Las cartas sobre la mesa - Suyo por un fin de semana - Un auténtico texano. Andrea Laurence
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Entonces, llamaron a Jerry por radio.
–Me necesitan en la sala de juegos –dijo.
Nate lo despidió y, después, posó la vista en Gabe. Era obvio que su jefe de seguridad se estaba mordiendo la lengua mientras miraba la alianza de platino que él acababa de ponerse.
–Dilo, Gabe.
–Esto no me gusta –admitió, meneando la cabeza–. No confío en ella. ¿Cómo sabes que no es amiga de alguno de los tramposos? Igual los pones sobre aviso. No tenemos ni idea de dónde reside su lealtad. Diablos, podría ser una de ellos.
Nate lo dudaba.
–Quiere el divorcio. Su lealtad hacia sí misma estará por encima de todo lo demás.
–Entiendo por qué esto es importante para el hotel. Pero ¿por qué ella?
–¿Por qué no utilizar a Annie? Me debe mucho. Si puedo hacerla sufrir y darle una lección, mucho mejor. Una vez que termine el torneo, la dejaré irse y no volveré a pensar en ella.
–Dices que esa mujer no te importa, entonces… ¿por qué estás poniendo tanto esfuerzo y tiempo en esto?
–Me merezco el derecho a resarcirme, ¿no?
–Claro. Ella se merece todo el sufrimiento que quieras causarle. Lo que me preocupa es que esto no acabe bien.
Nate apreciaba la preocupación de Gabe, aunque le gustaría que su amigo tuviera más fe en él.
–Todo irá según lo planeado. Cazaremos a esos tramposos, Annie pagará por sus irresponsabilidad y, al fin, quedaremos en paz.
–He visto cómo la miras, Nate. Sigues sintiéndote atraído por ella. Puede que no sea amor, pero lo que hay entre vosotros es lo bastante fuerte como para que, tras unos pocos días, volváis a escaparos juntos –opinó Gabe, y se inclinó hacia él–. Ella es tu talón de Aquiles, ¿qué crees que pasará cuando viváis tan cerca durante una semana?
–No va a pasar nada. He aprendido la lección. Te lo aseguro.
Capítulo Tres
Después de que Nate se hubo ido, Annie terminó de deshacer la maleta y se quedó sin saber qué hacer. Su día había tomado un giro inesperado y estaba demasiado nerviosa para descansar. Por no hablar de su libido que, como siempre, se había despertado al estar con él.
Faltaba una hora para la cena, así que decidió darse una ducha caliente y cambiarse de ropa.
Cuando entró en el restaurante eran las ocho en punto. El romántico asador era la joya de los restaurantes del hotel. Siempre tenía una larga lista de espera para parejas que querían celebrar aniversarios. Nate y ella había comido allí solo una vez antes. Había sido allí, bajo la luz de las velas y con la música lenta y sensual, donde les había surgido la idea de casarse.
Nate, siempre puntual, estaba esperándola en una mesa. Estaba ocupado con su agenda electrónica, escribiendo algo con la punta del dedo. Annie se quedó un momento observándolo mientras estaba distraído. Él rio mirando la pantalla.
Annie nunca le había contado la verdad a Nate, pero se había sentido consumida por completo por su atracción hacia él. En parte, seguía queriéndolo. Sin embargo, eso no cambiaba su decisión. Habían pasado demasiadas cosas.
Quizá era su sangre de gitana errante la que no le dejaba sentar la cabeza. Tal vez era por su carácter independiente, que le impedía dejar que un hombre la controlara. No lo sabía, pero la primera vez que Nate había puesto reparos a que viajara a un campeonato, la relación le había empezado a parecer asfixiante.
Nate se metió el teléfono en el bolsillo y se miró el reloj con gesto impaciente. En esa ocasión, no podía huir si quería recuperar su libertad para siempre, pensó Annie. Era hora de comportarse como su mujer ante la multitud, se dijo, y tomó aliento, preparándose para la actuación.
–Hola, guapo –saludó ella en voz alta para que la gente que había a su alrededor la oyera. Antes de que él pudiera reaccionar, le posó una mano en la nuca y le dio un beso en la boca.
Aunque había tenido la intención de darle un suave y fugaz beso nada más, cuando sus labios se tocaron, algo más fuerte tomó el control de sus actos. Era la misma sensación que, en el pasado, había sido su perdición. Una poderosa corriente sexual la recorrió, despertando sus sentidos tras haberse pasado años dormidos.
En cuanto a Nate, cuando la sorpresa inicial cedió, hizo también su parte, abrazándola con fuerza. Su boca se adaptaba a la perfección a la de ella, igual que sus cuerpos habían encajado como si hubieran estado hechos el uno para el otro…
Ese pensamiento hizo que Annie se apartara de golpe, empujándolo con suavidad de las solapas de su traje de Armani. No estaban hechos el uno para el otro. Lo suyo era mera atracción física, nada más, se recordó a sí misma.
–Hola –saludó él, sin soltarla del todo, mirándola con curiosidad.
–Hola –respondió ella en un jadeante susurro. Por nada del mundo quería que él supiera cuánto la afectaba, por eso, recuperó la compostura al instante para convencerle de que era solo una farsa–. ¿He sido lo bastante convincente?
Frunciendo el ceño, Nate la observó un momento, antes de soltarla.
–Sí. Veo que te has tomado en serio tu papel.
–Me muero de hambre –dijo ella con una sonrisa, cambiando de tema.
–Me alegro. Le he dicho a Leo que nos prepare una mesa muy romántica y muy visible –indicó él, mientras pasaban por delante de los clientes que esperaban ser sentados.
–Buenas noches, señor Reed. La señora Reed y usted tienen su mesa preparada –señaló Leo, el maître, al acercarse a ellos.
Acto seguido, Leo los acompañó a una mesa para dos iluminada con velas en el centro del comedor.
–Disfruten de su cena y felicidades a ambos –dijo el maître, les entregó las cartas y los dejó solos.
De pronto, Annie sintió el peso repentino de estar a solas con Nate en un escenario tan romántico. Además, al parecer, él había hecho correr la noticia de que estaban casados. Leo lo sabía y, pronto, se esparciría a los cuatro vientos.
Nate le tomó la mano sobre la mesa. Esforzándose para no apartarse de un respingo, ella se inclinó hacia él.
–¿Sabes? Lo has hecho muy bien. Hasta me has engañado a mí por un momento –comenzó a decir él con voz suave como terciopelo–. Así no me siento tan mal por haberte creído hace años. A veces, olvido que eres una mentirosa profesional.
Annie intentó zafarse de su mano, pero la estaba agarrando con demasiada fuerza.
–Necesitas hacerte la manicura –le susurró él al oído, ignorando su