Las Grandes Novelas de Joseph Conrad. Джозеф Конрад
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Donkin dijo:
—Bien, ¿y qué? Seis semanas no es nada del otro mundo. Arrestado, sabe uno al menos que duerme toda la noche. Sus seis semanas las aguantaría yo de cabeza.
—Estás acostumbrado, ¿verdad? —preguntó alguien.
Jimmy condescendió a sonreír, cosa que puso a todo el mundo de buen humor. Con sorprendente agilidad de espíritu, Knowles cambió de terreno.
—Y si nos hiciésemos pasar todos por enfermos, ¿qué sería del barco, eh?
Planteó el problema y rió a la redonda.
—Que se vaya al diablo —gruñó Donkin—. No es nuestro.
—¿Qué? ¿Dejarlo a la deriva? —insistió Knowles con tono incrédulo.
—Sí, a la deriva ¡y que se hunda! —afirmó Donkin con magnífica displicencia.
El otro, sin pensar en su respuesta, seguía meditando.
—Los víveres desaparecerían… —murmuraba—. Jamás se llegaría a ninguna parte… Y lo que es peor, ¿qué haríamos los días de paga?
Con estas últimas palabras su voz recobró la seguridad.
—Qué, Jack, te gusta un buen día de paga, ¿verdad? —exclamó un oyente sentado en el umbral.
—Claro, como que entonces las chicas le echan un brazo al cuello y el otro a la bolsa, y lo llaman «patito mío». ¿No es así, Jack?
—Jack, eres la perdición de las chicas.
—Coge a tres a un tiempo a remolque como uno de esos grandes remolcadores de Watkins con tres goletas a la vez.
—Jack, eres un patizambo de la peor especie.
—Jack, cuéntanos la historia de aquella que tenía un ojo negro y otro azul.
—Pues no es lo que menos abunda por esas calles, chicas con un ojo negro…
—No, ésta es una aparte, desembucha, Jack…
Donkin miraba severamente, disgustado: Jimmy bostezaba; un lobo de mar canoso movió la cabeza ligeramente y sonrió a la cazoleta de su pipa, discretamente divertido. Knowles, aturdido, no sabiendo con quién entendérselas, balbuceaba a derecha e izquierda:
—No… ¡Nunca…! Con vosotros no se puede hablar sensatamente… Siempre de broma…
Se retiró púdicamente, refunfuñando y satisfecho. Los hombres reían estruendosamente bajo la luz cruda, en torno del lecho de Jimmy, donde, sobre la almohada blanca, su rostro, negro y hundido, se movía sin cesar. Una racha de viento llegó, hizo chisporrotear la llama de la lámpara, y fuera, en lo alto, se agitaron las velas en tanto que, muy cerca, la polea de mesana chocaba con un golpe sonoro contra el pavés de hierro.
Una voz lejana gritó: «¡El timón al viento!». Otra voz menos distinta respondió: «¡Al viento toda!». Los hombres callaron, esperando. El marinero del pelo gris golpeó su pipa contra el umbral de la puerta y se puso en pie. El barco se inclinó blandamente y el mar, como si despertase, se quejó con un suspiro amodorrado. «Se levanta un poco de viento», dijo alguien quedamente. Jimmy se volvió con lentitud para hacer frente a la brisa. En la noche, la voz alta e imperiosa ordenó: «Bordead la cangreja». El grupo reunido ante la puerta desapareció de la zona de luz. No se oyó más que el ruido de sus botas alejándose hacia la popa, en tanto que repetían con diversas entonaciones: «¡Bordead la cangreja…! ¡Bordead…!».
Donkin se quedó solo con Jimmy. Hubo un silencio. Jimmy abrió y cerró los labios varias veces como para tragar bocanadas de aire fresco; Donkin, moviendo los dedos de su pie desnudo, los examinaba absorto.
— ¿No irás a echarles una mano allá arriba? —preguntó Jimmy.
—No, si no son capaces seis de bordear su maldita y podrida cangreja, no valen el pan que comen —respondió Donkin con voz de distracción y fastidio que parecía subir del fondo de un pozo.
Jimmy consideró aquel perfil cónico, de pico de pájaro, con una especie de interés extraño; inclinado sobre el borde de su litera, su fisonomía revestía la expresión de cálculo e incertidumbre de quien delibera sobre el medio mejor de apoderarse de una criatura sospechosa, capaz de picar o morder. Pero únicamente dijo:
—El piloto se dará cuenta y habrá jaleo.
Donkin se levantó para salir.
—Alguna noche oscura le arreglaré las cuentas a ése; ya verás si bromeo —dijo por encima del hombro.
Jimmy se apresuró a agregar:
—Eres como un papagayo, como un papagayo chillón.
Donkin se detuvo, inclinando a un lado su cabeza.
Sus enormes orejas sobresalían, transparentes y venosas, semejantes a las delgadas alas de un murciélago.
—Te escucho —dijo de espaldas a su interlocutor.
—Sí, garlas todo lo que sabes como… como una sucia cacatúa blanca.
Donkin esperó. Oía el jadeo del otro, lento y prolongado como el de un hombre que tuviese sobre el pecho un peso de cien libras. Luego preguntó muy tranquilo:
—¿Qué es lo que yo sé?
—¿Qué…? Lo que te digo… no mucho. ¿Por qué has de hablar de… de mi salud como lo haces?
—Es un embuste. Un condenado, un monumental embuste, y de primera clase, ¿eh?
Jimmy siguió inmóvil. Donkin hundió sus manos en los bolsillos y con un solo paso desgarbado se acercó a la litera.
—Hablo, ¿y qué? Aquí no hay hombres, hay bestias. Un rebaño que se arrea. Te apoyo… ¿Por qué no? ¿Tienes perras?
—Puede… De eso no tengo que hablar.
—Bien. Déjaselo ver, déjales que aprendan lo que un hombre puede hacer. Yo soy hombre y conozco tu truco.
Jimmy se retiró más sobre su almohada; el otro tendió su cuello flaco, bajó su rostro de pájaro hacia el negro, como si apuntase a sus ojos con un pico imaginario.
—Yo soy hombre. He conocido el interior de todas las cárceles de las colonias antes que ceder tanto así de mis derechos.
—Sí, eres carne de presidio —dijo Jimmy débilmente.
—Lo soy… y a mucha honra. Tú, tú careces de nervio; por eso te has embarcado aquí.
Se detuvo, y luego, subrayando su segunda intención, acentuó lentamente:
—Tú no estás enfermo, ¿verdad?