Las cartas sobre la mesa - Suyo por un fin de semana - Un auténtico texano. Andrea Laurence
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–Pero esa no es la verdad.
–Todas las mentiras tienen su parte de verdad –apuntó él–. Y no les daremos razón para dudar de nosotros –añadió con una amplia y seductora sonrisa.
¿A qué se refería con eso?, se preguntó ella, asustada.
–¿Es que… esperas que… nosotros…? –balbució Annie con la piel de gallina. De forma instintiva, se cruzó de brazos para protegerse.
–No –contestó él, riendo–. Solo será una farsa. Tendrás que quedarte conmigo en la suite. Comeremos juntos en público, nos mostraremos afectuosos. Incluso puede que tengas que aguantar algún beso. Así, nadie sospechará lo que nos traemos entre manos.
Annie se sonrojó al instante, como una adolescente. No era común en ella, pues había aprendido a camuflar sus sentimientos, algo que la había convertido en una excelente jugadora de póquer. Por alguna razón, Nate era la única persona capaz de traspasar su armadura de acero.
Al pensar en sus besos, recordó cómo solía darle vueltas la cabeza al estar entre sus brazos. Esos besos habían sido lo que la había convencido para que se casara con él. Por eso, no eran buena idea.
En realidad, era todo una idea muy mala. Espiar a sus colegas, fingir que estaba enamorada de Nate… Era jugar con fuego. No sería un peón en la partida de ajedrez de su examante.
–¿Y si me niego?
Annie observó cómo su marido le daba un largo trago a su vaso y se cruzaba de brazos, apoyándose en el escritorio. Su caro traje gris resaltaba unos anchos hombros y un cuerpo de pecado. Él no parecía afectado en absoluto por la idea de besarla. Al parecer, era ella la única que padecía esa debilidad. Lo único que Nate quería era utilizarla para hacer que su prestigioso hotel fuera todavía más exitoso.
A pesar de todo, Annie no había olvidado por qué se había enamorado de él. Era todo lo que se suponía que buscaba en un hombre: fuerte, inteligente, guapo, alto, atento y muy rico. Lo malo era que no estaba acostumbrada a que nadie le dijera lo que podía o no hacer. Las expectativas de Nate habían sido más de lo que ella había podido soportar.
Las mujeres de la familia Baracas no eran expertas en quedarse con sus parejas. Su matrimonio, aunque había sido corto, fue el primero de varias generaciones de su familia. Magdala Baracas había enseñado a sus hijas que los hombres podían ser un buen entretenimiento al principio pero que, al final, causaban demasiados problemas.
En ese momento, al mirar a su marido, Annie estaba de acuerdo con su madre. Nate era irritante. Le había negado el divorcio durante tres años solo para fastidiarla. Ahora, se lo ponía en bandeja.
–Si no cooperas, no hay divorcio. Tan sencillo como eso –afirmó él, mirándola fijamente.
Incómoda, ella apartó la vista y suspiró, llena de frustración.
–Vamos, Nathan, sé honesto. No se trata del póquer. Lo que quieres es doblegarme y castigarme por haberte dejado. No puedo creerme que quieras estar casado conmigo después de todo lo que ha pasado.
Annie no tenía ni idea de si su andanada iba a servir a favor de su causa o en contra. Sin embargo, no pudo contener las palabras, tras tres años de silencio.
–Lamento que confundiéramos el deseo con el amor y nos metiéramos en este lío. Pero quiero cerrar este capítulo de mi vida y dejarlo atrás. No quiero más jueguecitos, por favor –añadió ella.
Nate dio un paso atrás con una sonrisa burlona en el rostro.
–¿Piensas que va a serte tan fácil? ¿Crees que solo con mirarme con tus enormes ojos azules vas a hacerme cambiar de idea?
Annie se puso tensa. Quería acabar con aquello cuanto antes. Y no quería volver a tener nunca más ni una sola razón para estar en la misma habitación que Nate. Era peligroso. Ella era demasiado vulnerable a sus encantos, por eso, cuanto más lejos estuvieran, mejor.
–¿Qué cobra tu abogado por hora, Annie? Si rechazas mi oferta, veremos quién se queda sin dinero primero.
Annie sabía que eso tenía todas las de perder, a pesar de sus fabulosas ganancias como jugadora profesional.
–Por favor, Nate –rogó ella, con la mirada baja–. No puedo cambiar lo que pasó entre nosotros en el pasado, pero no me obligues a poner en jaque mi futuro. Si alguien descubre que estoy espiando para ti, mi carrera habrá terminado. Seré la mujer más odiada del mundo del póquer.
Annie se quedó esperando, sin levantar la vista. No podía decir nada más. Había puesto sus cartas sobre la mesa, pero no tenía muchas esperanzas de conseguir nada con ello. Intuía que Nate se había propuesto vengarse y arruinarle la vida, bien en el juzgado o bien en la mesa de juego. Después de tres años, él la tenía donde quería.
–Estas son mis condiciones –afirmó él con voz fría–. ¿Quieres el divorcio o no?
Claro que lo quería. Pero…
–Es un chantaje.
Nate sonrió. Era obvio que estaba disfrutando al verla acorralada.
–No me gusta esa palabra. Prefiero llamarlo un acuerdo de mutuo beneficio. Yo capturo a los estafadores y me aseguro el torneo durante diez años. Tú consigues el divorcio sin arruinarte. Muy fácil.
Para Annie, no tenía nada de fácil.
–¿Por qué yo?
–Necesito a alguien de su mundo. Tú eres una excelente jugadora. Tienes muchas probabilidades de llegar a la final. Es perfecto.
No tan perfecto, pensó ella, y respiró hondo un momento. Quería desaparecer de allí cuando terminara el campeonato y no volver a ver a Nate nunca más. Aun así, el precio era alto. Tenía que espiar para él y, para colmo, fingir que estaban felizmente casados.
Pero el torneo solo duraría una semana. Si todo iba bien, podía jugar, darle a Nate un par de pistas y, con suerte, salir de allí como una mujer libre y soltera.
–¿Puedo confiar en que mantendrás tu palabra si cumplo mi parte del trato?
–Annie, sabes bien que soy de confianza –aseguró él, arqueando una ceja–. Si aceptas, llamaré a mi abogado y le diré que envíe los papeles.
No le quedaba elección, caviló ella, mirándolo a los ojos.
–De acuerdo, Nate. Trato hecho.
Capítulo Dos
Annie se arrepintió de sus palabras en cuanto salieron de su boca, pero no podía echarse atrás.
Nate la observó con incredulidad. Se enderezó, mientras digería su victoria.
–Bien –dijo él al fin–. Me alegro de que seas razonable –añadió, dejando el vaso sobre la mesa–. ¿Te has registrado en el hotel?
Annie