la asidua lectura de libros terroríficos únicamente. Además, en el plano sexual el histérico busca “aventuras sexuales”, lo que hoy se denomina “touch and go” (toco y me voy). Todo esto ocasiona perturbaciones morales. La conducta de la persona entra en un desorden tanto en lo cognitivo, en lo afectivo como en lo conativo (rechazan los esfuerzos).
¿Podríamos ratificar que nosotros, por ser cristianos, estamos exentos de todo lo compartido hasta el momento? Si, no, ¿por qué?
Dice la Escritura: “Pero el pueblo de los que conocen a Dios se mantendrá firme y entrará en acción” (Dn 11, 32).
En la histeria hay un síndrome que es contraproducente. Se presenta habitualmente y conviene leerlo intra psíquicamente y lo podemos sumarizar en “jamás luciré lo bastante bien”. Se trata de una insatisfacción continua. La podemos apreciar a través de la necesidad de postración estética: el cuerpo, la ropa, en definitiva, las apariencias. A veces, perdemos de vista que lo que nos hace atractivos no es trabajar en forma desmedida sobre nuestros puntos débiles. Todo exige una mesura, un equilibrio. El secreto consiste en aceptarlos. Muchas personas intentan trabajar sobre su vulnerabilidad y nunca llegan a aceptarla. Entonces, ¿qué sentido tiene?
Aceptar nuestra labilidad equivale a aceptarnos a nosotros mismos y no hay nada más atractivo que una persona que se siente a gusto consigo misma. No siempre los puntos débiles son físicos, muchos son psicológicos, otros la falta de dinero o éxito, una posición social baja y actos pasados que creemos necesario ocultar, incluso frente a Dios.
La intransigencia no es buena compañía; muchas personas se tornan histéricas debido a que no manejan términos medios en su dialéctica que son los que equilibran. En algún momento nuestra conducta tiene matices, nunca es una simple cuestión de blanco o negro. Estos matices son “el atractivo de la ambigüedad”.
En una conferencia, Edith Stein (Santa Teresa Benedicta de la Cruz), refiriéndose al alma femenina más concisamente, sostuvo que los atributos de esa alma deben ser: amplia, tranquila, vacía de sí misma, cálida y luminosa. En su perspectiva, la santa se inclina por destacar que este estado del alma, la no agitación, la no histeria, no es generado por uno sino provocado por la Gracia. Dios es el que la anima y suscita la esperanza del logro.
¿Cómo Dios suscita la esperanza del logro?
El apóstol San Pablo, en su Teología sobre la salvación, nos enseña que la victoria de Cristo en nosotros, se da en medio de la experiencia de la contrariedad; eso es, la tribulación. Ella exige y hace surgir la paciencia, el aguante; la paciencia lleva a la “prueba”, en cuanto actitud del que ha sido “puesto a prueba” y ha salido airoso. Hay muchas circunstancias de la vida que nos ocasionan “pruebas”. En nuestro lenguaje formativo, hablamos de desafíos. La mayor esperanza es la certeza del don de salvación en la tensión entre la precariedad de nuestra historia, incluido el presente, a pesar del “shalom” de Dios y la plenitud futura.
San Pablo entiende que la paciencia, la prueba, la esperanza no son simplemente frutos de la capacidad del hombre en responder al don de Dios. Es verdad que en ellas se articula la respuesta del hombre, pero su fundamento sigue siendo el don de Dios. La esperanza “no será confundida”, o sea, no será puesta al descubierto como falsa o engañosa, porque la realidad del amor de Dios, que es origen fontal de toda gracia, obra en el creyente derramando en su corazón a su mismo Espíritu (Rom 5, 5).
De la imagen local “estar en gracia”, se pasa a la imagen orgánica. El corazón es justamente el órgano de la emotividad, en el que se asienta la esperanza. Allí mismo derrama el amor de Dios la fuerza de su Espíritu, y da la última garantía de que esa esperanza no será confundida: Dios mismo es el que la anima. Siempre tengamos en cuenta el Amor de Dios, como genitivo subjetivo, y no como genitivo objetivo, es decir, el amor del hombre hacia Dios.
Nos preguntamos, nos respondemos:
Iluminar las sombras…
Frente a todo lo compartido, estamos interiormente movilizados y preparados para entender que, como algunas veces lo tuvimos en consideración, no somos seres aditivos (una colección