Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад
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Desapareció en las profundidades del barco, dejando a los dos oficiales, que se miraban uno a otro, más impresionados que si hubiesen visto a una estatua de piedra verter una lágrima de compasión milagrosa sobre las incertidumbres de la vida y de la muerte.
Bajo la neblina azul en que se confundían las espirales de humo despedidas por los hornillos de las pipas, el castillo de proa parecía más vasto que un gran salón. Entre las vigas del techo se había estancado una nube densa; y las lámparas nimbadas por halos brillaban —llama muerta, privada de rayos—, en el centro de una aureola violeta. En más densas nubes ondulaban coronas de humo. Los hombres se hallaban tirados por el suelo, sentados en posturas negligentes o, doblada la rodilla y apoyado un hombro en el muro, se mantenían en pie. Los labios se movían, brillaban los ojos, los brazos agitados formaban remolinos en las capas de humo. El cuarto relevado, en camisa, midiendo de lado a lado la habitación con sus largas piernas blancas, parecía un rebaño de sonámbulos frenéticos; entretanto, de rato en rato, uno de los hombres del cuarto de guardia entraba bruscamente, pareciendo extrañamente recargado de ropas, escuchaba un momento, arrojaba la luz una frase rápida y se precipitaba fuera de nuevo; pero algunos permanecían cerca de la puerta, fascinados, con un oído tendido hacia la cubierta.
—¡Hay que resistir, muchachos! —rugía Davis.
Belfast trataba de hacerse oír. Knowles se reía sarcástica y lentamente, con una expresión atontada. Un hombrecillo de espesa barba bien afeitada aullaba periódicamente:
—¿Quién tiene miedo? ¿Quién tiene miedo?
Otro saltó, fuera de sí, llameantes los ojos, soltando un rosario de tacos incoherentes y volvió a sentarse tranquilo. Dos hombres discutían familiarmente, golpeándose el pecho en apoyo de sus argumentos. Otros tres, manteniendo casi unidas sus frentes, hablaban todos a la vez con aire confidencial y desgañitándose; era un tempestuoso caos de discursos en el que emergían uno que otro fragmento inteligible. Se oía:
—En mi último barco…
—¿Qué importa eso?
—Dice que está mejor.
—Siempre he creído…
—No importa…
Donkin, acurrucado contra el bauprés, con las clavículas a la altura de las orejas, con su nariz ganchuda que caía hacia tierra, parecía un buitre enfermo, con las plumas erizadas. Belfast, con las piernas esparrancadas, el rostro rojo a fuerza de chillar y los brazos en alto, figuraba bastante bien una cruz de Malta. Los dos escandinavos, en un rincón, tenían el aspecto de muda consternación que se ve en los testigos de un cataclismo. Y, más allá de la luz, Singleton de pie entre la humareda, monumental, indistinto, tocando las vigas del techo con la cabeza, erguía una efigie de estatura heroica entre las sombras de aquella cripta.
Dio un paso hacia delante, impasible y enorme. El bullicio cayó como una ola que se rompe; pero todavía alcanzó Belfast a gritar una vez más, agitando los brazos:
—¡Os digo que se muere!
Luego se sentó de repente sobre la escotilla, cogiéndose la cabeza entre las manos. Todos contemplaban a Singleton, levantando los ojos desde el suelo en que yacían, o mirándole fijamente desde los rincones oscuros, o volviendo sus cabezas con miradas curiosas. Esperaban, apaciguados ya, como si aquel viejo que a nadie miraba poseyese el secreto de sus indignaciones y de sus deseos turbados, y una visión más exacta y un más claro saber. En verdad de pie en medio de ellos, revestía la expresión indiferente de un hombre que ha conocido multitudes de barcos, que ha oído muchas voces semejantes a las suyas, que ha visto ya cuanto puede suceder sobre la inmensa extensión de los mares. Oyeron el ronquido de su voz en su vasto pecho, como si las palabras rodasen hacia ellos desde las profundidades de un pasado rudo.
—¿Qué queréis hacer? —preguntó.
Nadie respondió. Sólo Knowles murmuró:
—¡Ay! ¡Ay!
Y alguien dijo muy quedamente:
—¡Si esto no es vergonzoso!
Singleton esperó, haciendo un gesto despreciativo.
—Cuando muchos de vosotros no habíais nacido, ya había visto yo muchos motines a bordo, provocados por algo o por nada —dijo lentamente—; pero jamás por cosa semejante.
—Puesto que yo os digo que se muere… —repitió Belfast lúgubremente, sentándose a los pies de Singleton.
—Y por un negro además —continuó el viejo lobo marino—. Yo los he visto morir como moscas.
Se detuvo pensativo, como en el esfuerzo de rememorar. Cosas siniestras…, detalles de horror…, hecatombes de negros. Los hombres le miraban fascinados. Era bastante viejo para recordar negreros, motines sangrientos, quizá piratas. ¡Quién podría decir a qué violencias y a qué terrores había sobrevivido! ¿Qué iba a decir? Dijo:
—No podéis hacer nada. Es preciso que muera.
Hizo una nueva pausa. Su bigote y su barba se movían. Mascaba las palabras, mascullaba detrás de la maraña de pelo blanco, incomprensible y turbador como un oráculo tras un velo.
—Quedarse en tierra…, enfermo… En lugar de eso…, traemos todo este viento contrario. Miedo. El mar quiere lo suyo… Morir a vista de tierra. Siempre lo mismo. Ellos lo saben…, viaje largo…, más jornadas, más dólares… Permaneced tranquilos. ¿Qué es lo que necesitáis? No podéis hacer nada.
Pareció salir de un sueño.
—Ni por él, ni por vosotros —dijo austeramente—. El patrón no es una bestia. Tiene su idea. Tened cuidado, soy yo quien os lo dice. ¡Yo los conozco!
Con los ojos fijos ante sí, volvió la cabeza de derecha a izquierda, de izquierda a derecha, como si inspeccionase una larga fila de astutos patrones.
—Ha dicho que me rompería la cabeza —gritó Donkin con tono desgarrador.
Singleton dirigió la mirada hacia el suelo con un aire de atención intrigada, como si no pudiese descubrir al otro.
—¡Vete al diablo! —dijo vagamente, renunciando a verlo.
Emanaba de él una inefable sabiduría, la indiferencia dura, el soplo helado de la resignación. En torno, todos los oyentes se sintieron en cierto modo completamente iluminados por su decepción misma y, mudos, hacían negligentemente los gestos y ademanes de desahogo despreocupado de hombres aptos para discernir el aspecto irremediable de sus existencias. Él, profundo de inconsciente sabiduría, esbozó un movimiento con el brazo y salió sobre cubierta sin agregar otra palabra.
Belfast, abiertos desmesuradamente los ojos, se abismaba en sus reflexiones. Uno o dos marineros treparon pesadamente a las literas superiores, y, una vez arriba, lanzaron un suspiro; otros se hundían de cabeza en las literas bajas con gran presteza, dando instantáneamente media vuelta sobre sí mismos como bestias que entran en sus cubiles. El raer de un cuchillo raspando la arcilla quemada de una pipa rechinaba. Knowles había dejado su sonrisa burlona. Con un tono de convicción ardiente, dijo Davis:
—Entonces,