Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад
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—Donkin ha muerto —dijo uno echándose a reír.
—Venderemos sus trajes —agregó otro.
—Donkin, si no vas a ocupar tu puesto en el timón venderemos tus ropas —se burló un tercero.
Se oyó al interpelado gemir desde el fondo de su hueco oscuro. Se quejaba de dolores en todos los miembros y se lamentaba lastimosamente.
—No irá —dijo una voz despreciativa—. Davis, a ti te toca el turno.
El joven marinero se levantó penosamente echando atrás los hombros. Donkin asomó la cabeza: bajo la luz amarilla se la veía azorada y frágil.
—Tan pronto como lo tenga, te daré un paquete de tabaco, palabra —gimoteó en tono conciliador.
—Iré —dijo—, pero me la pagarás.
Davis blandió el brazo y la cabeza. Con paso inseguro, pero resuelto, se dirigió hacia la puerta y desapareció.
—Lo haré como digo —continuó Donkin, reapareciendo de pronto tras él—. Palabra que lo haré… Un paquete grande… Que cueste por lo menos tres chelines…
Davis abrió bruscamente la puerta.
— Cuando haga buen tiempo me pagarás lo que sea —dijo por encima del hombro.
Uno de los hombres se desabrochó rápidamente el abrigo y se lo arrojó a la cabeza:
—¡Ten, Taffy, coge ese abrigo, viejo ladrón!
—Gracias —gritó el otro desde la oscuridad, sobre el chapoteo del agua vagabunda.
Se oyó su chapotear y el choque sordo de una ola que barría la cubierta.
—No tardó en tomar su ducha —dijo un viejo lobo de mar malhumorado.
—¡Ay! ¡Ay! —refunfuñaron otros.
Luego, después de un largo silencio, Wamibo dejó oír extraños gorgoteos.
—¡Eh! ¿Qué te sucede? —gruñó alguien.
—Dice que hubiera ido en lugar de Davy —explicó Archie que hacía generalmente de intérprete del finlandés.
—Lo creo —dijeron varias voces—. No importa, viejo boche… Eres un hermano, cabeza de palo… Pronto te llegará el turno… No sabes lo que es estar tranquilo…
Se callaron y todos a la vez volvieron sus rostros hacia la puerta. Singleton entraba; dio dos pasos y se detuvo, vacilando ligeramente. El mar silbaba, rompiendo sus olas a lado y lado de la roda y el castillo de proa temblaba lleno de un rumor profundo; la lámpara, balanceándose como un péndulo, arrojaba humosos resplandores. Singleton los contemplaba con ojos de sueño y perplejidad como incapaz de distinguir los hombres inmóviles de sus sombras móviles. Tímidos rumores corrieron:
—Y bien… ¿cómo está ahora el tiempo, Singleton?
Los marineros sentados sobre la escotilla levantaron los ojos en silencio y el más viejo marinero de a bordo después del mismo Singleton —estos dos se entendían aunque no cruzasen más de tres palabras al día—, examinó de arriba abajo a su amigo y luego, quitándose de la boca su corta pipa, se la tendió en silencio. Singleton alargó el brazo para cogerla, erró en su intento, se tambaleó y de repente cayó hacia delante, derrumbándose de cabeza, rígido, como un árbol desarraigado. Se produjo un rápido tumulto. Los hombres se empujaban gritando:
—¡Ha muerto…! ¡Volvedle…! ¡Haced sitio…!
Bajo un montón de rostros asustados inclinados sobre él, el viejo yacía sobre la espalda, mirando al techo de una manera intolerable y continua. A través del silencio de las respiraciones contenidas y de la consternación general, dijo con un murmullo ronco:
—Ya estoy bien —e hizo ademán de buscar un apoyo. Le pusieron en pie. Con tono afectado refunfuñaba—: Me estoy haciendo viejo… viejo.
—Tú no —gritó Belfast con tacto espontáneo.
Sostenido por todas partes, Singleton bajaba la cabeza.
—¿Estás mejor? —le preguntaron.
A través de sus cejas, dirigió sobre ellos la mirada brillante de sus ojos negros, en tanto que se esparcía sobre su pecho la blancura enmarañada de su espesa y larga barba.
—Viejo, viejo —repitió severamente.
Ayudado por todos subió a su litera. Había en ella un montón blando de algo que olía como el borde legamoso de una playa durante la marea baja. Era un jergón empapado. Trepó con un esfuerzo convulsivo y entre las tinieblas del estrecho reducto se le oyó gruñir de cólera, como una fiera irritada, incómoda en su cubil.
—Por un poco de brisa… apenas nada… no poder sostenerse en pie… demasiado viejo.
Se durmió por fin. Respiraba con fuerza, calzadas aún sus botas altas, cubierta la cabeza con el sombrero; sus vestidos de tela encerada susurraban cuando, con un profundo suspiro de queja, se volvía en su sueño. Los hombres hablaban de él con murmullos discretos e informados.
—De ésta no se levantará… Fuerte como un caballo…
—Sí, pero ya no es lo que era antes…
Sus murmullos, entristecidos, lo abandonaron a su suerte. No obstante, a medianoche se presentó para su servicio como si no hubiese pasado nada y respondió a la llamada de su nombre con un «¡Presente!» melancólico. Cavilaba más solo que nunca, en un impenetrable silencio, ensombrecido el rostro. Durante años se había oído llamar «el viejo Singleton» y había aceptado este calificativo con el corazón sereno, como un atributo de respeto debidamente otorgado a un hombre que durante medio siglo había medido sus fuerzas contra los favores y furores del mar. Su cuerpo mortal no había obtenido jamás de él el menor pensamiento. Vivía indemne, como si hubiese sido indestructible, dócil a todas las tentaciones, desafiando todas las tempestades. Había jadeado bajo el sol, se había estremecido de frío; había sufrido hambre, sed, libertinaje; había pasado por innumerables pruebas y conocido todas las furias. ¡Viejo! Le parecía haber sido domeñado por fin. Y como un hombre traicioneramente maniatado durante su sueño, se despertaba agarrotado por la larga cadena de años cuya cuenta implacable no llevara nunca. Le era menester levantar con un solo impulso el fardo de toda su existencia, fardo demasiado pesado, al parecer, para sus músculos de hoy. ¡Viejo! Movió los brazos, sacudió la cabeza, palpó sus miembros. Envejecer… ¿y después? Contempló el mar inmortal, despertado súbitamente a la percepción turbia de su poder implacable; lo vio inmutable, negro y manchado de espuma bajo la vigilia eterna de las estrellas; oyó su voz impaciente llamarlo desde el fondo de una inmensidad despiadada, llena de tumulto, caos y terror. Miró a lo lejos sobre su faz y sólo vio una inmensidad atormentada, ciega, quejumbrosa, furiosa, que reclamaba todos los días de su vida porfiada y que en el crepúsculo de esta vida, reclamaría a su esclavo impenitente un cuerpo usado hasta los tuétanos.
El mal tiempo había cesado. El viento cambió viniendo del Sudeste, cargado todavía de vapores negros, y pronto se apaciguó, no sin haber dado al barco un