Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад
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—¿Verdad que no es ésta la primera vez que haces la marrulla?
Jimmy sonrió y luego, como incapaz de contenerse, dejó escapar:
—Sí, en el barco anterior. No me sentía bien durante la travesía. ¿Comprendes? Era cosa fácil. Me pagaron en Calcuta y el patrón no puso reparos… Recibí toda mi paga. Cincuenta y ocho días acostado. ¡Imbéciles! Bien ganada me la tenía.
Rió espasmódicamente. Donkin lo acompañó con falsa risa de compinche. Luego, Jimmy tosió violentamente.
—Estoy mejor que nunca —dijo cuando recobró el aliento.
Donkin hizo un gesto de irrisión.
—Ya lo creo —dijo profundamente—. Cualquiera puede verlo.
—Pero no ellos —dijo Jimmy boqueando como un pez.
—Otras mayores se tragarían —afirmó Donkin.
—No hables demasiado —le amonestó Jimmy con voz desmayada.
—¿De qué? De tu bonita farsa, ¿no es eso? —comentó Donkin jovialmente.
Luego, con un brusco tono de repugnancia, agregó:
—Sólo piensas en ti. Mientras tú estés contento…
Acusado así de egoísmo. James Wait se subió el embozo de la colcha hasta la barbilla y permaneció tranquilo un momento.
Sus pesados labios sobresalían en una imborrable mueca negra.
—¿Por qué tienes tanto empeño en armar jaleo? —preguntó sin mayor interés.
—Porque esto es una vergüenza. Nos explotan… Mala alimentación, mala paga… Lo que quiero es que les armen un zipizape de mil demonios, una trifulca que les deje un buen recuerdo. Maltratar a las gentes… romperles la cabeza… ¡Había que ver! ¿Somos hombres o no?
Su altruista indignación echaba llamas. Luego dijo con calma:
—He puesto a airear tus ropas.
—Muy bien —dijo Jimmy con voz lánguida—. Tráelas.
—Dame la llave de tu cofre —dijo Donkin con impaciencia amistosa—. Te las guardaré.
—Tráelas aquí. Yo mismo las guardaré —respondió James Wait con severidad.
Donkin bajó los ojos murmurando.
—¿Decías? ¿Qué decías? —lo interrogó Wait ansioso.
—Nada. La noche es seca, déjalas tendidas hasta mañana —dijo Donkin con un temblor insólito en la voz, como si contuviese su risa o su cólera. Jimmy pareció satisfecho.
—Ponme un poco de agua en el cazo para la noche —dijo.
Donkin franqueó el umbral.
—Ve tú mismo a buscarla —replicó con voz malhumorada—. Puedes hacerlo, a menos que estés enfermo.
—Claro que puedo —dijo Wait—, pero…
—Entonces, hazlo —dijo Donkin ásperamente—. Si puedes mirar por tus ropas, puedes mirar por ti mismo.
Y subió a la cubierta sin echar una mirada a su espalda.
Jimmy alargó la mano hacia el cazo. Ni una gota. Volvió a dejarlo en su sitio suavemente, ahogando su suspiro, y cerró los párpados.
«El loco de Belfast —pensó—, me traerá agua si se lo pido. ¡Idiota! Tengo mucha sed…».
Hacía calor en el camarote, que parecía girar lentamente, separado de pronto del barco, deslizándose con un ritmo igual a través de un espacio árido y luminoso en el que, girando vertiginosamente, ardía un sol negro. ¡Inmensidad sin agua! ¡Ni una gota de agua! Un gendarme que se parecía a Donkin bebía ávidamente un vaso de cerveza al borde de un pozo vacío y volaba batiendo el aire con grandes aletazos. Un barco, cuyos mástiles hundían sus puntas en el cielo haciéndolas invisibles, descargaba grano y el viento hacía arremolinar en espirales la cascarilla seca a lo largo del muelle de un dock sin agua. Jimmy giraba a la par, muy fatigado y liviano. El interior de su cuerpo se había desvanecido. Se sentía más ligero que la cascarilla, y más seco. Hinchó su pecho vacío. El aire se precipitó en él, arrastrando en su carrera un montón de cosas extrañas semejantes a casas, árboles, gentes, faroles… ¡No más! No había más aire y él no había terminado aún su aspiración profunda. Pero se hallaba preso. Corrían los cerrojos. Se cerraba una puerta con estrépito. Dos vueltas de llave, le arrojaban un cubo de agua a la cabeza… ¡Uf! ¿Por qué?
Abrió los ojos. La caída le había parecido dura para un hombre vacío, vacío, vacío. Se hallaba en su camarote. ¡Ah! Todo iba bien, su rostro chorreaba de sudor, sus brazos pesaban como el plomo. Vio al cocinero de pie en el umbral, con una llave de cobre en una mano y un cazo de estaño brillante en la otra.
—Vengo de cerrar las puertas para la noche —dijo el cocinero, resplandeciente y benévolo—. Acaban de dar las ocho. Te traigo un poco de té frío, Jimmy. Le he puesto azúcar blanco. No por eso se hundirá el barco.
Entró, colgó el cazo al borde de la litera y preguntó por cumplido:
—¿Cómo va eso?
Luego, se sentó sobre el cofre.
—¡Hum! —gruñó Wait con un tono insinuante.
El cocinero se secó la frente con un trapo de algodón sucio que luego se anudó al cuello.
—Es lo que hacen los fogoneros en los barcos de vapor —dijo con serenidad y muy satisfecho de sí mismo—. Me parece que mi trabajo es tan duro como el de ellos, y dura más. ¿Los has visto alguna vez en el fondo de su agujero? Diríanse diablos que queman, queman, queman, allá abajo.
Su índice mostraba el suelo. Algún lúgubre pensamiento oscureció su faz jovial, sombra de nube viajera sobre la claridad de un mar en calma. El cuarto relevado pasó pateando ruidosamente bajo la luz proyectada por la puerta. Alguien gritó:
—¡Buenas noches!
Belfast se detuvo un momento, alargó la cabeza hacia Jimmy y se quedó allí estremecido y mudo como de emoción reprimida. Lanzó al cocinero una mirada cargada de fúnebres augurios y desapareció. El cocinero tosió para aclarar la voz. Jimmy, los ojos en el techo, no hacía más ruido que un hombre que se oculta.
Una brisa muy dulce aireaba la noche clara. El barco bandeaba ligeramente, deslizándose con calma por un mar sombrío hacia el inaccesible y festivo esplendor de un horizonte negro cribado de puntos de fuego. Encima de los mástiles, la curva resplandeciente de la Vía Láctea se combaba sobre el cielo como un arco triunfal de luz eterna que dominase el oscuro sendero de la tierra. En la punta del castillo de proa, silbaba con ruidosa precisión un aire vivo de giga, en tanto que se oía vagamente zapatear a otro a compás. Un murmullo confuso de voces, risas y estribillos, llegó de proa. El cocinero sacudió la cabeza, acechó a Jimmy con