Las cartas sobre la mesa - Suyo por un fin de semana - Un auténtico texano. Andrea Laurence
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Las cartas sobre la mesa - Suyo por un fin de semana - Un auténtico texano - Andrea Laurence страница 10
Annie apartó la vista de inmediato y respiró hondo, intentando calmar su deseo. La atracción que sentía por él no era nada conveniente. Necesitaba despejarse cuanto antes, pensó, mientras salía despacio del dormitorio. Si él iba a pasearse desnudo, era mejor que ella fuera a por café a la cocina.
Cuando estaba sentada delante del mostrador de granito, tomando sus primeros tragos de café, Nate entró en la cocina, vestido y guapo como siempre.
–¿Qué tienes previsto para hoy? –preguntó él, tras servirse una taza.
Annie frunció el ceño. No le gustaba tener que informarle de todos sus movimientos.
–No lo sé todavía. ¿Tenemos que hacer algo?
–No creo. Después de la reunión con Gabe, tendrás toda la tarde libre, hasta el cóctel de bienvenida. ¿Tienes vestido para la fiesta?
Ella arqueó una ceja. Sí, tenía un vestido. De hecho, tenía dos. Al principio, había pensado ponerse el más elegante y recatado de los dos, pero como castigo por su comportamiento de la noche anterior, iba a llevar el más sexy y escandaloso. Si su plan tenía éxito, sería él quien dormiría perseguido por cientos de fantasías frustradas.
–Sí –fue lo único que Annie respondió.
–Bien. La mayoría de los jugadores llegan hoy. Quizá, esta tarde puedas empezar a mezclarte con ellos y hacer algunas averiguaciones.
Annie odiaba convertir sus relaciones sociales en una caza de brujas.
–Mi hermana viene hoy. Creo que cenaré con ella y te veré en la fiesta.
–Olvidé que tenías una hermana. ¿Cómo se llamaba?
–Tessa. También juega en el campeonato.
–Bien. Me gustará conocerla al fin.
Annie dio un largo trago de café, esforzándose para no atragantarse.
–Sí, bueno. Tendré que hablar con ella antes de que hagamos las presentaciones formales.
–No vas a contarle nuestro plan, ¿verdad?
–No, pero mi hermana no va a tragarse tan fácilmente que estemos juntos. La fobia al compromiso es parte de nuestros genes familiares.
–¿No aprueba que estemos juntos?
–No lo hizo en un principio. Sobre todo, cuando me fui, me lo restregó por la cara. No dudo que va a echarme una buena reprimenda por haber vuelto contigo.
–¿Y qué pensaba tu madre de nosotros?
–Provengo de una larga línea de mujeres desconfiadas e independientes –explicó ella.
–Ah –dijo él–. No les gusta hablar de nuestro matrimonio.
–No creo –admitió ella–. Por otra parte, no estamos tan unidas. Hace años que no veo a mi madre. Ahora vive en Brasil –añadió.
Annie, al menos, intentaba viajar con un propósito y había elegido una profesión que encajaba con su alma inquieta. Tenía un piso en Miami que usaba como base de operaciones entre los campeonatos. Su madre, sin embargo, vagaba de un lado a otro según soplara el viento. Ella la había visto solo cuatro veces en diez años.
–¿Tú te llevas bien con tu familia? –quiso saber Annie.
–Depende de lo que consideres llevarse bien –replicó él, riendo–. Siempre había estado muy unido a mi padre y a mi abuelo hasta que mi abuelo murió. Entonces, mi padre se compró un rancho en Texas. Hasta entonces, casi toda mi familia vivía en Las Vegas. Los Reed llevan aquí desde 1964, cuando mi abuelo decidió mudarse desde Los Ángeles y abrir un hotel.
La madre de Annie, sin embargo, probablemente había olvidado dónde estaba en 1964.
–Todo un legado familiar.
–Sí –afirmó él, sonriendo con orgullo–. Me alegro de haber podido sacar adelante al Sapphire. Crecí corriendo por sus pasillos y haciendo los deberes en el despacho de mi padre. Cuando heredé el hotel, sabía que era importante mantener vivo el sueño de mi abuelo.
–¿Y tu madre?
La sonrisa de Nate se desvaneció.
–No la he visto desde que tengo doce años –contestó él con tono frío–. Se cansó de la vida en el casino y desapareció una noche.
Annie sintió el aguijón de la culpa. A pesar del desapego que Nate fingía, intuyó que era un tema doloroso para él. No era de extrañar que estuviera empeñado en castigarla por haberlo dejado.
–No lo sabía –comentó ella. Aunque tampoco estaba segura de que, si hubiera sabido lo de su madre, hubiera actuado de forma diferente.
–¿Cómo ibas a saberlo? Nunca te hablé de ello.
–Lo sé, pero… –balbució ella–. Siento haberte dejado igual que ella. Fui una cobarde por no hablarte de la ansiedad que sentía. Si hubiera sabido lo de tu madre, yo…
–No –le interrumpió él con la mandíbula tensa–. No me trates como si fuera un pobre niño traumatizado, porque no lo soy. No me hiciste ningún daño, Annie. No te lo habría permitido.
Entonces, Nate le volvió la espalda y se miró el reloj.
–Ve a vestirte. Gabe está a punto de llegar.
Gabe y Annie se miraban el uno al otro como si fueran enemigos mortales.
–Estamos en el mismo equipo –les recordó él.
Sus palabras no sirvieron para calmar la tensión que latía en los hombros de Gabe. Sospechaba de Annie y nada que su jefe pudiera decirle cambiaría eso. A Gabe se le daba bien adivinar cómo eran las personas. Por eso, esperaba que sus sospechas sobre Annie fueran solo a causa de cómo ella había actuado con él hacia años, y nada más. Aunque no había manera de tener seguridad sobre Annie. Era una extraña. Su esposa, su antigua amante, pero una extraña después de todo.
Gabe abrió su carpeta y sacó sus papeles.
–He estado haciendo algunas investigaciones. Aquí tengo una lista de posibles sospechosos –indicó el jefe de seguridad, y le tendió a Annie una lista con diez o doce nombres–. Yo empezaría por estos.
Nate observó cómo Annie revisaba la lista, sin que su rostro delatara lo que pensaba. Esa mujer tenía una de las mejores caras de póquer del mundo.
–Si tuviera que apostar por uno, sería Eddie Walker –opinó Gabe–. Aunque es un tipo muy escurridizo.
Annie asintió, sin ofrecer ninguna información adicional. Nate estaba seguro de que ella tenía que haber oído algo acerca de Walker. Era un jugador conocido por