Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад

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Las Grandes Novelas de Joseph Conrad - Джозеф Конрад biblioteca iberica

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de Singleton, la delicadeza de las susceptibilidades de Donkin y la locura presuntuosa de todos. Las horas de vana tormenta fueron olvidadas; ninguna alusión al terror y a la angustia de aquellos momentos entristeció nunca la paz radiante de los bellos días. Sin embargo, nuestra vida pareció datar de nuevo de aquel tiempo como si, muertos una vez, hubiéramos resucitado. Toda la primera parte del viaje: el océano Índico y el otro lado del Cabo, se perdía en brumas, como el sueño obsesionante de una vida anterior. Esa vida había tenido su término —luego, habían venido horas sombrías, un espacio vacío, confuso y lívido—, y ahora vivíamos de nuevo. Singleton, enriquecido por una verdad siniestra; mister Creighton, por una pierna estropeada; el cocinero, por la gloria de la que abusaba descaradamente en toda ocasión. Donkin contaba un agravio más. Iba repitiendo insistentemente:

      —Te romperé la cabeza. ¿Lo oíste? Ahora van a asesinarnos por cualquier cosa —me dijo.

      Entonces, comenzamos a decimos que, en efecto, aquello había estado muy mal. Y estábamos orgullosos de nosotros mismos. Nos engreíamos de nuestra intrepidez, de nuestra capacidad de trabajo, de nuestra energía. Recordábamos episodios halagüeños: nuestra abnegación, nuestra indomable perseverancia, no menos enorgullecidos que lo estaríamos si nuestros impulsos propios lo hubiesen hecho todo sin ninguna ayuda exterior. Recordábamos nuestros peligros y faenas, y sabíamos olvidar oportunamente nuestra punzante alarma. Difamábamos a los oficiales —que no habían hecho nada—, y escuchábamos con gusto al fascinador Donkin. Ni la invariable injuria de nuestras palabras, ni el desdén de nuestras miradas, lograban desalentar su preocupación por nuestros derechos y el cuidado desinteresado con que atendía a nuestra dignidad. Nuestro desprecio por él no conocía límites y no podíamos escuchar sin interés a ese artista consumado. Nos dijo que éramos gentes excelentes —«un hermoso grupo de hombres de bien»—, ¿y quién nos lo agradecía? ¿Quién se cuidaba de nuestros agravios? ¿No era la nuestra «una vida de perros a dos libras diez chelines por mes»? ¿Juzgábamos, acaso, ese miserable salario una compensación del riesgo corrido y la pérdida de nuestros equipajes? «¡No tenemos ya ni un hilo!». Olvidábamos que al menos él no había perdido nada de sus propios bienes. Los más jóvenes escuchaban, pensando entre sí:

      «Este bribón de Donkin ve las cosas claramente, a pesar de no ser hombre».

      Los escandinavos se espantaban de sus audacias. Wamibo no comprendía nada, y los marineros de más edad meneaban gravemente las cabezas en las que brillaban los aretes de oro colgados de los lóbulos carnosos de las orejas peludas. Severos, curtidos, meditabundos, los rostros se apoyaban sobre los antebrazos tatuados. Puños morenos cruzados por venas gruesas encerraban en su apretón nudoso la blanca arcilla ahumada de las pipas a medio fumar. Escuchaban impenetrables, anchas las espaldas, redondos los hombros, sumidos en un silencio rudo. Donkin hablaba con calor, irrefutable y desacreditado. Su facundia pintoresca e inverecunda, brotaba como el raudal de una fuente envenenada. Sus pequeños ojos negros, semejantes a dos pepitas de azabache, danzaban espiando a derecha e izquierda, siempre alerta por si se aproximase un oficial. A veces, mister Baker, dirigiéndose a proa para echar un vistazo al velamen, bamboleando su desgarbada y maciza humanidad, se presentaba entre el silencio súbito de los hombres; o llegaba mister Creighton, arrastrando la pierna, terso el rostro, juvenil y más intratable que nunca, traspasando el breve mutismo con una mirada recta de sus claros ojos. A sus espaldas, Donkin volvía a lanzar sus miradas socarronas:

      —Ahí tenéis a uno. Aquí están los que le sujetaron el otro día. ¡Y ni siquiera os dio las gracias! ¿Os hace sudar menos que antes? Si se le hubiese dejado abandonado… ¿Por qué no? Menos trabajo habría costado. ¿Por qué no?

      Confidencial, avanzaba para retroceder en seguida, seguro de sus efectos oratorios; murmuraba, clamaba, agitaba sus míseros brazos —no más gruesos que tubos de pipa—, estiraba su cuello flaco, farfullaba, bizqueaba. En las pausas de su desatada elocuencia, el viento suspiraba dulcemente en la arboladura y a lo largo del barco el mar tranquilo levantaba hasta nuestro grupo desatento un murmullo de advertencia. Por abominable que considerásemos al individuo, ¿cómo negar la verdad luminosa de sus amonestaciones? Todo aquello era evidente. Buenos marinos, lo éramos indudablemente; ricos de méritos y pobres de paga. Nuestros esfuerzos habían salvado el barco y era al capitán a quien se lo agradecerían. ¿Qué había hecho él? Queríamos salvarlo. Donkin preguntaba:

      —¿Cómo habría salido del paso sin nosotros?

      Y no podíamos contestar. Oprimidos por la injusticia del mundo, sorprendidos de percatamos desde cuanto tiempo hacía nos pesaba su fardo sin que hasta entonces tuviésemos conciencia de nuestro estado deplorable, sufríamos una sospecha y un malestar: el de nuestra obtusa estupidez que no había sabido ver nada. Donkin nos aseguraba que «la causa de todo era nuestro buen corazón», pero nos negábamos a dejamos consolar por tan pobre sofisma. Todavía éramos suficientemente dignos del nombre de hombres para convenir valientemente con nosotros mismos en las insuficiencias de nuestro intelecto; no obstante, a partir de aquel tiempo nos abstuvimos de dar a nuestros héroes las patadas, los pellizcos en la nariz y los empellones accidentales que, aquellos últimos tiempos, después de doblar el Cabo, habían proporcionado a nuestros ocios una distracción eminentemente popular. Davis dejó de hablarle con aire de desafío de ojos negros y narices aplastadas; Charley, que había bajado mucho en tono desde la tormenta, no se burlaba ya de él. Knowles, deferente y socarrón, aventuraba preguntas como ésta:

      —¿Podemos manducar todos lo que los oficiales? Supongamos que todos se niegan a embarcar hasta haber logrado esto. ¿Qué debería pedirse después?

      El otro respondía sin vacilar con un tono de certidumbre despreciativa, pavoneándose con las manos en los bolsillos de trajes demasiado grandes que, más que vestirlo, parecían disfrazarlo deliberadamente. En su mayoría eran trajes de Jimmy, aunque Donkin, nada orgulloso, aceptara cualquier cosa, viniere de donde viniese; pero nadie, exceptuando a Jimmy, tenía por qué mostrarse generoso. Su devoción por Jimmy no tenía límites. A todas horas lo visitaba en su pequeño camarote, atendía a sus necesidades, satisfacía sus caprichos, cedía a las exigencias de su humor, reía con él frecuentemente. Nada hubiera podido apartarlo de la obra pía de visitar a los enfermos, especialmente cuando había alguna dura faena de arrastre que hacer en la cubierta. Dos veces, con indecible escándalo nuestro, mister Baker lo había extraído de allí, tirándole de la piel del cuello. ¿Había que abandonar, pues, a un hombre enfermo? ¿Se nos iba a maltratar por cuidar a un camarada?

      —¿Qué? —gruñó mister Baker, haciendo frente con ceño amenazador a los murmullos; y todo el semicírculo, como un solo hombre, dio un paso atrás—. ¡A izar la boneta de gavia! Vamos, allá arriba, Donkin, desliza las jarcias —ordenó el piloto con voz inflexible—. Suelta la vela a lo largo; amarra la cargadora. ¡De prisa!

      Luego, la vela ya en su sitio, se iba lentamente a popa y permanecía largo tiempo contemplando la brújula, preocupado, pensativo y respirando fuerte como sofocado por el relente de incomprensible malevolencia que había invadido el barco.

      «¿Qué mosca les ha picado? —pensaba—. Imposible comprender ese modo de refunfuñar y gruñir a la hora de trabajar. Y esto tratándose de una tripulación que, después de todo, es bastante buena para lo que hoy se encuentra».

      Sobre cubierta los hombres cambiaban amargas palabras sugeridas por una necia exasperación contra no sé qué injusto e irremediable que no permitía ponerse en duda y cuyo reproche se obstinaba en resonar en sus oídos largo tiempo después de haberse callado Donkin. Nuestro mundillo se deslizaba por la curva inflexible de su ruta, cargado de un pueblo descontento y ambicioso. Encontraban un alivio oscuro en el interminable y concienzudo análisis de su valor mal apreciado, y embriagados por las doctrinas prometedoras de Donkin, soñaban con entusiasmo en la época en que todos los barcos del mundo bogarían por un mar siempre en calma, maniobrados por tripulaciones bien pagadas, bien nutridas de capitanes satisfechos.

      La

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