Navidades perfectas. Kate Hoffmann

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Navidades perfectas - Kate Hoffmann Julia

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bien debía ir todos los días con una carta nueva… por si acaso. Santa Claus se daría cuenta de lo importante que era aquello para él. Incluso cabía la posibilidad de que se hicieran amigos. Santa Claus lo invitaría a visitar el Polo Norte y él podría llevarlo al colegio para presentárselo a sus compañeros. La antipática de Eleanor Winchell se moriría de envidia.

      Por supuesto, Eleanor había leído su carta en clase de la señorita Green, un recital de todo lo que necesitaba para pasarlo bien en Navidad: vestiditos, cuentos, muñecas… Y también informó a toda la clase que pensaba ser la primera en la cola en cuanto los almacenes Dalton recibieran a Santa Claus.

      Secretamente, Eric esperaba que esa carta se perdiera entre todas las demás. O que Eleanor se cayera al río Hudson y la corriente se la llevara a miles de kilómetros para atormentar a otros niños. ¡Era mala y envidiosa y, si Santa Claus no podía verlo por su carta, no se merecía tener un trineo mágico!

      Eric no había pedido un solo juguete. Y su regalo de Navidad no era nada egoísta porque servía tanto para su padre como para él.

      Habían pasado dos años desde que su madre se marchó. Entonces tenía cinco y medio, casi seis. Ya habían puesto el árbol de Navidad en el salón… y entonces se marchó. Y después todo fue tristeza.

      Las primeras navidades sin ella fueron difíciles, sobre todo porque Eric esperaba que volviese. Pero las últimas fueron peores. Su padre ni siquiera se molestó en poner el árbol. Dejaron a Thurston, su labrador negro, en una residencia canina y se fueron a Colorado a esquiar. Los regalos de Navidad ni siquiera estaban envueltos y sospechaba que Santa Claus no había pasado por allí porque estaban en un dúplex con una chimenea muy estrecha.

      —Niño, tú eres el siguiente.

      Una de las ayudantes de Santa Claus, vestida con una casaca de lunares rojos y mallas verdes, había abierto la verja y lo miraba con gesto de impaciencia. En la casaca llevaba una etiqueta con su nombre: Twinkie.

      Él dio un paso adelante, tan nervioso que apenas recordaba lo que tenía que decir.

      —¿Qué vas a pedirle a Santa Claus? —le preguntó Twinkie.

      Eric la miró, receloso.

      —Eso es un secreto entre él y yo.

      La ayudante soltó una risita.

      —Ah, el viejo acuerdo de confidencialidad entre Santa Claus y los niños.

      —¿Eh?

      —Nada, nada.

      —¿Tú lo conoces bien?

      —Como todos sus ayudantes.

      —Pues podrías echarme una mano —dijo Eric entonces, sacando el sobre del bolsillo. Si Santa Claus no recordaba quién era, a lo mejor Twinkie podría recordárselo—. Necesito que lea mi carta. Es muy, muy, muy importante —añadió, sacando un paquete de chicles del bolsillo—. ¿Tú crees que él…?

      Twinkie observó el sobre.

      —Eric Marrin, ¿eh? Lo siento, pero Santa Claus no acepta sobornos.

      —Pero yo…

      —Vamos, te toca —dijo ella entonces, empujándolo.

      Eric repasó mentalmente todo lo que iba a decir mientras se sentaba sobre la rodilla de Santa Claus, respirando profundamente para darse valor.

      Olía a menta y a tabaco de pipa y tenía la barriga muy blandita, así que se apoyó en ella y lo miró a los ojos. Al contrario que su antipática ayudante, Eric vio que aquel hombre era paciente y amable.

      —¿Eres Santa Claus de verdad?

      Algunos niños del colegio decían que Santa Claus no era real, pero aquel señor parecía muy real.

      El anciano sonrió.

      —Claro que sí, jovencito. ¿Cómo te llamas y qué puedo hacer por ti? ¿Qué juguetes quieres para Navidad?

      —Me llamo Eric Marrin y no quiero juguetes —contestó él, muy serio.

      —¿No quieres juguetes? Pero todos los niños quieren juguetes en Navidad.

      —Yo no. Quiero otra cosa. Algo mucho más importante.

      Santa Claus tomó su cara entre las manos.

      —¿Y qué es?

      —Yo… quiero un árbol de Navidad con muchas luces. Y quiero decorar mi casa con renos de plástico y espumillón. Quiero galletas de Navidad y villancicos. Y en Nochebuena quiero dormirme delante de la chimenea y que mi padre me suba en brazos a la cama… Y el día de Navidad quiero un pavo y pastel de chocolate…

      —Para, para, respira un poco —rio Santa Claus.

      Eric tragó saliva, sabiendo que quizá estaba pidiendo un imposible.

      —Quiero que sea como cuando mi mamá vivía con nosotros. Con ella la Navidad siempre era especial.

      El anciano se quedó callado un momento y Eric pensó que iba a echarlo a empujones de su casita por pedir demasiado. Conseguir juguetes era algo muy fácil para alguien que tiene una fábrica, aunque sea en el Polo Norte, pero su deseo era mucho más complicado.

      Pero si Raymond decía la verdad, el Santa Claus de los almacenes Dalton era la única oportunidad de hacer realidad sus sueños.

      —¿Dónde está tu mamá?

      —Nos dejó en Navidad, hace dos años. Y mi papá no sabe cómo hacer las cosas… el año pasado ni siquiera teníamos árbol. Y quiere que nos vayamos a esquiar otra vez a Colorado, pero si no estamos en casa no podremos tener una Navidad de verdad. Puede ayudarme, ¿no?

      —¿Quieres que tu madre vuelva por Navidad?

      —No —murmuró Eric—. Sé que no puede volver. Es actriz y viaja mucho. Ahora está en Londres haciendo una obra de teatro muy importante. La veo en verano durante dos semanas y me envía postales de todos los sitios a los que va. Y sé que usted no puede traerme una nueva mamá porque no puede hacer personas en su fábrica de juguetes.

      —Ah, ya veo que eres un niño muy listo —sonrió Santa Claus.

      —Me gustaría tener una nueva mamá, pero sé que no cabría en el trineo con todos los juguetes que tiene que traer a Schuyler Falls.

      —No, es cierto.

      —Además, tampoco cabría por la chimenea. Y a lo mejor a mi padre no le gusta y…

      —¿Qué es lo que quieres exactamente? —preguntó Santa Claus cuando Eric paró para tomar aliento.

      —¡Las mejores navidades del mundo! Una Navidad como cuando mi mamá vivía con nosotros.

      —Eso es un poco complicado.

      Eric se miró las botas de goma.

      —Lo sé. Pero si no puede hacerlo

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