La Regenta. Leopoldo Alas
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Después de un recodo de la senda que seguía, Ana vio de repente nuevo panorama; Loreto quedó invisible. Enfrente estaba el mar, que antes oía sin verlo; el mar, mucho mayor que visto desde el puerto, más pacífico, más solemne; desde allí las olas no parecían sacudidas violentas de una fiera enjaulada, sino el ritmo de una canción sublime, vibraciones de placas sonoras, iguales, simétricas, que iban de Oriente a Occidente. En los últimos términos del ocaso columbraba un anfiteatro de montañas que parecían escala de gigantes para ascender al cielo; nubes y cumbres se confundían, y se mandaban reflejados sus colores. En lo más alto de aquel cumulus de piedra azulada Ana divisó un punto; sabía que era un santuario. Allí estaba la Virgen. En aquel momento todos los celajes del ocaso se rasgaban brotando luz de sus entrañas para formar una aureola a la Madre de Dios, que tenía en aquella cima su templo. La puesta del sol era una apoteosis. Las velas de las lanchas de Loreto, hundidas en la sombra del monte, allá abajo, parecían palomas que volaban sobre las aguas.
Al fin llegó Ana a la hondonada de los pinos . Era una cañada entre dos lomas bajas coronadas de arbustos y con algunos ejemplares muy lucidos del árbol que le daba nombre. El cauce de un torrente seco dejaba ver su fondo de piedra blanquecina en medio de la cañada; un pájaro, que a la niña se le antojó ruiseñor, cantaba escondido en los arbustos de la loma de poniente. Ana se sentó sobre una piedra cerca del cauce seco. Se creía en el desierto. No había allí ruido que recordara al hombre. El mar, que ya no veía ella, volvía a sonar como murmullo subterráneo; los pinos sonaban como el mar y el pájaro como un ruiseñor. Estaba segura de su soledad. Abrió un libro de memorias, lo puso en sus rodillas, y escribió con lápiz en la primera página: «A la Virgen».
Meditó, esperando la inspiración sagrada.
Antes de escribir dejó hablar al pensamiento.
Cuando el lápiz trazó el primer verso, ya estaba terminada, dentro del alma, la primera estancia. Siguió el lápiz corriendo sobre el papel, pero siempre el alma iba más deprisa; los versos engendraban los versos, como un beso provoca ciento; de cada concepto amoroso y rítmico brotaban enjambres de ideas poéticas, que nacían vestidas con todos los colores y perfumes de aquel decir poético, sencillo, noble, apasionado.
Cuando todavía el pensamiento seguía dictando a borbotones, tuvo la mano que renunciar a seguirle, porque el lápiz ya no podía escribir; los ojos de Ana no veían las letras ni el papel, estaban llenos de lágrimas. Sentía latigazos en las sienes, y en la garganta mano de hierro que apretaba.
Se puso en pie, quiso hablar, gritó; al fin su voz resonó en la cañada; calló el supuesto ruiseñor, y los versos de Ana, recitados como una oración entre lágrimas, salieron al viento repetidos por las resonancias del monte. Llamaba con palabras de fuego a su Madre Celestial. Su propia voz la entusiasmó, sintió escalofríos, y ya no pudo hablar: se doblaron sus rodillas, apoyó la frente en la tierra. Un espanto místico la dominó un momento. No osaba levantar los ojos. Temía estar rodeada de lo sobrenatural. Una luz más fuerte que la del sol atravesaba sus párpados cerrados. Sintió ruido cerca, gritó, alzó la cabeza despavorida... no tenía duda, una zarza de la loma de enfrente se movía... y con los ojos abiertos al milagro, vio un pájaro obscuro salir volando de un matorral y pasar sobre su frente.
(
—V—
La señorita doña Anunciación Ozores había llegado a los cuarenta y siete años sin salir de la provincia de Vetusta. Era por consiguiente una gran molestia, tal vez un peligro, aventurarse a recorrer en veinte horas de diligencia la carretera de la costa que llegaba hasta Loreto. La acompañaron en su viaje don Cayetano Ripamilán, canónigo respetable por su condición y sus años, y una antigua criada de los Ozores.
Había muerto don Carlos de repente, de noche, sin confesión, sin ningún sacramento. El médico decía que algún derrame, algún vaso.... Materialismo puro. Doña Anuncia veía la mano de Dios que castiga sin palo ni piedra. Esto no impidió que durante el viaje manifestase la señorita de Ozores, vestida de riguroso luto, un dolor apenas mitigado por la resignación cristiana.
«Ana, la hija de la modista, había caído en cama; estaba sola, en poder de criados; no había más remedio que ir a recogerla. Ante aquella muerte concluían las diferencias de familia».
—«Muerto el perro se acabó la rabia»,—había dicho uno de los nobles de Vetusta.
Doña Anuncia y don Cayetano encontraron a la joven en peligro de muerte. Era una fiebre nerviosa; una crisis terrible, había dicho el médico; la enfermedad había coincidido con ciertas transformaciones propias de la edad; propias sí, pero delante de señoritas no debían explicarse con la claridad y los pormenores que empleaba el doctor. Don Cayetano podía oírlo todo, pero doña Anuncia hubiera preferido metáforas y perífrasis. «El desarrollo contenido», «la crítica y misteriosa metamorfosis», «la crisálida que se rompe», todo eso estaba bien; pero el médico añadía unos detalles que doña Anuncia no vacilaba en calificar de groseros.
—«¡Qué gentes trataba mi hermano!»—decía poniendo los ojos en blanco.
Quince días había vivido sola en poder de criados aquella pobre niña, huérfana y enferma, pues doña Anuncia no se decidió a emprender el viaje de las veinte horas hasta que se le pidió esta obra de caridad en nombre de su sobrina moribunda. Ana estaba ya enferma cuando la sobrecogió la catástrofe. Su enfermedad era melancólica; sentía tristezas que no se explicaba. La pérdida de su padre la asustó más que la afligió al principio. No lloraba; pasaba el día temblando de frío en una somnolencia poblada de pensamientos disparatados. Sintió un egoísmo horrible lleno de remordimientos. Más que la muerte de su padre le dolía entonces su abandono, que la aterraba. Todo su valor desapareció; se sintió esclava de los demás. No bastaba la fuerza de sufrir en silencio, ni el refugiarse en la vida interior; necesitaba del mundo, un asilo. Sabía que estaba muy pobre. Su padre, pocos meses antes de morir, había vendido a vil precio a sus hermanas el palacio de Vetusta. Aquel era el último resto de su herencia. El producto de tan mala venta había servido para pagar deudas antiguas. Pero quedaban otras. La misma quinta estaba hipotecada y su valor no podía sacar a nadie de apuros. En manos del filósofo no había hecho más que ir perdiendo.
—«Es decir, que estoy casi en la miseria».
Sus derechos de orfandad, que le dijeron que serían una ayuda irrisoria, poco más que nada, tardaría en cobrarlos; no tenía quien le explicase cómo y dónde se pedían. Estaba sola, completamente sola; ¿qué iba a ser de ella? Los amigos del filósofo no le sirvieron de nada. No sabían más que discutir. El capellán no apareció por allí; la muerte repentina de don Carlos olía un poco a azufre.
Un día, tres o cuatro después de enterrado su padre, Ana quiso levantarse y no pudo. El lecho la sujetaba con brazos invisibles. La noche anterior se había dormido con los dientes apretados y temblando de frío. Había querido escribir a sus tías de Vetusta y no había podido coordinar las palabras; hasta dudaba de su ortografía.
Tuvo pesadillas, y aunque hizo esfuerzos para no declararse enferma, el mal pudo más, la rindió. El médico habló de fiebre, de grandes cuidados necesarios; le hizo preguntas a que ella no sabía ni quería contestar. Estaba sola y era absurdo. El doctor dijo que no tenía con quien entenderse; añadió pestes de la incuria de los criados.
—«La dejarán a usted morir, hija mía».
Ana dio gritos, se asustó mucho, se sintió