Las cartas sobre la mesa - Suyo por un fin de semana - Un auténtico texano. Andrea Laurence

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Las cartas sobre la mesa - Suyo por un fin de semana - Un auténtico texano - Andrea Laurence Ómnibus Deseo

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      –De acuerdo. Llamaré para que traigan tu equipaje. Lo has dejado en recepción, ¿verdad?

      Annie abrió la boca para protestar, aunque él ya había empezado a dar órdenes por teléfono.

      A pesar de que tenía su casa en Henderson, Nate solía quedarse a dormir en el Sapphire cuando estaba trabajando, lo que ocurría siempre. Tal y como ella recordaba, su suite tenía cocina, salón y comedor… pero solo una cama.

      Frunciendo el ceño, se reprendió a sí misma por no haber hablado de todos los detalles antes de cerrar el trato.

      –¿Dónde voy a dormir?

      –En el dormitorio –contestó él.

      –¿Y tú? –insistió ella, incómoda. Debía dejar ese punto claro cuanto antes.

      –No duermo nunca, ¿recuerdas? –replicó con una sonrisa.

      Eso era casi verdad. Nate tenía la habilidad de sobrevivir con solo tres o cuatro horas de sueño al día.

      –Necesitas una cama, de todas maneras.

      –Nos preocuparemos por eso cuando llegue el momento –señaló con una sonrisa todavía más radiante.

      Sin embargo, su sonrisa no bastaba para engatusarla. Él estaba evadiéndose del tema a propósito, adivinó Annie, y miró el reloj. Eran más de las siete. Aunque se acostara tarde, el momento llegaría antes o después.

      –He aceptado tu plan porque no me has dado elección. Pero no voy a acostarme contigo.

      –No había planeado seducirte –repuso él, arqueando las cejas. Entonces, se acercó a ella y la rodeó con los brazos.

      Annie se echó hacia atrás en el sofá, incapaz de escapar. Mientras su aroma la envolvía, recordó que ese mismo olor había impregnado sus almohadas en esa misma suite. En aquel tiempo, Nate había tenido la habilidad de tocar su cuerpo como un experto músico tocaba un instrumento. Ningún hombre le había dado nunca tanto placer. La química entre ellos había sido explosiva.

      Cuanto más cerca estaba Nate, más dudaba ella que esa misma química se hubiera desvanecido con los años.

      –Pero, si lo hiciera… –susurró él, mirándola de arriba abajo–. ¿Qué tendría de malo? No es un crimen acostarte con tu marido, Annie.

      Al escucharle susurrar su nombre, Annie se sintió recorrida por una corriente eléctrica. Lo había dicho en el mismo tono bajo y sensual con el que solía decírselo al oído cuando hacían hecho el amor.

      –Además, no recuerdo que tuvieras ninguna queja a ese respecto –continuó él.

      Annie se pasó la lengua por el labio inferior. Después de todo ese tiempo, seguía deseando a Nate. No había duda.

      –Eso fue hace mucho –consiguió decir ella, casi sin aliento.

      –Ya veremos –repuso él, y se incorporó, rompiendo el hechizo de inmediato. Apartándose, le dio un último trago a su vaso y lo dejó sobre la mesa, dándole la espalda a Annie.

      Parecía tan calmado y frío como si estuviera cerrando un trato de negocios, observó Annie. Entonces, lo comprendió. El objetivo de Nate no era solo capturar a los tramposos, había otras formas de lograr eso sin que tuvieran que fingir estar casados. Y sin que fuera necesario que él la tocara.

      No, Nate quería hacerle pagar, adivinó ella. Estaba dispuesto a usar todas las armas de su arsenal, desde la seducción a la indiferencia, para asegurarse de que se sintiera incómoda y fuera de juego. Conseguiría el divorcio, pero la próxima semana sería un infierno. Además, sus probabilidades de ganar el torneo acababan de esfumarse, pues su concentración se había hecho pedazos antes de empezar.

      El sonido de la puerta del ascensor la sorprendió. Al levantar la vista, vio entrar a Gabe, el jefe de seguridad, que llevaba su equipaje.

      Annie se levantó para acercarse a saludarlo, pero la mirada de Gabe la detuvo en seco. Aunque siempre había tenido una sonrisa y buenas palabras para ella, sus ojos se le clavaron como cuchillos acusadores. Tenía la mandíbula y el cuello tensos. Gabe parecía guardarle más rencor que el mismo Nate.

      Sin decir palabra, el jefe de seguridad dejó caer el equipaje de ella junto a la mesa del comedor.

      –Llámame si me necesitas, señor –le dijo a su jefe, sin dejar de mirar a Annie con dureza. Acto seguido, salió de la suite.

      Annie nunca se había dado cuenta de lo protector que era Gabe con Nate. Aunque tenía razones para estar enfadado con ella, caviló, mordiéndose el labio.

      Como amigo y jefe de seguridad, estaba claro que Gabe no aprobaba el plan de Nate de usarla para su operación encubierta. Sobre todo, desaprobaría el que vivieran juntos. Si era sincera, Annie tampoco estaba muy satisfecha con esa parte del plan.

      Cuando giró la cabeza, se encontró con Nate sonriendo. Era la primera sonrisa sincera que esbozaba desde que lo había visto. Y se debía, por supuesto, a la incomodidad de ella.

      –No es uno de tus fans.

      –Me he dado cuenta. Esperaba que no le hubieras hablado a nadie de nosotros. ¿Quién más lo sabe? ¿Debo tener cuidado por si las criadas me tiran flechas envenenadas?

      Nate rio, meneando la cabeza.

      –No, solo lo sabe Gabe. No iba a decírselo, pero encontró tu alianza.

      La alianza. Annie lo había olvidado. La había dejado en la mesilla de noche antes de irse, pues no le había parecido bien llevársela.

      Perpleja, vio que Nate se sacaba el anillo del dedo meñique y se lo tendía.

      –Lo vas a necesitar. Para hacer tu papel.

      Annie lo tomó de su mano y observó la joya. Era un anillo sencillo de platino, sin nada especial. Lo cierto era que los habían elegido con mucha prisa. En ese tiempo, lo único que ella quería había sido convertirse en la señora de Nathan Reed. ¿En qué diablos había estado pensando?

      –¿Por qué lo llevabas puesto?

      –Como recordatorio.

      Annie comprendió que no se refería a nada sentimental. Más bien, debía de ser un recordatorio de lo mucho que la haría sufrir si ella volvía a caer en sus manos.

      –¿Dónde está tu anillo?

      –Guardado. No podía llevarlo y mantener, al mismo tiempo, mi reputación como el soltero más codiciado de Las Vegas –repuso él con gesto de disgusto. Entonces, se acercó a un cajón y sacó una cajita de terciopelo.

      –Ya. Estar casado podría interferir con tu vida social.

      Nate levantó la vista, observándola un momento antes de ponerse su anillo en el dedo.

      –No tengo vida social –admitió él, frunciendo el ceño–. Pensé que esa era una de las razones por las que me habías dejado.

      –No,

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