Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад

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Las Grandes Novelas de Joseph Conrad - Джозеф Конрад biblioteca iberica

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sombras de pensamientos abominables. De pronto, con una voz increíblemente fuerte y desgarradora, sollozó:

      —¡Arrojarme por la borda…! ¡A mí…! ¡Dios mío…!

      Donkin se crispó ligeramente sobre el cofre. De mala gana, miró. Jimmy callaba. Sus dos largas manos huesudas alisaban la colcha de abajo arriba, como si procurase subirla toda hasta la barbilla. Una lágrima, una gruesa lágrima solitaria se le escapó del rabillo del ojo y, sin tocar la mejilla hundida, cayó sobre la almohada. Su garganta lanzaba débiles estertores.

      Entonces Donkin, espiando el fin de aquel negro odiado, sintió la opresión angustiosa de un gran pesar triturarle el corazón al pensar que también él, un buen día, tendría que pasar por lo mismo, en idénticas circunstancias tal vez. Sus ojos se humedecieron. «Pobre diablo», murmuró. La noche parecía pasar como un relámpago; le parecía oír la carrera irremediable de los preciosos minutos. ¿Cuánto se prolongaría esa maldita historia? Seguramente mucho tiempo. No tenía suerte. No pudo contenerse. Se levantó, se acercó a la litera. Wait no se movió. Sólo sus ojos parecían vivir, en tanto que sus manos continuaban su movimiento monótono, activado por una horrible e infatigable industria.

      —Jimmy —dijo quedamente.

      No obtuvo respuesta, pero cesó el estertor.

      —¿Me ves? —preguntó temblando.

      El pecho de Jimmy se hinchó. Donkin, apartando los ojos, puso el oído cerca de los labios de Jimmy. Se oyó algo como el estremecerse de una hoja muerta arrastrada por la lisa arena de una playa. Este murmullo tomó forma de estas palabras:

      —Enciende… lámpara… y… vete…

      Instintivamente, Donkin echó una ojeada por encima del hombro a la lámpara que ardía en lo alto; luego, apartando siempre los ojos, hurgó bajo la almohada en busca de una llave. La encontró muy pronto y durante los minutos siguientes, se apresuró a buscar con mano incierta, pero expeditiva, entre el contenido del cofre. Cuando se levantó, su rostro, por primera vez en su vida, pareció teñido de un rojo pálido, tal vez el calor del triunfo.

      Evitando siempre la mirada de Jimmy, que no se había movido, deslizó de nuevo la llave bajo la almohada. Volviéndose completamente de espaldas al lecho, se puso en marcha hacia la puerta como si fuese a cubrir una milla de camino. El segundo paso le hizo dar de narices contra la puerta. Cogió con precaución el botón, pero en el mismo instante recibió la impresión irresistible de algo que sucedía a sus espaldas. Giró sobre sí mismo como si le hubiesen golpeado en el hombro, con el tiempo justo para ver llamear de pronto los ojos de Jimmy y apagarse en seguida, como dos lámparas barridas por un golpe. Un hilillo purpúreo se deslizó de las comisuras de los labios a lo largo de la barbilla. Había dejado de respirar.

      Donkin cerró la puerta tras sí, sin ruido, pero con firmeza. Hombres dormidos, arrebujados bajo sus abrigos, formaban sobre la cubierta iluminada túmulos oscuros y deformes, semejantes a tumbas descuidadas. No se había hecho maniobra alguna durante la noche; así, pues, la ausencia de un marinero había pasado inadvertida. Donkin permanecía inmóvil, confundido de encontrar el mundo exterior tal como lo había dejado; todo estaba allí: mar, barco, hombres dormidos, y eso le producía un asombro absurdo, como si hubiese esperado encontrar a los hombres muertos y las cosas familiares desaparecidas para siempre; como si, viajero de regreso después de muchos años, hubiera esperado ver cambios sorprendentes. Se estremeció ligeramente bajo la frescura penetrante del aire y se abrazó a sí mismo, abatido. La luna declinante bajaba tristemente por el cielo occidental, como marchita por el beso helado de una aurora pálida. El barco dormía. Y el mar inmortal se extendía a lo lejos, inmenso, anublado, semejante a la imagen de la vida, con una superficie rutilante y oscuros abismos; prometedor, ávido, inspirador, terrible. Donkin le dirigió una mirada de desafío y se retrajo sin ruido, como si hubiese sido juzgado, maldecido y desterrado por el augusto silencio de su soberanía.

      La muerte de Jimmy, después de todo, cayó como una sorpresa tremenda. Todavía ignorábamos cuánta fe habíamos puesto en sus ilusiones. De tal modo habíamos estimado sus probabilidades de vida conforme a su propia evaluación que su muerte, como la muerte de una vieja creencia, conmovía las bases de nuestra sociedad. Desaparecía un lazo común: el poderoso, efectivo y respetable lazo de una mentira sentimental. Durante todo aquel día trabajamos con el espíritu ausente, la mirada recelosa y aire desengañado. En el fondo del corazón, juzgábamos que en el momento de su partida Jimmy había obrado de una manera pérfida y poco amistosa. No nos había sostenido como debe hacerlo un camarada. Al irse, se llevaba consigo la sombra lúgubre y solemne en que nuestra locura se había colocado, con una fatuidad harto humana, como arbitro enternecido de la suerte. Veíamos que en todo ello no había habido cosa parecida. Todo se reducía a la estupidez vulgar, a la más necia e ineficaz injerencia en problemas de la más majestuosa gravedad, al menos, si Podmore no mentía. Tal vez tuviera Podmore razón. Muerto Jimmy, sobrevivía la duda; y como una banda de criminales dispersada por un golpe de gracia divina, quedábamos profundamente escandalizados unos de otros. Algunos hablaban duramente a sus mejores camaradas. Otros se negaban a hablar con nadie. Sólo Singleton no se sorprendió.

      —¿De verdad ha muerto? ¡Claro! —dijo, señalando la isla que teníamos a estribor, pues la calma tenía todavía al barco cautivo de sus sortilegios a la vista de Flores.

      ¿Muerto? ¡Claro! No era él quien podía sorprenderse. He ahí la tierra, y allá, sobre la escotilla de proa, esperando al velero, el cadáver. La causa y el efecto. Y por primera vez en el viaje el viejo marinero se hizo vivaracho y locuaz, explicando e ilustrando, gracias a las reservas de su experiencia, cómo, en los casos de enfermedad, la vista de una isla —aun cuando sea pequeña—, es con frecuencia más funesta que la de un continente. Pero no podía decir la razón.

      Las exequias de Jimmy estaban fijadas para las cinco y la jornada nos pareció interminable, tanto por la inquietud mental como por el malestar físico. No poníamos interés en nuestra labor y, como es natural, encontramos en ella motivos de queja. En nuestro estado crónico de irritación y hambre, la faena era exasperante. Donkin trabajaba con la frente vendada con un trapo sucio y un rostro tan cadavérico que mister Baker se sintió conmovido ante tan valerosa tolerancia del dolor.

      —¡Hum! ¡Tú, Donkin! Deja eso y ve a acostarte. Tienes cara de enfermo.

      —Es cierto, sir ; lo siento en la cabeza —dijo el otro con voz atenuada, desapareciendo rápidamente.

      Algunos, disgustados, acusaron al piloto de estar «demasiado blando». En la toldilla se veía al capitán Allistoun mirando al cielo, que comenzaba a cubrirse al Sudoeste, y no tardó en recorrer las cubiertas la nueva de que el barómetro había comenzado a bajar durante la noche y que debía esperarse se levantase la brisa de un momento a otro. Por una sutil asociación de ideas, eso suscitó una violenta querella sobre el momento exacto en que Jimmy había muerto. ¿Había sido antes o después de comenzar el descenso del barómetro? Imposible saberlo, de donde numerosos gruñidos de desprecio cambiados. De repente, estalló un gran tumulto a proa. El pacífico Knowles y el buenazo de Davis habían llegado a las manos. El cuarto relevado intervino fogosamente y durante diez minutos una estrepitosa refriega se desarrolló en torno de la escotilla, donde, a la sombra movible de las velas, el cuerpo de Jimmy, envuelto en un lienzo blanco, yacía bajo la guardia del lamentable Belfast que desdeñaba la riña en el exceso de su pena. Una vez calmado el tumulto y vueltas las pasiones a la calma de un silencio huraño y enojado, se irguió cerca de la cabeza del cuerpo amortajado y con los dos brazos levantados al cielo, gritó con un tono de indignación dolorida:

      —¡Debíais avergonzaros…!

      Y lo sintieron.

      Belfast

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