Navidades perfectas. Kate Hoffmann

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Navidades perfectas - Kate Hoffmann Julia

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      —¡Ya lo tengo! —exclamó Meg—. El tipo para el que vamos a trabajar es un testigo protegido por el gobierno y ha dejado atrás a su familia para no cargarlos con sus problemas…

      —¡Ya está bien! —la interrumpió Holly—. Admito que esto es un poco raro, pero mira el lado bueno, Meg. Ahora que hemos terminado todos los encargos, no nos quedaba mucho que hacer.

      Desde luego, podía encontrar tiempo para decorar la casa de un cliente que le pagaba quince mil dólares por un trabajo de dos semanas, aunque fuese un testigo protegido por el gobierno.

      —¿Que no nos quedaba mucho que hacer? Tenemos seis escaparates con renos mecánicos que mantener y ya sabes lo temperamentales que son esos renos. Y hay que vigilar el árbol que decoramos en Park Avenue, porque si no todos los adornos acabarán en el río. Además, tenemos que comprar un montón de regalos de empresa…

      —No podemos rechazar este encargo, Meg. ¡Me he gastado la herencia intentando mantener el negocio a flote y mis padres ni siquiera han muerto!

      —¿Y cómo vamos a saber con quién debemos encontrarnos? Podría ser un psicópata…

      —No seas ridícula. El cheque era de una fundación. Y la carta dice que llevará una ramita de muérdago en la solapa.

      En ese momento, Holly vio a un hombre alto que se acercaba a ellas con la susodicha ramita de muérdago.

      —No hagas más bromas sobre la mafia —le dijo a Meg en voz baja.

      —Si salimos corriendo, podríamos tomar el tren antes de que nos mande a sus matones…

      —Cállate.

      El hombre llegó a su lado y Holly se fijó en el caro abrigo de cachemir y los suaves guantes de piel. Y cuando miró su rostro, se quedó sorprendida. Si aquel hombre era un mafioso, era el mafioso más guapo que había visto en su vida. Tenía el pelo oscuro, despeinado por el viento, y su perfil patricio parecía esculpido en mármol bajo la luz de las farolas.

      —Encantado de conocerla, señorita Bennett —la saludó estrechando su mano—. Señorita O’Malley… gracias a las dos por venir.

      —De nada, señor… lo siento, no me ha dicho su nombre —sonrió Holly.

      —Mi nombre no es importante.

      —¿Cómo nos ha localizado? —preguntó Meg, suspicaz.

      —Solo tengo unos minutos para hablar, así que será mejor que vayamos directos al grano —dijo él, sacando un sobre grande del bolsillo—. Toda la información está aquí. El contrato es por veinticinco mil dólares. Quince mil por su trabajo y diez mil para los gastos. Personalmente, creo que veinticinco mil dólares es demasiado, pero no ha sido decisión mía. Por supuesto, tendrán que quedarse en Schuyler Falls hasta el día después de Navidad. Eso no es un problema, ¿verdad?

      Sorprendida, Holly no sabía cómo contestar. ¿De quién había sido la decisión y de qué decisión estaba hablando?

      —Normalmente, soy yo quien sugiere un presupuesto y, una vez que ha sido aprobado, me pongo a trabajar. Yo… no sé lo que quiere ni cómo lo quiere y tengo una agenda muy apretada.

      —El folleto de su empresa dice «Creamos la Navidad perfecta». Eso es todo lo que él quiere, unas navidades perfectas.

      —¿Quién?

      —El niño. Su nombre es Eric Marrin. Todo está en el archivo, señorita Bennett. Y ahora, si me perdona, tengo que irme. Ese coche que está aparcado al otro lado de la plaza las llevará a su destino. Si tiene algún problema con el contrato, puede llamar al teléfono que aparece en el archivo y buscaremos a otra persona para que haga el trabajo.

      —Pero…

      —Señorita Bennett, señorita O’Malley, que pasen unas felices navidades.

      Después de eso, se dio la vuelta y desapareció entre la multitud de gente que salía de los almacenes, dejando a Holly y Meg con la boca abierta.

      —Guapísimo —murmuró Meg.

      —Es un cliente —la regañó Holly.

      —Sí, pero también es un hombre.

      —Ya, bueno… tú sabes que estoy prometida.

      Meg levantó los ojos al cielo.

      —Rompiste con Stephan hace casi un año y no has vuelto a verlo. Ni siquiera te ha llamado. Eso no es un prometido.

      —No hemos roto —replicó Holly, acercándose al coche que las esperaba al otro lado de la plaza—. Me dijo que me tomara el tiempo que quisiera para decidir. Y sí se ha puesto en contacto conmigo. El otro día me dejó un mensaje en el contestador. Me dijo que llamaría después de las navidades y que tenía algo muy importante que decirme.

      —No estás enamorada de él, Holly. Es estirado, cursi y egoísta. Y no es nada apasionado.

      —Pero podría amarlo —se defendió ella—. Y ahora que el negocio empieza a no perder tanto dinero, tendré cierta independencia…

      Meg lanzó un gruñido.

      —Mira, no quería decirte esto… especialmente antes de las navidades. Pero el mes pasado leí una cosa en el periódico…

      —Si es otra historia sobre el mundo de la mafia…

      —Stephan está comprometido —dijo su ayudante entonces—. Seguramente esa era la noticia importante que quería darte. Se ha comprometido con la hija de un millonario. Se casan en el mes de junio, en Hampton. No debería habértelo dicho así, pero tienes que olvidarte de Stephan. Se ha terminado, Holly.

      —Pero si estamos prometidos —murmuró ella, atónita—. Por fin he tomado una decisión y…

      —Y es absurdo. ¿Tú crees que uno puede tardar un año en decidir algo así? Es que no lo quieres. Algún día conocerás a un hombre que te volverá loca, pero ese hombre no era Stephan —dijo Meg entonces, dándole un golpecito en la espalda—. Así que vamos a concentrarnos en el trabajo, ¿eh? Acaban de ofrecernos quince mil dólares. Abre ese sobre y vamos a ver lo que tenemos que hacer.

      Atónita, Holly abrió el sobre. En su corazón sabía que Meg estaba en lo cierto. No quería a Stephan, nunca lo había querido. Solo aceptó salir con él porque nadie más se lo había pedido.

      Pero la noticia dolía de todas formas. Ser rechazada por un hombre… incluso un hombre al que no amaba, era humillante.

      Nerviosa, respiró profundamente. Pasaría aquellas navidades sola, sin familia, sin prometido, con nada más que el trabajo para ocupar su tiempo. Sola.

      Entonces sacó unos papeles del sobre. El primero era una carta, escrita aparentemente por un niño…

      —Ay, Dios mío. Mira esto, Meg.

      Su ayudante le quitó la carta y empezó a leer:

      Querido Santa Claus,

      Mi

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