Las cartas sobre la mesa - Suyo por un fin de semana - Un auténtico texano. Andrea Laurence
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Capítulo Uno
–Señor Reed, nuestras cámaras han localizado a la Barracuda en la mesa tres, junto a las máquinas tragaperras.
Nate sonrió. Annie había caído en su trampa. No había podido resistirse a acudir al gran campeonato, aunque eso significara regresar a la escena del crimen. Como propietario y director del Casino Desert Sapphire, había ordenado a su equipo de seguridad que lo avisara en cuanto ella estuviera allí.
–Está jugando con el señor Nakimori y el señor Kline –informó Gabriel Hansen, su jefe de seguridad, después de escuchar lo que le decían por el auricular que lo conectaba con los agentes de planta.
–Típico de ella –dijo Nate, y se dispuso a bajar a las mesas. El empresario japonés y el viejo magnate del petróleo texano iban a perder toda su fortuna si no se la llevaba pronto. Por algo la llamaban la Barracuda.
–¿Quieres que te acompañe? –preguntó Gabe.
Nate suspiró. Además de su jefe de seguridad, Gabe era uno de sus mejores amigos y sabía que no tenía a Annie en muy alta estima después de lo que le había hecho.
–No, me ocuparé yo solo.
Colocándose la corbata, Nate tomó el ascensor y bajó los veinticinco pisos que separaban su suite del vestíbulo principal del casino.
Después de tantos años, al fin iba a poder vengarse de ella. Sin embargo, no era capaz de sentir toda la excitación que había anticipado. Tenía la boca seca y el pulso acelerado. ¿Cómo era posible que él, Nathan Reed, uno de los más exitosos empresarios de Las Vegas, estuviera nervioso por una mujer? La verdad era que Annie siempre había sido su debilidad.
Desde la puerta, la vio enseguida. Estaba sentada de espaldas a él, con las piernas cruzadas y el largo pelo negro cayéndole por los hombros. A su lado, el señor Nakimori se echó hacia atrás en la silla, tirando las cartas sobre la mesa con disgusto.
Cuando Nate se detuvo detrás de ella y le posó una mano en el hombro, Annie ni se inmutó. Había estado esperando su llegada.
–Caballeros –saludó Nate, sonriendo a los demás jugadores–. Me alegro de tenerlos de vuelta en el Shappire. ¿Va todo bien?
Jackson esbozó una amplia sonrisa.
–Iba bien, hasta que se presentó esta preciosidad.
–Entonces, estoy seguro de que nos les importará que les prive de su compañía –repuso Nate con una sonrisa.
–Estamos en medio de una partida.
Eran las primeras palabras que ella le dirigía desde que se había ido. No le había saludado. Lo único que se le ocurría era quejarse porque estaba interrumpiendo la partida, pensó él.
Inclinándose, Nate acercó los labios a su suave oreja. Olía a champú de jazmín, un aroma que le recordaba a su delicioso sabor entre las sábanas. Sin embargo, no iba a dejarse engatusar nunca más por ella.
–Tenemos que hablar. Deja la partida –ordenó él con tono tajante.
–Bueno, caballeros, supongo que he terminado –dijo ella con un suspiro. Dejó sus cartas en la mesa y se quitó la mano de Nate del hombro antes de levantarse.
–Buenas tardes –respondieron los otros dos hombres. Ambos parecían aliviados de prescindir de su presencia.
Annie agarró su bolso rojo de cuero y se dirigió a la salida. Enseguida, Nate la alcanzó y la agarró con firmeza del codo, guiándola al ascensor.
–Quítame las manos de encima –le espetó ella con la mandíbula apretada, intentando sin éxito zafarse.
–Nada de eso –respondió él con una sonrisa–. Los dos sabemos lo que pasó la última vez que hice eso. Si lo prefieres, puedo hacer que un agente de seguridad te escolte arriba.
Annie se detuvo de golpe y se giró hacia él.
–No te atreverás.
Cielos, era muy hermosa, pensó Nate, sintiendo que, de nuevo, lo invadía el deseo al estar con ella. Aunque le irritaba que su cuerpo siguiera reaccionando de esa manera al verla, a pesar de todo lo que le había hecho.
–¿Cómo que no? –replicó él. Annie no lo conocía en absoluto. Inclinó la cabeza hasta estar a unos milímetros de su cara–. ¿Quieres verlo? –le retó, agarrándola con más fuerza.
Annie no dijo nada. Se limitó a dejar de resistirse. Y él no la soltó hasta entrar en su suite.
Furiosa, se fue directa al despacho y se dejó caer sobre el sofá de cuero.
–¿Qué pasa? –preguntó ella–. Por hacerme subir aquí, he perdido una partida de cinco mil dólares. ¿Qué diablos quieres?
Nate se apoyó en el gran escritorio de caoba que había pertenecido a su abuelo y se cruzó de brazos.
–Tengo una propuesta para ti, Barbara Ann.
Annie arqueó una ceja con desconfianza.
–No tienes nada que yo pueda querer, Nathan. Si no, mi abogado