Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад

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Las Grandes Novelas de Joseph Conrad - Джозеф Конрад biblioteca iberica

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voz—. Creo que ahora todo queda en orden. Nunca se puede decir, sin embargo, en los tiempos que corren y con… Hace años, entonces era yo capitán mozo, durante un viaje a la China tuve un motín. Rebelión franca, Baker. Eran otros hombres, no obstante. Yo sabía lo que querían: saquear el cargamento y apoderarse de las bebidas. Muy sencillo. Durante dos días nos zurramos y cuando tuvieron bastante… dulces como corderos. Buena tripulación. Bonita travesía. Como ya no se hacen.

      Miró al aire, en dirección a las vergas orientadas de bolina.

      —Día tras día, viento contrario —exclamó amargamente—. ¿No tendremos, pues, una buena brisa en todo este viaje?

      —Servidor, sir —dijo el camarero apareciendo ante ellos como por arte de magia, con una servilleta sucia en la mano.

      —¡Ah!, muy bien. Vamos, mister Baker. Se ha hecho tarde con todas estas tonterías.

      Una pesada atmósfera de opresora quietud invadió el barco. Por la tarde, los hombres erraban de lado a lado, lavando sus vestidos y tendiéndolos para secarlos a las brisas poco prósperas, con una languidez meditabunda de filósofos desencantados. Se hablaba poco. El problema de la vida parecía demasiado vasto para los estrechos límites del lenguaje humano y de común acuerdo se dejaba su solución al gran mar que, desde un principio, lo había envuelto en su enorme abrazo; al mar que lo sabía todo, y que, infaliblemente, revelaría a cada uno y a su tiempo la sabiduría que hay oculta en todos los errores, la certidumbre escondida en todas las dudas, el reino de paz y de seguridad que florece más allá de las fronteras del sufrimiento y el miedo. Y entre las confusas corrientes de pensamientos impotentes que nacen y se mueven en toda reunión de hombres, Jimmy emergía, forzando la atención, semejante a una negra boya encadenada al fondo de un estuario fangoso. La mentira triunfaba. Triunfaba gracias a la duda, a la estupidez, a la compasión, a la sensiblería. Y nosotros ayudábamos a su triunfo por compasión, por indiferencia, por cierto sentido cómico. La obstinación de Jimmy en su actitud simuladora ante la verdad inevitable adquiría las proporciones de un enigma colosal, de una manifestación grandiosa e incomprensible que a veces inspiraba un respeto maravillado; y había también en ello para algunos algo de exquisitamente bufo en engañarlo así hasta el extremo de su propia impostura.

      Su obstinado desconocimiento de la única certidumbre cuya proximidad podíamos seguir nosotros de día en día, era tan turbadora como el fracaso de una ley de la naturaleza. Se engañaba tan totalmente sobre sí mismo, que no podía uno menos de sospechar que se hallaba en el secreto de algún saber sobrehumano. Era absurdo hasta el punto de parecer inspirado. Era único y fascinador como solo puede serlo un ser inhumano; parecía que nos lanzase sus negaciones desde el otro lado ya de la frontera fatal. Se hacía inmaterial como una aparición; sus pómulos se pronunciaban, su frente se hacía más huidiza, el rostro se llenaba de cavidades, de manchas de sombra; y la cabeza descamada parecía una negra calavera desenterrada en cuyas órbitas rodasen dos bolas de plata. Era desmoralizador. Por él nos humanizábamos hasta el refinamiento. Nos hacíamos sensibles, complejos, excesivamente decadentes. Comprendíamos la sutileza de su temor, compartíamos todas sus repugnancias, sus antipatías, sus subterfugios, sus engaños, como si estuviésemos supercivilizados, corrompidos y privados de todo conocimiento sobre el sentido de la vida. Teníamos el aspecto de iniciados en misterios infames; con muecas profundas de conspiradores cambiábamos miradas llenas de cosas, de palabras breves y significativas. Éramos indeciblemente viles y estábamos intensamente satisfechos de nosotros mismos. Lo mencionábamos con gravedad, con emoción, con unción, como si ejecutásemos algún fraude moral para conseguir la salvación eterna. A sus afirmaciones más extravagantes respondíamos con un coro afirmativo, como si fuese él un millonario, un político o un reformador y nosotros una manada de ambiciosos poltrones. Si nos aventurábamos a dudar de sus palabras, lo hacíamos a la manera de obsequiosos sicofantes, a fin de que su gloria fuese realzada por nuestro disentimiento adulador. Influenciaba el tono moral de nuestro mundo, como si tuviese el poder de distribuir honores, riquezas o sufrimientos; ¡y él no podía damos sino su desprecio! Éste era inmenso, parecía crecer sin cesar, a medida que su cuerpo enflaquecía bajo nuestros ojos, y era la única cosa en él —de él— que diese una impresión de perennidad y de vigor. Su desprecio vivía dentro de él con una vida inextinguible. Nos hablaba con la eterna mueca de sus negros labios, nos espiaba a través de la inefable insolencia de sus grandes ojos, de sus ojos, exorbitados como los de los crustáceos. Nosotros le vigilábamos atentamente, pero no veíamos en él otro signo de actividad que los de su desprecio. Como si desconfiase de su propio aplomo, parecía negarse a moverse. El menor ademán debía revelarle —y no podía ser de otro modo— su debilidad física y producirle un acceso de angustia mental. Economizaba sus movimientos. Tendido cuán largo era, la barbilla sobre la colcha, en una especie de inmovilidad astuta y cauta, yacía. Sólo sus ojos erraban de rostro en rostro, sus ojos desdeñosos, agudos y tristes.

      Fue por aquel tiempo cuando la devoción de Belfast —y también su pugnacidad—, se ganaron el respeto de todos. Todos sus momentos de ocio los pasaba en el camarote de Jimmy. Lo cuidaba, lo distraía; dulce como una mujer, tiernamente jovial como un viejo filántropo y tan sensiblemente atento con su negro como un propietario de esclavos modelo. Pero fuera de allí, Belfast se mostraba irritable, sujeto a repentinas explosiones de mal humor, sombrío, suspicaz y tanto más brutal cuanto mayor era su pesar. Con él, lágrimas y golpes iban juntos: una lágrima para Jimmy, un puñetazo para quien pareciese apartarse lo más mínimo de una escrupulosa ortodoxia en su manera de apreciar el caso de Jimmy. Nosotros no hablábamos de otra cosa. Hasta los mismos escandinavos discutían la cuestión, pero nos era imposible saber en qué disposición de ánimo, pues se querellaban en su propia lengua. Belfast sospechaba irreverencia en uno de ellos y, en su incertidumbre, no se creía con derecho a vacilar en provocarlos a ambos. Esa truculencia los atemorizó en extremo y desde entonces vivieron entre nosotros, idiotizados como una pareja de mudos. Wamibo no hablaba nunca inteligiblemente, pero no sonreía más de lo que pudiera hacerlo un animal y parecía menos al corriente del asunto que el gato de a bordo, circunstancias que, en consecuencia, lo ponían a salvo. Además, habiendo formado parte de la falange elegida de los salvadores de Jimmy, desafiaba toda sospecha. Archie, silencioso generalmente, pasaba con frecuencia una hora charlando tranquilamente con Jimmy con aire de propietario. A todas horas del día y frecuentemente de la noche, podía verse un hombre sentado sobre el cofre de Jimmy. Por la tarde, de seis a ocho, el camarote se llenaba, y un grupo atento se estacionaba en la puerta. Todos miraban al negro.

      Jimmy se pavoneaba entre el calor de nuestro interés. Sus ojos brillaban irónicamente y con voz débil nos reprochaba nuestra cobardía.

      —Si vosotros —decía—, si vosotros hubieseis aguantado por mí, a estas horas estaría en pie.

      Nosotros bajábamos la cabeza.

      —Sí, pero si creéis que voy a dejarme echar grillos para distraeros… Pues no… Este estar tendido arruina mi salud. A vosotros, claro, no os importa.

      Nosotros quedábamos tan confundidos como si su voz fuera la de la verdad. Su soberbio descaro lo barría todo por delante. No nos hubiéramos atrevido a rebelamos. En verdad, no queríamos. Lo que deseábamos era conservarlo con vida hasta el puerto y el final del viaje.

      Singleton, como de costumbre, permanecía apartado, pareciendo despreciar los insignificantes episodios de una vida fenecida. Sólo una vez se presentó, deteniéndose inesperadamente en la puerta. Examinó a Jimmy en profundo silencio como si desease unir aquella negra imagen a la muchedumbre de sombras que poblaban su memoria. Nosotros permanecíamos muy tranquilos y durante un largo momento Singleton se estuvo allí como si, después de una cita, fuese a hacer una visita de ceremonia o a contemplar algún acontecimiento notable. James Wait permanecía perfectamente inmóvil, sin conciencia aparente de la mirada que lo escrutaba, clavada en él y llena de expectación. En

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