Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад

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Las Grandes Novelas de Joseph Conrad - Джозеф Конрад biblioteca iberica

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Sacar la máxima ventaja de la situación. No habían tenido la intención de hacer nada. George les importaba un rábano. George había vuelto a su litera, para buscar algo a último momento, y quedó atrapado.

      El hombre era un tonto de remate. Muy triste, por supuesto… Sus ojos me miraban. Movían los labios; meneaban la cabeza en el otro extremo del bote… Tres. Me llamaban… A mí. ¿Por qué no? ¿Acaso no había saltado? No respondí. No hay palabras para el tipo de cosas que yo quería decir. Si hubiese abierto los labios en ese momento, habría aullado como un animal. Me preguntaba cuándo despertaría. Me instaron, en voz alta, a ir a popa y escuchar con tranquilidad lo que el capitán quería decir. Estábamos seguros de ser recogidos antes de la noche… Nos encontrábamos en medio de la línea de tránsito del canal; ya se veía humo hacia el noroeste.

      —Sentí una espantosa sacudida al ver ese leve, tenue borrón, esa baja mancha de bruma parda a través de la cual se puede percibir el límite del mar y el cielo. Les grité que podía oírlos muy bien desde donde estaba. El capitán maldijo, tan ronco como un cuervo. No pensaba hablar a voz en cuello para mi comodidad. «¿Tiene miedo que lo escuchen en la costa?», pregunté. Me miró con furia, como si hubiera tenido deseos de despedazarme. El jefe de máquinas le aconsejó que me siguiese la corriente.

      Le dijo que todavía no estaba bien de la cabeza. El otro se puso de pie a popa, como una gruesa columna de carne… y habló… habló…

      Jim se quedó pensativo.

      —¿Y bien? —pregunté.

      —¿Qué me importaba la historia que hubiesen convenido en relatar? —gritó, irreflexivo—. Podían muy bien decir lo que se les viniera en gana. Era cosa de ellos. Yo conocía la historia. Nada de lo que pudiesen hacer creer a la gente la modificaría en lo que a mí se refería. Lo dejé hablar, argumentar… hablar, argumentar. Siguió y siguió y siguió. De pronto sentí que las piernas se me aflojaban. Estaba enfermo, cansado… mortalmente cansado. Dejé caer la caña del timón, les volví la espalda y me senté en el primer banco.

      Ya era suficiente para mí. Me llamaron para saber si entendía… ¿No era verdad hasta la última palabra? ¡Era verdad, por Dios!, a la manera de ellos.

      No volví la cabeza. Los oí conferenciar. «El tonto del demonio no dirá nada». «Oh, lo entiende muy bien». «Déjelo; no hará nada». «¿Qué puede hacer?» Qué podía hacer. ¿No estábamos todos en el mismo bote? Traté de ensordecerme. El humo había desaparecido hacia el norte. Era una calma chicha. Bebieron del barrilito, y yo también. Después hicieron un gran alboroto con el asunto de extender la vela sobre la borda. ¿Quería yo montar guardia? Se metieron debajo, fuera de mi vista, ¡gracias a Dios! Me sentía agotado, agotado, extenuado, como si no hubiese dormido una hora desde el día en que nací.

      No podía ver el agua por el resplandor del sol. De vez en cuando uno de ellos salía arrastrándose, se ponía de pie para echar una mirada en torno, y se introducía de nuevo. Oí ronquidos debajo de la vela.

      Algunos de ellos podían dormir. Por lo menos uno. ¡Yo no! Todo era luz, luz, y el bote parecía caer a través de ella. De vez en cuando me sentía muy sorprendido de encontrarme sentado en un banco.

      Comenzó a caminar con pasos medidos, de un lado a otro, ante mi sillón, con una mano en los bolsillos del pantalón, la cabeza inclinada, pensativa, y el brazo derecho levantado, a largos intervalos en un ademán que parecía apartar de su camino a un intruso invisible.

      —Supongo que usted pensará que estaba volviéndome loco —comenzó con tono distinto—. Y es lógico, si recuerda que había perdido la gorra. El sol se arrastró desde el este hasta el oeste por sobre mi cabeza desnuda, pero ese día nada de malo podía sucederme, supongo. El sol no conseguía enloquecerme… —Su brazo derecho apartó la idea de la locura—. Tampoco podía matarme… —Otra vez su brazo rechazó una sombra—. Eso corría por mi cuenta.

      —¿De veras? —exclamé, inexpresablemente asombrado ante este nuevo giro, y lo miré con el mismo tipo de sentimiento que muy bien habría podido experimentar si él, después de girar sobre sus talones, presentase un rostro nuevo en todo sentido.

      —No caí con fiebre cerebral, tampoco me derrumbé muerto —continuó—. No me preocupé para nada por el sol que tenía sobre la cabeza. Pensaba con tanta frialdad como cualquier hombre pensó alguna vez, sentado a la sombra. El grasiento animal del capitán asomó la cabezota con el cabello cortado al rape, por debajo de la lona, y me clavó sus ojillos suspicaces. «Donnerwetter !, se morirá», gruñó, y se metió adentro como una tortuga. Yo lo había visto, lo escuché. No me interrumpió. En ese momento pensaba que no moriría.

      Trató de sondear mis pensamientos con una mirada atenta que me lanzó al pasar.

      —¿Quiere decir que había estado meditando acerca de si moriría? —le pregunté, con un tono tan impenetrable como pude conseguir. Asintió sin detenerse.

      —Sí, había llegado a eso, mientras me encontraba sentado allí, solo —respondió. Y dio unos pocos pasos más, hasta el final imaginario de su recorrido, y cuando se volvió para regresar tenía las dos manos profundamente hundidas en los bolsillos. Se detuvo delante de mi sillón y me miró—. ¿No lo cree? —inquirió con tensa curiosidad. Me sentí empujado a hacer una solemne declaración de mi disposición a creer de manera implícita en cualquier cosa que le pareciera conveniente decirme.

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