Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад

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Las Grandes Novelas de Joseph Conrad - Джозеф Конрад biblioteca iberica

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¿Qué? No estoy excitado —reprochó, muy ofendido, y con un movimiento convulsivo del codo derribó la botella de coñac. Yo me adelanté, raspando la silla contra el suelo. Él saltó de la mesa como si una mina hubiese estallado a su espalda, y se volvió a medias antes de caer de nuevo, acurrucado, y mostrándome un par de ojos sobresaltados y un rostro blanco en torno de las fosas nasales.

      Luego apareció una expresión de intenso disgusto.

      —Lo siento mucho. ¡Qué torpeza! —murmuró, muy molesto, en tanto que el punzante olor del alcohol derramado nos envolvía, de pronto, con una atmósfera de mísera borrachera en la fresca y pura oscuridad de la noche. En el comedor las luces estaban apagadas; nuestra vela parpadeaba, solitaria, en la larga galería, y las columnas se habían vuelto negras, desde el pedestal hasta el capitel. Bajo las lívidas estrellas la alta esquina de la Oficina de Puertos se destacaba con claridad a través de la explanada, como si el sombrío edificio se hubiese deslizado, acercándose, para ver y escuchar.

      Él adoptó una expresión de indiferencia.

      —Me atrevo a afirmar que ahora estoy menos calmo que entonces. Estaba dispuesto a todo. Esas eran tonterías.

      —Pasó momentos muy animados en ese bote —señalé.

      —Estaba preparado —repitió—. Después que se extinguieron las luces del barco, cualquier cosa habría podido suceder en ese bote… Cualquier cosa… y el mundo no se hubiese enterado. Lo sentí, y me agradó.

      Y, además, había suficiente oscuridad. Éramos como hombres emparedados en una tumba espaciosa. Ninguna relación con nada en el mundo. Nadie que pudiese opinar. Nada importaba. —Por tercera vez durante esta conversación, lanzó una carcajada áspera, pero no había nadie cerca que pudiese sospechar que estaba apenas bebido—. Ni temor, ni ley, ni sonidos, ni ojos —ni siquiera los nuestros—, hasta la salida del sol, por lo menos.

      Me llamó la atención la sugestiva veracidad de sus palabras. Hay algo de singular en un bote de reducidas dimensiones, en alta finar. Sobre las vidas transportadas bajo la sombra de la muerte parece caer la sombra de la locura. Cuando el barco le falla a uno, parece fracasarle todo el mundo; el mundo que lo hizo a uno, que lo contuvo, lo cuidó. Es como si las almas de los hombres, flotantes en un abismo y en contacto con la inmensidad, quedasen libres para cualquier exceso de heroísmo, absurdo o abominación. Por supuesto, como en el caso de las creencias, los pensamientos, el amor, el odio, la convicción o inclusive el aspecto visual de las cosas materiales, hay tantos náufragos como hombres, y en ese naufragio existía algo abyecto que hacía que el aislamiento resultase más completo; había una ruindad de circunstancias que separaba a esos hombres del resto de la humanidad, en forma mucho más completa; de la humanidad cuyo ideal de conducta jamás había sufrido la prueba de una broma diabólica y atroz. Estaban exasperados con él por ser un holgazán indiferente; él concentraba en ellos su odio hacia todo aquello; le habría agradado tomarse una gran venganza por la aborrecible oportunidad que pusieron en su camino. Es indudable que un bote en alta mar saca a la superficie lo Irracional que se encuentra agazapado en el fondo de todos los pensamientos, sentimientos, sensaciones, emociones.

      El hecho de que no llegasen a los golpes formaba parte de la burlesca ruindad que impregnaba ese desastre en el mar. Todo era amenazas, todo una ficción de terrible eficacia, una falsedad desde el comienzo hasta el final, planada por el tremendo desdén hacia las Potencias Oscuras, cuyos verdaderos terrores, siempre al borde del triunfo, se ven eternamente frustrados por la firmeza de los hombres.

      Pregunté, luego de esperar un rato:

      —Bien ¿y qué ocurrió? Pregunta inútil. Yo sabía ya demasiado para esperar la gracia de un solo toque de elevación, el favor de una insinuación de locura, de una sombra de horror.

      —Nada —respondió—. Yo hablaba en serio, pero ellos no hacían más que ruido. Nada ocurrió.

      Y el sol naciente lo encontró tal como había saltado al comienzo, en la proa del bote. ¡Qué persistencia de vigilia! Y, además, se había pasado toda la noche con la caña del timón en la mano. Ellos habían dejado caer el timón por la borda cuando trataban de subirlo al bote, y supongo que la caña llegó de alguna manera a proa, impulsada por un puntapié, mientras corrían de un extremo a otro del bote, tratando de hacer todo tipo de cosas a la vez para alejarse del barco. Era un trozo de madera duro, largo y pesado, y en apariencia lo tuvo aferrado durante seis horas, más o menos. ¡Si no consideran que eso es estar preparado! ¿Lo imaginan, silencioso y de pie, la mitad de la noche, de cara a las ráfagas de lluvia, observando formas sombrías, vigilando vagos movimientos, aguzando los oídos para percibir los escasos murmullos bajos de la cámara de popa? ¿Firmeza de valentía, o esfuerzo de temor? ¿Qué les parece? Y la resistencia también es innegable.

      Seis horas, más o menos, a la defensiva; seis horas de alerta inmovilidad, mientras el bote avanzaba con lentitud o flotaba, detenido, según el capricho del viento; en tanto que el mar, calmo, dormía por fin; mientras las nubes pasaban por sobre su cabeza; mientras el cielo, desde una inmensidad opaca y negra, disminuido hasta quedar convertido en una bóveda sombría y lustrosa, centelleaba con mayor brillo, se decoloraba hacia el este, palidecía en el cenit; mientras las sombras oscuras que borraban las bajas estrellas de popa adquirían contornos, relieves, se convertían en hombros, cabezas, caras, facciones… lo enfrentaban con terribles miradas, tenían cabellos enmarañados, ropas rasgadas, párpados enrojecidos en la aurora blanca.

      —Parecían haber estado embriagados durante una semana, cayéndose en todos los arroyos —describió, con términos gráficos; y luego murmuró algo acerca de que la salida del sol fue del tipo de las que predicen un día sereno. Ya conocen el hábito de los marinos, de referirse al tiempo en relación con cualquier cosa. Por mi parte, sus pocas palabras masculladas fueron suficientes para hacerme ver el limbo inferior del sol iluminando la línea del horizonte, el temblor de una baja ondulación que recorría toda la extensión visible del mar, como si las aguas se hubieran estremecido, dando a luz el globo del sol, en tanto que la última bocanada de brisa agitaba el aire en un suspiro de alivio.

      —Se encontraban en la popa, sentados hombro con hombro, con el capitán en el medio, como tres lechuzas sucias, y me miraban —le oí decir con una intención de odio que destilaba una virtud corrosiva en las palabras comunes, como una gota de poderoso veneno que cayese en un vaso de agua.

      Podía imaginar, bajo el transparente vacío del cielo, a los cuatro hombres apresados en la soledad del mar, el sol solitario, diferente a la mota de vida, que ascendía en la clara curva del cielo como para mirar con ardor, desde una gran altura, su propio esplendor reflejado en el océano inmóvil.

      —Me llamaron desde popa —dijo Jim— como si hubiésemos sido compinches. Los escuché. Me pedían que fuese sensato y dejase caer ese «maldito trozo de madera».

      ¿Por qué quería seguir con eso? No me habían hecho ningún daño, ¿verdad? No había habido daños…

      ¡Daño! El rostro se le empurpuró como si no pudiese librarse del aire de los pulmones.

      —¡No había daños! —estalló—. Dígamelo usted, usted entiende ¿verdad? Se da cuenta… ¿no? ¡No hubo daños! ¡Buen Dios! ¿Qué más podían hacer? Oh, sí, lo sé muy bien… yo salté. Por supuesto…

      ¡Salté! Ya le dije que salté; pero le aseguro que eran demasiados para cualquier hombre. Eran tan culpables como si hubiesen tomado un bichero para hacerme caer en el bote. ¿No lo entiende? Debe entenderlo. Vamos. Hable… sin vueltas.

      Su mirada inquieta se clavó en la mía, interrogó,

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