La Regenta. Leopoldo Alas

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La Regenta - Leopoldo Alas biblioteca iberica

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que oyera dentro de sí, cuando llegó al pasaje en donde el santo refiere que paseándose él también por un jardín oyó una voz que le decía « Tole, lege » y que corrió al texto sagrado y leyó un versículo de la Biblia.... Ana gritó, sintió un temblor por toda la piel de su cuerpo y en la raíz de los cabellos como un soplo que los erizó y los dejó erizados muchos segundos.

      Tuvo miedo de lo sobrenatural; creyó que iba a aparecérsele algo.... Pero aquel pánico pasó, y la pobre niña sin madre sintió dulce corriente que le suavizaba el pecho al subir a las fuentes de los ojos. Las lágrimas agolpándose en ellos le quitaban la vista.

      Y lloró sobre las Confesiones de San Agustín , como sobre el seno de una madre. Su alma se hacía mujer en aquel momento.

      Por la tarde acabó de leer el libro. Dejó los últimos capítulos que no entendía.

      De noche, en la biblioteca, discutían don Carlos, un clérigo de Loreto y varios aficionados a la filosofía y a la buena sidra, que prodigaba el arruinado Ozores por tal de tener contrincantes. Decía que pensar a solas es pensar a medias. Necesitaba una oposición. El capellán quería dejar bien puesto el pabellón de la Iglesia y pasar agradablemente las noches que se hacían eternas en Loreto, aun en primavera.

      Ana, sentada lejos, casi hundida y perdida en una butaca grande de gutapercha, de grandes orejas, donde había ella soñado mucho despierta, soñaba también ahora con los ojos muy abiertos, inmóviles. Pensaba en San Agustín; se le figuraba con gran mitra dorada y capa de raso y oro, recorriendo el desierto en un África que poblaba ella de fieras y de palmeras que llegaban a las nubes. Era, como en la infancia, un delicioso imaginar; otro canto de su poema. Sólo con recordar la dulzura de San Agustín al reconciliarse en su cátedra con un amigo que asistió a oírle, del cual vivía separado, sentía Ana inefable ternura que le hacía amar al universo entero en aquel obispo.

      En el mismo instante juraba don Carlos que el cristianismo era una importación de la Bactriana.

      No estaba seguro de que fuera Bactriana lo que había leído, pero en sus disputas de la aldea era poco escrupuloso en los datos históricos, porque contaba con la ignorancia del concurso.

      El capellán no sabía lo que era la Bactriana; y así le parecía el más ridículo y gracioso disparate la ocurrencia de traer de allí el cristianismo.

      Y muerto de risa decía:—Pero hombre, buena Batrania te dé Dios; ¿dónde ha leído eso el señor Ozores?

      «El capellán no era un San Agustín—pensaba Anita—; no, porque San Agustín no bebería sidra ni refutaría tan mal argumentos como los de su padre. No importaba, el clérigo tenía razón y eso bastaba; decía grandes verdades sin saberlo». Don Carlos en aquel momento se puso a defender a los maniqueos.

      —Menos absurdo me parece creer en un Dios bueno y otro malo, que creer en Jehová Eloïm que era un déspota, un dictador, un polaco.

      «¡Su padre era maniqueo! Buenos ponía a los maniqueos San Agustín, que también había creído errores así. Pero su padre llegaría a convertirse; como ella, que tenía lleno el corazón de amor para todos y de fe en Dios y en el santo obispo de Hiponax».

      Después, buscando en la biblioteca, halló el Genio del Cristianismo , que fue una revelación para ella. Probar la religión por la belleza, le pareció la mejor ocurrencia del mundo. Si su razón se resistía a los argumentos de Chateaubriand, pronto la fantasía se declaraba vencida y con ella el albedrío.

      —«Valiente mequetrefe era el señor Chateaubriand, según don Carlos. Él tenía sus obras porque el estilo no era malo».—Se hablaba muy mal de Chateaubriand por aquel tiempo en todas partes. Después leyó Ana Los Mártires . Ella hubiera sido de buen grado Cimodocea, su padre podía pasar por un Demodoco bastante regular, sobre todo después de su viaje a Italia que le había hecho pagano. Pero ¿Eudoro? ¿dónde estaba Eudoro? Pensó en Germán. ¿Qué habría sido de él?

      Difícil le fue encontrar entre los libros de su padre otros que hablasen, para bien se entiende, de religión. Un tomo del Parnaso Español estaba consagrado a la poesía religiosa. Los más eran versos pesados, obscuros, pero entre ellos vio algunos que le hicieron mejor impresión que el mismo Chateaubriand. Unas quintillas de Fray Luis de León comenzaban así:

      Si quieres, como algún día,

      alabar rubios cabellos,

      alaba los de María,

      más dorados y más bellos

      que el sol claro al mediodía.

      El poeta eclesiástico que olvidaba otros cabellos para alabar los de María, le pareció sublime en su ternura; aquellos cinco versos despertaron en el corazón de Ana lo que puede llamarse el sentimiento de la Virgen , porque no se parece a ningún otro. Y aquella fue su locura de amor religioso.

      María, además de Reina de los Cielos, era una Madre, la de los afligidos. Aunque se le hubiese presentado no hubiera tenido miedo. La devoción de la Virgen entró con más fuerza que la de San Agustín y la de Chateaubriand en el corazón de aquella niña que se estaba convirtiendo en mujer. El Ave María y la Salve adquirieron para ella nuevo sentido. Rezaba sin cesar. Pero no bastaba aquello, quería más, quería inventar ella misma oraciones.

      Don Carlos tenía también el Cantar de los cantares , en la versión poética de San Juan de la Cruz. Estaba entre los libros prohibidos para Anita.

      —A mí no me la dan—decía don Carlos guiñando un ojo—; esta amada podrá ser la Iglesia, pero... yo no me fío... no me fío....

      Y disparataba sin conciencia; porque él, incapaz de calumniar a sus semejantes, cuando se trataba de santos y curas creía que no estaba de más.

      Ana leyó los versos de San Juan y entonces sintió la lengua expedita para improvisar oraciones; las recitaba en verso en sus paseos solitarios por el monte de Loreto que olía a tomillo y caía a pico sobre el mar.

      Versos a lo San Juan , como se decía ella, le salían a borbotones del alma, hechos de una pieza, sencillos, dulces y apasionados; y hablaba con la Virgen de aquella manera.

      Notaba Anita, excitada, nerviosa—y sentía un dolor extraño en la cabeza al notarlo—una misteriosa analogía entre los versos de San Juan y aquella fragancia del tomillo que ella pisaba al subir por el monte.

      Verdad era que de algún tiempo a aquella parte su pensamiento, sin que ella quisiese, buscaba y encontraba secretas relaciones entre las cosas, y por todas sentía un cariño melancólico que acababa por ser una jaqueca aguda.

      Una tarde de otoño, después de admitir una copa de cumín que su padre quiso que bebiera detrás del café, Anita salió sola, con el proyecto de empezar a escribir un libro, allá arriba, en la hondonada de los pinos que ella conocía bien; era una obra que días antes había imaginado, una colección de poesías «A la Virgen».

      Don Carlos le permitía pasear sin compañía cuando subía al monte de los tomillares por la puerta del jardín; por allí no podía verla nadie, y al monte no se subía más que a buscar leña.

      Aquel día su paseo fue más largo que otras veces. La cuesta era ardua, el camino como de cabras; pavorosos acantilados a la derecha caían a pico sobre el mar, que deshacía su cólera en espuma con bramidos que llegaban a lo alto

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