La Regenta. Leopoldo Alas
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—Si es claro, si genio y figura...—Cuando falta una base firme... —¡Si sabrá una!...—¿Pues, Obdulita? Ya ves lo que se dijo el año pasado; después se negó, se aseguró que era una calumnia...—¡A mí, que soy tambor de marina!
—¡Si sabrá una!—¡Si una hubiera querido! Y suspiró esta señorita de Ozores. Suspiró su hermana también.
Ana que descansaba, vestida, sobre su pobre lecho, saltó de él a las primeras palabras de aquella conversación. Pálida como una muerta, con dos lágrimas heladas en los párpados, con las manos flacas en cruz, oyó todo el diálogo de sus tías.
No hablaban a solas como delante de los señores de clase ; no eran prudentes, no eran comedidas, no rebuscaban las frases. Doña Anuncia decía palabras que la hubieran escandalizado en labios ajenos. La conversación tardó en volver al pecado de Ana, a la vergüenza de que les hablaba la carta de doña Camila. La huérfana oía, desde su alcoba, historias que sublevaban su pudor, que le enseñaban mil desnudeces que no había visto en los libros de Mitología. Pero aquellas mujeres ya se habían olvidado de ella. Tarsila, Obdulia, Visitación, otro pimpollo que se escapaba por el balcón en compañía de su novio, la misma marquesa de Vegallana, sus hijas, sus sobrinas de la aldea, todo Vetusta, la de clase inclusive, salía allí a la vergüenza, en aquella venganza solitaria de las dos señoritas incasables de Ozores. En aquel mundo de flaquezas, de escándalos, ¿quién recordaba ya la aventura, poco conocida al cabo, de la sobrinilla enferma?
Volvieron sin embargo las solteronas al punto de partida; según ellas, se trataba de un marinero que había abusado de la inocencia o de la precocidad de la niña. Se discutió, como en el casino de Loreto, la verosimilitud del delito desde el punto de vista fisiológico. Hablaron aquellas señoritas como dos comadronas matriculadas. ¡Qué riqueza de datos! ¡Qué empirismo tan provisto de documentos! Doña Anuncia tenía la boca llena de agua. Buscaba a cada momento el recipiente de porcelana que estaba a los pies de su butaca.
«En cuanto a la moral, tampoco era el caso grave, porque en Vetusta nadie debía de saber nada. Lo malo sería que aquella muchacha hubiera seguido con vida tan disoluta. Pero no había motivo para creerlo. Nada más habían sabido que la condenase. Sobre todo, pronto se había de ver».
Ana, que tuvo valor para sufrir hasta la última palabra, comprendió que sus tías lo perdonaban todo menos las apariencias: que con tal de ser en adelante como ellas, se olvidaba lo pasado, fuese como fuese. Cómo eran ellas ya lo iba conociendo. Pero estudiaría más.
Había habido algunos minutos de silencio.
Doña Águeda lo rompió diciendo:
—Y yo creo que la chica, si se repone, va a ser guapa.
—Creo que era algo raquítica, por lo menos estaba poco desarrollada....
—Eso no importa; así fuí yo, y después que...—Ana sintió brasas en las mejillas—empecé a engordar, a comer bien y me puse como un rollo de manteca.
Y suspiró otra vez doña Águeda, acordándose del rollo que había sido.
Doña Anuncia había tenido sus motivos para no engordar: unos amores románticos rabiosos. De aquellos amores le habían quedado varias canciones a la luna, en una especie de canto llano que ella misma acompañaba con la guitarra. Una de las canciones comenzaba diciendo:
Esa luna que brilla en el cielo
melancólicamente me inspira:
es el último son de mi lira
que por última vez resonó.
Se trataba de un condenado a muerte.
El bello ideal de doña Anuncia había sido siempre un viaje a Venecia con un amante; pero una vez que el siglo estaba metalizado y las muchachas no sabían enamorarse, ella quería utilizar, si era posible, la hermosura de Ana, que si se alimentaba bien sería guapa como su padre y todos los Ozores, pues lo traían de raza. Sí, era preciso darle bien de comer, engordarla. Después se le buscaba un novio. Empresa difícil, pero no imposible. En un noble no había que pensar. Estos eran muy finos, muy galantes con las de su clase, pero si no tenían dote se casaban con las hijas de los americanos y de los pasiegos ricos. Lo sabían ellas por una dolorosa experiencia. Los chicos innobles , que pudiera decirse, de Vetusta, no eran grandes proporciones; pero aunque se quisiera apencar—apencar decía doña Águeda en el seno de la confianza—, con algún abogadote, ninguno de aquellos bobalicones se atrevería a enamorar a una Ozores, aunque se muriese por ella. La única esperanza era un americano. Los indianos deseaban más la nobleza y se atrevían más, confiaban en el prestigio de su dinero. Se buscaría por consiguiente un americano. Lo primero era que la chica sanase y engordase.
Ana comprendió su obligación inmediata; sanar pronto.
La convalecencia iba siendo impertinente. Toda su voluntad la empleó en procurar cuanto antes la salud.
Desde el día en que el médico dijo que el comer bien era ya oportuno, ella, con lágrimas en los ojos, comió cuanto pudo. A no haber oído aquella conversación de las tías, la pobre huérfana no se hubiera atrevido a comer mucho, aunque tuviera apetito, por no aumentar el peso de aquella carga: ella. Pero ya sabía a qué atenerse. Querían engordarla como una vaca que ha de ir al mercado. Era preciso devorar, aunque costase un poco de llanto al principio el pasar los bocados.
La naturaleza vino pronto en ayuda de aquel esfuerzo terrible de la voluntad. Ana quería fuerzas, salud, colores, carne, hermosura, quería poder librar pronto a sus tías de su presencia. El cuidarse mucho, el alimentarse bien le pareció entonces el deber supremo. El estado de su ánimo no contradecía estos propósitos.
Aquellos accesos de religiosidad que ella había creído revelación providencial de una vocación verdadera, habían desaparecido. Ellos determinaron la crisis violenta que puso en peligro la vida de Ana, pero al volver la salud no volvieron con ella: la sangre nueva no los traía.
En los insomnios, en las exaltaciones nerviosas, que tocaban en el delirio, las visiones místicas, las intuiciones poderosas de la fe, los enternecimientos repentinos le habían servido de consuelo unas veces y de tormento otras. Había notado con tristeza que aquella fe suya era demasiado vaga; creía mucho y no sabía a punto fijo en qué; su desgracia más grande, la muerte de su padre, no había tenido consuelo tan fuerte como ella lo esperaba en la piedad que había creído tan firme y tan honda, aunque tan nueva. Para aquella ausencia, para la necesidad que sentía de creer que vería a su padre en otro mundo, servíale sin embargo la religión; pero muy poco para consuelo de los propios males, para remediar las angustias del egoísmo asustado, de los apuros del momento que nacían de la soledad y la pobreza. El pánico de su abandono, que fue el sentimiento que venció a todos, no lo curaba la fe.
—«La Virgen está conmigo»—pensaba Ana en el lecho, allá en Loreto, y acababa por llorar, por rezar fervorosamente y sentir sobre su cabeza las caricias de la mano invisible de Dios; pero sobrevenía un ataque nervioso, sentía la congoja de la soledad, de la frialdad ambiente, del abandono sordo y mudo, y entonces las imágenes místicas no acudían. Hacía falta un amparo visible. Por eso pensó en sus tías a quien no conocía, de las que sabía poco bueno, y deseó su presencia, creyó firmemente en la fuerza de la sangre, en los lazos de la familia.
Durante la convalecencia de la primera fiebre,