Obras de Jack London. Jack London
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¡Oh! El espectáculo era grandioso, y bien merecía el trabajo que me costó prepararlo.
Como ya he dicho, el pequeño remanso formaba el fondo de una especie de anfiteatro natural, y el arroyo tenía pasaderas de piedra a la entrada y a la salida. Claverhouse, seguido de Belona, corría dando vueltas y más vueltas de un lado a otro; ambos, pasando y repasando la corriente, como dos bolas dentro de un plato, persiguiéndose, en un divertido e interesante juego. Nunca hubiera creído que un hombre de su aspecto poseyese tal ligereza, pues Claverhouse corría con una velocidad asombrosa, mientras la perra lo seguía de cerca, ganando terreno a cada paso, a punto de alcanzarlo... Y en el momento en que se tocaban, él a toda carrera, ella con el hocico casi junto a su rodilla, se produjo la explosión: un relámpago, una nube de humo blanquecino y una detonación formidable que retumbó en la montaña... Donde habían estado el hombre y el perro no quedaba sino una hondonada en el suelo de la planicie...
R
El juez calificó el suceso de “muerte accidental en la circunstancia de hallarse pescando por medios prohibidos”.
He aquí por qué me precio de la forma delicada y artística que empleé para acabar con Juan Claverhouse. No hubo brutalidad, no hubo torpeza; nada de qué tener que avergonzarme, convendrán ustedes conmigo.
Y ya su risa infernal no repercute sus ecos entre mis queridas montañas ni me irrita la aparición de su estúpida cara de luna.
Mis días transcurren plácidos y por las noches duermo tranquilamente como un niño...
(
El burlado
Aquél era el final. Subienkow había recorrido un largo camino de amargura y horrores, guiado, como una paloma, por el instinto que lo llevaba hacia las capitales de Europa, y allí, en el punto más lejano, en la América rusa, el sendero acababa. Estaba sentado en la nieve con los brazos atados a la espalda, esperando la tortura. Miró con curiosidad al enorme cosaco que, tendido de bruces sobre la nieve, gemía de dolor frente a él. Los hombres habían acabado con el gigante y se lo habían entregado a las mujeres. Sus gritos atestiguaban que ellas habían excedido en crueldad a los varones.
Subienkow miró y se estremeció. No temía a la muerte. En el largo camino de Varsovia a Nulato había arriesgado la vida demasiadas veces para temerle ahora al simple hecho de morir. Lo que sí le asustaba era la tortura. Era una afrenta a su espíritu. Una afrenta, no por el dolor que tuviera que soportar, sino por el triste espectáculo que le haría ofrecer ese dolor. Sabía que rogaría, que suplicaría, que imploraría como lo habían hecho el Gran Iván y los que le habían precedido. Y eso le repugnaba. Con valor y serenidad, con una sonrisa y una chanza... así había que morir. Pero perder el control, dejar que el dolor de la carne afectara su espíritu, chillar y escandalizar como un simio, rebajarse a la categoría de bestia... eso era lo terrible.
No había tenido ocasión de escapar. Desde el primer momento, desde el día en que se había entregado al sueño apasionado de la independencia de Polonia, había sido un títere en manos del destino. Desde el primer momento... A través de Varsovia, de San Petersburgo, de las minas de Siberia, de Kamchatka, de los barcos alucinantes de los ladrones de pieles, el destino le había ido conduciendo hasta este terrible final. Indudablemente, en los cimientos del universo estaba escrito que acabaría así. Él, un hombre fino y sensible, con los nervios a flor de piel, un soñador, un poeta, un artista... Aun antes de que nadie imaginara su existencia se había sentenciado que aquel manojo estremecido de sensibilidad que había de ser su persona sería condenado a vivir en la brutalidad más cruda y vociferante y a morir en ese reino lejano de la noche, en ese lugar oscuro situado más allá del último confín.
Suspiró. Aquel bulto informe que tenía ante él era el Gran Iván, el gigante, el hombre sin nervios, el de temple de acero, el cosaco convertido en pirata de los mares, flemático como el buey y dotado de un sistema nervioso tan resistente que lo que el hombre común consideraba dolor era para él apenas un simple cosquilleo. Pues bien, nadie como esos indios nulatos para encontrar los nervios de Iván y seguirlos hasta la raíz de su espíritu estremecido. Indudablemente lo habían conseguido. Era inconcebible que un hombre pudiera sufrir tanto y, sin embargo, seguir viviendo. El Gran Iván estaba pagando caro el temple de sus nervios. Ya había durado más del doble que cualquiera de los otros.
Subienkow se dio cuenta de que no podía aguantar por más tiempo el sufrimiento del cosaco. ¿Por qué no moría ya? Si no dejaba de oír sus gritos, pronto se volvería loco. Pero cuando éstos cesaran, le llegaría el turno a él. Y para colmo, allí estaba Yakaga, sonriéndole de antemano con una mueca brutal... Yakaga, el hombre a quien sólo la semana anterior había arrojado del fuerte cruzándole la cara con el látigo que utilizaba para los perros. Yakaga se encargaría con gusto de él. Seguro que le reservaba torturas más refinadas, más exquisitas que las que destinaban a los otros.
¡Ay! Del grito de Iván dedujo que aquél había sido un buen golpe. Las indias que se cernían sobre el cosaco retrocedieron un paso entre palmas y carcajadas. Subienkow vio entonces la acción monstruosa que habían perpetrado y comenzó a reír histéricamente. Las mujeres le miraron asombradas. Pero Subienkow no podía dejar de reír.
Así no llegaría a ninguna parte. Se dominó, y poco a poco sus sacudidas espasmódicas se fueron calmando. Se esforzó por pensar en otras cosas y comenzó a leer en su pasado. Recordó a su padre y a su madre y al pony de pintas que le habían regalado, y al profesor de francés que le había enseñado a bailar y le había prestado a hurtadillas un libro de Voltaire, viejo y manoseado. Una vez más vio a París, y el Londres melancólico, y la alegre Viena, y Roma. Y una vez más vio a aquel grupo bravío de jóvenes que, como él, habían soñado con una Polonia independiente y con instaurar a un rey polaco en el trono de Varsovia. Allí había comenzado el largo camino. Al menos él era el que más había durado. Uno por uno, comenzando por los dos que habían ejecutado en San Petersburgo, había visto caer a todos aquellos valientes: uno aquí a manos de un carcelero, otro allá en el camino sangriento de exilio que habían recorrido durante meses sin fin, otro más vencido por los golpes y malos tratos de los guardas cosacos. Siempre el mismo salvajismo; un salvajismo brutal, bestial... Habían muerto de fiebres, en las minas, bajo el azote del látigo. Los dos últimos habían sucumbido en la huida, en la batalla con los cosacos. Sólo él había logrado llegar a Kamchatka con los documentos y el dinero robados a un viajero que había dejado agonizando sobre la nieve.
No había visto sino brutalidad. Todos aquellos años, mientras tenía el pensamiento puesto en salones, en teatros y en cortes, la brutalidad lo había asediado. Había comprado su vida con sangre. Todos se habían manchado las manos. Él mismo había asesinado a aquel viajero para poder robarle el pasaporte. Había tenido que probar su valor manteniendo sendos duelos con dos oficiales rusos en un mismo día. Había tenido que demostrar su valentía para ganarse un puesto entre los ladrones de pieles. Tras él quedaba el interminable camino que atravesaba toda Siberia y toda Rusia. No podía volver atrás; por allí no había escape posible. No le quedaba más opción que seguir adelante, atravesar el mar de Bering, oscuro y helado, para llegar a Alaska. El camino lo había llevado del puro y simple salvajismo a un salvajismo aún más refinado. En los barcos de ladrones de pieles, castigados por el escorbuto, sin comida ni agua, asediados por las inacabables tormentas de aquel mar tormentoso, los hombres se convertían en animales. Tres veces había salido de Kamchatka en dirección al Este. Y otras tantas, después de pasar toda clase de sufrimientos y penalidades, los sobrevivientes habían vuelto a Kamchatka. No había posibilidad de huir y no podía volver al punto de partida, donde las minas y el látigo